Refectorio de la catedral de Pamplona, 8 de abril de 1403
-¡Haya un poco de silencio, señoras, que bastante ruido hacen ahí fuera los mazoneros que construyen la fábrica de la nueva catedral!
-Vuestros deseos son órdenes para todas nosotras, padre y señor.
-¡Ah, Juana, si todas tus hermanas fueran tan dóciles y bien portadas como tú...! Pero tápate bien con ese chal, que hace frío aquí dentro y te resfrías con mucha facilidad. ¡Y vosotras: Blanca, María, Margarita, Beatriz, Isabel, estaos quietas de una vez u ordenaré que entre mi guardia a prenderos!
-¡Pues si es el guapísimo capitán don Martín de Zolina quien entra a prenderme, yo no opondré resistencia ninguna, lo prometo!
-¡Pero Blanca, serás descarada! Si no quieres que lo mande de embajador a la corte del Gran Khan de los Tártaros, más vale que te sientes...
-Nos sentaremos, e incluso os prometo que controlaré a mis hermanas más pequeñas, pero si nos decís de una vez para qué nos habéis reunido a todas en este lugar, delante de esta pequeña puerta recién tallada.
-Eso es lo que pensaba hacer,en cuanto dejaseis de zangolotinear por todo el salón. Bien sabéis que desde que murieron hace un año vuestros hermanos Carlos y Luis, una de vosotras habrá de heredar este, mi reino de Navarra. Y vos, Juana, o vos, Blanca, o vos, María, o vos, Margarita, o vos, Beatriz, o vos, Isabel, habréis de sentaros no en esos humildes bancos donde por fin he conseguido que os coloquéis, sino en el trono que honraron muchos de nuestros gloriosos antepasados.
Y ved que si vuestra bisabuela, la reina Juana, hubiese nacido varón, todos hubiéramos alcanzado también el de Francia, cosa que mi padre, el rey Carlos II persiguió toda su vida. Pero se sacaron del caletre los supuestos sabios de la universidad de París la Ley Sálica, que según ellos prohibía reinar a las mujeres, y por eso os bañáis vosotras en el Arga o en el Cidacos, y no en el Sena o en el Ródano.
Sin embargo en Navarra no hubo nunca cortapisa ni freno alguno a que la mujer pudiese gobernar. Y tan saludable y lógico motivo es el que ahora os faculta, como os digo, a reinar un día en estas tierras, que no hay nada que una mujer no pueda hacer tan bien como un hombre, e incluso cien veces mejor.
Así nos lo aseguran muy sabios autores de la antigüedad, y aun también los de nuestro tiempo. Y muchos de ellos nos hablan de las hazañas de las Amazonas, que eran señoras muy belicosas que tenían atemorizada a toda Grecia, pero que además gobernaban muy sagazmente tres islas muy hermosas: Temiscyra, Cadesia y Licasto...
En mi última estancia en París, pude tratar precisamente a doña Cristina de Pisan, una autora que estaba preparando un libro sobre ellas y sobre otras grandes y famosas mujeres de la antiguedad. Aunque aún no estaba terminado, y viendo que me interesaba de verdad lo que decía, me entregó una copia del mismo, ved lo que dice:
“Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra, bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga- parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio. Volviendo sobre todas estas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos. Me propuse decidir, en conciencia, si el testimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia –me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades- hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera el autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer.
-¡Haya un poco de silencio, señoras, que bastante ruido hacen ahí fuera los mazoneros que construyen la fábrica de la nueva catedral!
-Vuestros deseos son órdenes para todas nosotras, padre y señor.
-¡Ah, Juana, si todas tus hermanas fueran tan dóciles y bien portadas como tú...! Pero tápate bien con ese chal, que hace frío aquí dentro y te resfrías con mucha facilidad. ¡Y vosotras: Blanca, María, Margarita, Beatriz, Isabel, estaos quietas de una vez u ordenaré que entre mi guardia a prenderos!
-¡Pues si es el guapísimo capitán don Martín de Zolina quien entra a prenderme, yo no opondré resistencia ninguna, lo prometo!
-¡Pero Blanca, serás descarada! Si no quieres que lo mande de embajador a la corte del Gran Khan de los Tártaros, más vale que te sientes...
-Nos sentaremos, e incluso os prometo que controlaré a mis hermanas más pequeñas, pero si nos decís de una vez para qué nos habéis reunido a todas en este lugar, delante de esta pequeña puerta recién tallada.
-Eso es lo que pensaba hacer,en cuanto dejaseis de zangolotinear por todo el salón. Bien sabéis que desde que murieron hace un año vuestros hermanos Carlos y Luis, una de vosotras habrá de heredar este, mi reino de Navarra. Y vos, Juana, o vos, Blanca, o vos, María, o vos, Margarita, o vos, Beatriz, o vos, Isabel, habréis de sentaros no en esos humildes bancos donde por fin he conseguido que os coloquéis, sino en el trono que honraron muchos de nuestros gloriosos antepasados.
Y ved que si vuestra bisabuela, la reina Juana, hubiese nacido varón, todos hubiéramos alcanzado también el de Francia, cosa que mi padre, el rey Carlos II persiguió toda su vida. Pero se sacaron del caletre los supuestos sabios de la universidad de París la Ley Sálica, que según ellos prohibía reinar a las mujeres, y por eso os bañáis vosotras en el Arga o en el Cidacos, y no en el Sena o en el Ródano.
