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Channel: Crónicas irReales de Navarra
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BANDERAS

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Prisión del fuerte de San Cristóbal, Pamplona, 15 de agosto de 1936

La escasa potencia de la bombilla que cuelga del techo no consigue iluminar más que el centro de la habitación. Y por eso los únicos muebles, un teléfono, una mesa y dos sillas afrontadas, se sitúan bajo su mortecino halo. Más allá, apenas se adivinan las paredes que limitan la pequeña estancia.

No hay ventanas, ni rendijas que dejen pasar la luz natural. Lo que ocurre en la sala de interrogatorios no importa afuera, y dentro, lo único que importa es obtener información. Tampoco importa el cómo, cada oficial tiene su propio estilo. Y el del capitán Barace es metódicamente brutal: golpes por todo el cuerpo, nunca en la cara o en los brazos. Podrán sacar de aquella celda al prisionero medio muerto, pero con la camisa y el pantalón bien abrochados, nadie podrá decir qué le ha pasado a aquél guiñapo.

Unos aguantan más, otros menos. El de hoy es de los primeros, y no le sorprende, porque lo conoce desde niño. Fueron juntos a la escuela, jugaron cientos de veces en las calles del pueblo hasta que, en algún momento, las ideas acabaron por  imponerse a los sentimientos. Esa debe ser también  la premisa fundamental de un buen investigador: dejar completamente de lado los sentimientos, aprovechar el mínimo resquicio para conseguir el dato que el Alto Mando precisa, aplastar cualquier atisbo de resistencia del posible informador. Y en esas está ahora mismo...

La paliza ha sido considerable, pero el preso continúa sin soltar prenda. Tan sólo canta. Con el escaso aire que le queda en los pulmones hace brotar una y otra vez las estrofas de un poema que el capitán conoce bien porque en su pueblo lo recitaban todas las viejas: "el cantar del señor de Sancho Abarca":

-"No salvó a sus hijos y a su dama,
y perdió así vida, honor y fama..."

-Jodó, maestrico, ya recordaba que ese cuento te tenía sorbido el seso desde que éramos críos. Hasta le dedicaste un largo capítulo de tu aburridísima tesis doctoral sobre leyendas populares. Sí, no pongas esa cara de sorprendido, he seguido tu carrera en la distancia, hasta llegar a ser el maestro de la escuela a la que fuimos de pequeños. Pero no te conformaste con eso, y además de embuchar en las cabezas de nuestros jóvenes todas esas tonterías sacadas de las novelas de caballería, tuviste que acabar relacionándote con toda esa canalla marxista del sindicato de labradores. En esas clases nocturnas que les dabas debías haberles hablado más de Sanchoabarca y menos de Moscú, y ahora quizás no te verías en esta situación...

-Los que son como tú siempre encuentran una excusa para hacer "limpieza". Ya se te habría ocurrido otra razón para traerme aquí...

-Vaya, yo pensaba que te habías quedado atontao con esa cantinela del caballero, pero ya veo que no te he debido dar lo suficientemente fuerte. Es una pena que no tengas aquí esa espada con la que enseñabas a los chavales cómo luchaban los caballeros medievales ¿eh, maestrico? ¡Y mira que te hubiese gustado ser uno de aquellos guerreros cubiertos de metal, ¿Eh? Te has empeñado toda tu vida en saber todo lo posible sobre ellos, pero eso nunca fue suficiente para ti, ¿verdad? Apuesto a que me partirías en dos con esa tizona si pudieras, ¿no es cierto? Pues despierta, imbécil, ahora las cosas se arreglan con cojones y con pistolas, y tú no tienes ninguna de las dos cosas, así que dime: ¿dónde se esconden tus amigos?

-"Hasta que el romero no florezca pasado abril,
regresará el caballero cien veces, quinientas, mil..."


-Lo que desde luego puedes tener por seguro es que vas a acabar igual que ese caballero tuyo del demonio. Según tu libro, era el tenente del castillo de Sanchoabarca en julio de 1512. Se negó a rendirlo a las tropas del arzobispo de Zaragoza, el hijo bastardo de Fernando el Católico. El rey ordenó entonces que desplegaran sus enseñas  y tomasen la fortaleza a sangre y fuego. Como la resistencia fue feroz, no hubo tampoco piedad: la dama y sus hijos fueron degollados delante del caballero,  y como el cuerpo de éste no apareció -supongo que lo arrojarían a uno de aquellos barrancos-, algún soñador como tú urdió esa memez de que cada noche de la virgen de agosto su fantasma volvía para cobrar venganza. Enternecedor, para quien tenga ternura, pero desgraciadamente para ti no es mi caso. Dime ya donde se refugian todos esos elementos o no pasarás de esta noche...

-"Nadie el día de la virgen de agosto olvidará,
ni esa noche a Sancho Abarca acercarse osará..."