Sin embargo en Navarra no hubo nunca cortapisa ni freno alguno a que la mujer pudiese gobernar. Y tan saludable y lógico motivo es el que ahora os faculta, como os digo, a reinar un día en estas tierras, que no hay nada que una mujer no pueda hacer tan bien como un hombre, e incluso cien veces mejor.
Así nos lo aseguran muy sabios autores de la antigüedad, y aun también los de nuestro tiempo. Y muchos de ellos nos hablan de las hazañas de las Amazonas, que eran señoras muy belicosas que tenían atemorizada a toda Grecia, pero que además gobernaban muy sagazmente tres islas muy hermosas: Temiscyra, Cadesia y Licasto...
En mi última estancia en París, pude tratar precisamente a doña Cristina de Pisan, una autora que estaba preparando un libro sobre ellas y sobre otras grandes y famosas mujeres de la antiguedad. Aunque aún no estaba terminado, y viendo que me interesaba de verdad lo que decía, me entregó una copia del mismo, ved lo que dice:
“Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra, bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga- parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio. Volviendo sobre todas estas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos. Me propuse decidir, en conciencia, si el testimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia –me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades- hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera el autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer.
Lo único que después de leer a todos ellos tengo ahora bien claro, es que si las mujeres hubiesen escrito esos libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra forma, porque ellas saben que se las acusa en falso”.
-¡Así se habla!¡Dadle a leer ese libro a nuestro confesor, a ver si aprende algo!
-Mira que dicen que las Amazonas siguen dando guerra todavía por el oriente, no saben las pobres la reina que se han perdido contigo, Blanca...
En fin, ¿qué os quiero decir con todo esto? Pues que un día una de vosotras reinará, y por eso necesitáis ejemplos de gobierno, más allá del que modestamente yo puedo daros con mi proceder diario. Cuando yo tenía vuestra edad, también necesité más modelo que el de mi padre, y lo encontré en muchos libros que narraban las hazañas de los Nueve Mejores Caballeros, también conocidos como Nueve Pares de la Fama. Ya os he hablado alguna vez de ellos delante del mural donde ordené pintarlos en el palacio de Tudela, o del tapiz que adorna mis estancias privadas en el de Olite.
Recordad siempre sus nombres: Héctor de Troya, Alejandro Magno, Julio César, Josué, el rey David, Judas Macabeo, el rey Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon.
Bueno, pues ahora ordenaré pintar también en vuestras estancias a las Nueve Damas de la Fama, cuyas aventuras se cuentan ya en muchos poemas que hacen furor en la corte francesa. Cinco son reinas amazonas, y las otras cuatro gobernantes de la antigüedad. Viéndolas cada día en los muros aprenderéis sus nombres y sus hechos os servirán de espejo para los vuestros. Ved sus nombres: Sínope, Hipólita, Menálipe, Lampeto, Pantasilea, Semíramis, Thamaris, Teuca y Délfile.
Y son las armas heráldicas de las amazonas tres cabezas de mujer, en atención a las tres islas que gobiernan, y para que vayáis haciendóos a la idea, antes de que los muros de los palacios de Tafalla y de Olite se llenen de sus egregias figuras, he ordenado tallar su escudo en esta puerta ante la que os he citado.
-¡Pues esas, además de las vuestras, han de ser a partir de ahora también nuestras armas! ¿No es cierto, hermanas mías? Reivindicaremos así orgullosas nuestra condición femenina, y a esas ínsulas de Temiscyra, Cadesia y Licasto, hemos de unir a partir de ahora las de Olitendia, Tafallasia, Tudelandia, Pamplonaquia, Estellania y Atarrabia, una para cada infanta...
-Muchas novelas de caballería has leído tú, Blanca. Y muy bien me parece tal cosa, que me gustan mucho a mí también. En ellas descubrí que desciendo en recta lignea de uno de los Nueve Pares: el emperador Carlomagno, y por ellas bauticé a vuestros medio hermanos Godofredo y Lancelot con esos nombres tan novelescos de buscadores del Grial. ¿No me creéis? Habréis de esperar a que vuestro pobre padre muera para verlo grabado en mi tumba...
Tumba de Carlos III el Noble en la catedral de Pamplona |
-Pero si nos enterraréis a todas, padre...
-No digas esas cosas, Juana, que un rey sin descendientes es como un árbol sin fruto. Quiera Dios que todas, al menos una de vosotras, me sobreviva. Aunque no me deis más que disgustos, y dudo mucho que ningún otro rey de Navarra haya tenido la desgracia de tener que lidiar con tanta adolescente a su alrededor, aunque...
-¿Qué os pasa, padre, os sentís mal?
-No sé, ha cruzado de repente por mi cabeza la imagen de otro monarca, uno de aquellos antiquísimos Sanchos, que hablaba a sus hijas de que era descendiente en recta lignea del Cid, y aún del rey Arturo por vía matrimonial...
-No os preocupéis, padre, que eso es sin duda lo que los franceses llaman "dejà vu", y si la injustísima Ley Sálica hubiese dejado reinar a nuestra abuela, llamarían "ikusia jada". Seguro...
Y como que me lleamo Blanca, que habría de surgir en aquel reino una doncella guerrera que -cual Amazona- lo liberaría definitivamente del yugo del invasor inglés. Y habría de llamarse Juana, como mi querida hermana y heredera del reino de Navarra.
¡Ya verán entonces de lo que es capaz una mujer!
Mural de las Amazonas, en el Castillo de la Manta (Norte de Italia) Principios del siglo XV |
Dibujo en la revista Pregón, octubre de 1947 |
© Mikel Zuza Viniegra, 2015