-Perfecto, tú lo has querido. Esta tarde hay procesión y desfile en Pamplona, y no me resultará fácil conseguir transporte, pero te juro que voy a requisar el camión más grande que encuentre para poner esta misma noche a ti y al mayor número posible de los tiparracos que se pudren en esta prisión, delante de los paredones de los corrales de Bea, justo debajo de tu querido castillo de Sancho Abarca. Dos soldados y yo nos bastaremos para vigilaros durante el traslado, porque el "fin de fiesta" se lo reservo a unos amigos falangistas de Ejea. Precisamente su escuadra recibe hoy mismo sus estandartes y pertrechos nuevos. ¿Sonríes, eh? Ya veremos si sigues haciéndolo cuando dentro de unas horas tengas sus fusiles apuntándote al pecho...



...Maldita sea, mira dónde te han traído tus fantasías. Tan sólo a esto: a acabar en medio de este erial y a arrastrar a la muerte a un puñado desgraciados como tú. Ellos morirán por los que tú, de momento, has salvado. Las balas acabarán por fin con esa sensación que siempre tuviste de vivir fuera de tu tiempo,de estar esperando que ocurra algo sin saber bien qué. Ahí llegan los camisas azules, se nota que disfrutan con esto. Ellos ganan siempre...

-¡Deja tus pensamientos, maestrico, que para lo que te queda en el convento...! Ahora os vais a portar todos bien, y vais a colocaros justo delante de ese muro. Naturalmente tú en el centro de la fila, para que no haya error posible. ¿Ya te has fijado en los muchachos? No te podrás quejar, todos tan bien dispuestos y marciales, con su yugo y sus flechas tan bien bordados. Tiene que dar gloria ser fusilado por ellos. Se lo podrás contar a tu caballero, que por cierto, parece que se retrasa, ¿no te parece?

Ya tienes los fusiles enfrente. Y no, no te quedan ganas de sonreír. Pero las recuperas cuando ves aparecer tras el pelotón -repentinamente, como salido de la nada-, a un jinete incuestionablemente ataviado como un caballero de principios del siglo XVI: cubierto de una armadura completa, con su casco bien cerrado y dos grandes espadas colgando del arzón delantero de su montura. Y oyes como se ríe el capitán Barace:

-¿Era este teatro lo que nos tenías preparado, maestrico? ¿Uno de los tuyos disfrazado de fantoche para asustarnos y que salieramos corriendo por la Bardena? Pues lo siento, pero como te dije, ahora las cosas se arreglan con pistolas. ¡Disparad a ese espantajo! ¡A discreción! ¡Dejadlo como un colador!

-Y resuenan los tiros como truenos que desangran el aire, pero el caballero no se detiene, porque lo atraviesan sin que su espectral cuerpo oponga resistencia alguna. Y los cargadores se van vaciando uno por uno, mientras el caballero está ya justo delante de los camisas azules. Y mueve su cabeza frente a ellos, y tú sabes bien por qué: no es fácil mirar a través de las estrechas rendijas de un yelmo. Sí. El caballero está cerciorándose de que los camisas azules llevan en su pecho el mismo emblema que aquellos soldados que hace más de cuatrocientos años mataron a su familia.  Y cuando está seguro extrae de su vaina una de las impresionantes espadas, cuya hoja brilla a la luz de la luna de la noche de la virgen de agosto. Y comienza a segar vertiginosamente brazos, piernas y cabezas entre atroces alaridos de dolor y de espanto.

Y al poco rato ves que de aquel pelotón de ejecución sólo el capitán Barace queda vivo y que, preso sin duda de la locura o del miedo acomete al caballero con la lanza que sostiene la bandera del Yugo y las Flechas. Es un combate temerario y por tanto breve. El descuartizado cuerpo del oficial yace a los pies del jinete, que anda entretenido en romper en mil pedazos la odiada enseña.

El momento ha llegado y lo sabes, así que sin perder tiempo te diriges a los sobrecogidos hombres que iban a ser fusilados. Recoged los fusiles -les dices-, Francia queda lejos, lo mejor será que intentéis llegar al frente aragonés. Y sobre todo olvidad lo que habéis visto esta noche. Nadie os creería y os tomarían por locos, aunque estemos rodeados de locos que se creen cuerdos.

-¿Pero y tú? -te preguntan.

-No puedo acompañaros. Hace mucho tiempo que tengo un asunto pendiente y creo que ya es hora de que lo afronte.

Y cuando, no sin mirar por última vez la inquietante y silenciosa figura del jinete que acaba de salvarles la vida, todos se internan a la carrera en el campo que les rodea, ambos se sitúan por fin frente a frente. Y entonces el caballero levanta la visera de su casco dejando ver su rostro, que resulta ser exactamente el mismo que el del maestro, quien, muy en el fondo, lo había sabido desde siempre. Igual que ha sabido siempre qué es lo único que va a pedirle el caballero:

-Yo te he ayudado. Ayúdame ahora tú a mí.


Y ve allí al fondo, por el camino que sube al castillo de Sancho Abarca, una luz muy intensa que parece atraerlos con su fulgor, así que sube al caballo, saca de la vaina la otra espada y la blande en el aire porque la siente como suya. Y sabe también que tienen una familia que salvar. Y cuando ese resplandor está a punto de tragárselos, aún le da tiempo a ver que una mata de romero que crece junto a la senda acaba de florecer. Y sonríe.


Los dos sonríen...

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

Las fotos de Sancho Abarca están sacadas del blog: El toledano errante




  

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