Olite, 14 de abril de 1421
Ahora, ya muy viejo, pero acogido al seguro refugio de esta torre de la Joyosa Guarda, tan retirada del resto de las edificaciones del castillo que tú mismo ordenaste levantar, es cuando te das cuenta de la terrible magnitud de lo que has ido descubriendo todos estos años.
Y claro, claro que te costó aceptar que la siniestra fama de tu padre -cuyo sobrenombre de "el Malo" hace tiempo comprendiste que se quedó corto para definirlo- era completamente merecida. Pero todo estaba ahí: en los libros que has ido acumulando desde que eras un niño, esos mismos que ahora tapizan las cuatro paredes de esta habitación a la que sólo tú tienes acceso, bajo pena de muerte a quien se atreva a traspasar su umbral sin tu permiso.
No. No sería fácil explicar a esos posibles entrometidos que Carlos II, el malo, el perverso, el hipócrita, el envenenador, era en realidad algo mucho peor que eso: un adorador del Diablo, alguien capaz de vender su alma por obtener el trono de Francia que creía que le pertenecía por derecho. En esa incansable pugna pasó su vida, y aún cuando ya no era sino un amasijo de piel y huesos, trató de escapar a la muerte y a la condenación eterna mediante un ritual nefando en el palacio de Pamplona, consistente en llenar con la sangre de cinco doncellas vírgenes cinco rebosantes cálices que habrían de prolongar su vida. Para ello debía ser él mismo quien rajase sus gargantas, así que ordenó que no quedasen en el recinto más que los pocos que estaban en el secreto de semejante abominación.
Pero quedó dentro un criado que se había quedado dormido. Él mismo fue quien me contó todo lo ocurrido aquella noche , cuando regresé a Navarra, un mes después de la muerte de mi padre. Al parecer todos los adeptos habían preparado la bodega del palacio para sus sucios fines, colocando cinco mesas donde ataron a las infelices chiquillas, robadas a sus padres, una por cada merindad, como si quisieran ofrendar al Demonio a Navarra entera. En lo más oscuro de la noche, el salón resplandecía como si fuese de día, porque todos los pebeteros, palmatorias y candelabros habían sido encendidos con esmero, a lo cual había que sumar las docenas de antorchas que iluminaban aquel antro.
El rey iba vestido con su famosa capa de piel de oso, que le habían regalado unos cazadores de Roncal, la primavera de aquel año que no cesó de nevar, y aquel hambriento y gigantesco animal se dedicó a matar no ya sólo ovejas, sino a todas las personas que se cruzaron en su camino. La daga con la que iba cortando los cuellos de las aterrorizadas muchachas era aquella que en su empuñadura lucía el rubí más grande y más rojo que se hubiera visto en esta parte del mundo, y que le había regalado el rey de Castilla Pedro I, cuya sanguinaria trayectoria vital hace sospechar si no pertenecía también él mismo a este maligno culto. Detrás de don Carlos iban sus esbirros llenando los cálices con la sangre que corría por todas partes.
Al llegar a la mesa donde yacía la última de las víctimas de este ignorado holocausto, la que el criado dijo que pertenecía a la merindad de Tudela, y justo en el momento en que era también sacrificada, la mujer consiguió desatar una de sus piernas, con la que dio tan fenomenal patada al anciano rey que fue este a caer sobre las antorcha más cercanas, de tal suerte que la piel de aquel oso asesino y voraz prendió con tal fuerza que en un instante se vio don Carlos rodeado por las llamas que consumieron su cuerpo sin que ninguno de los sicarios pudiera hacer nada por él.
Naturalmente todo esto se tapó, y se borró de los libros de historia. Cuando yo retorné de Castilla y fui informado por hombres buenos y cuerdos de las actividades de mi padre, di orden de inmediato de ejecutar a todos los que habían participado de sus maleficios y sorguiñerías y de eliminar cualquier tipo de rastro que hubiese quedado de semejante horror. Pagué también un generosísimo subsidio al criado que había sido testigo de todo, y mande igualmente que se socorriera a las familias de aquellas cinco desdichadas, y a la de la chica que había dado la providencial patada a mi padre la elevé a la condición hidalga que merecía por su gesto.
He dicho que borré cualquier rastro de lo sucedido. Miento. Me quedé con los libros de brujería de mi padre, repletos de invocaciones diabólicamente espantosas. Pero sobre ellos edifiqué mi propia biblioteca, aquella que nos permitiera escapar a mí y a mis descendientes de la espantosa maldición que con su desviada conducta había atraído sin duda mi padre a nuestra dinastía.
Y muchas veces es la divisa el símbolo y bandera que explica todo lo que hay detrás de ella. Por eso leyendo "De re emblematica" -un carísimo tratado cabalístico que hallé en uno de mis viajes a París- fue donde encontré la explicación a la muy extraña que había escogido mi progenitor para representarle:
Y tanto como en ese preciado libro, fue en el capítulo 13, versículo 18 del Apocalipsis de San Juan donde comprendí finalmente todo:
"Pues aquí está la sabiduría. Quien sea inteligente calcule el número de la bestia, pues es el número de un hombre. Y ese número es 666"
Consulté entonces a sacerdotes y astrólogos, a todos los que pude, y en ellos encontré absolución y consuelo, pues todos me dieron la misma respuesta: "acogeos vos y vuestra dinastía al simbolo de la Sagrada Trinidad y seréis sanos et salvos, pues Dios, al contrario que su enemigo Satán, no tiene principio ni fin y es señor de todo lo creado".
Y así lo hice, y es desde entonces nuestra divisa protectora la que ellos me indicaron, la misma que he hecho labrar, pintar y bordar en cada palacio, en cada objeto, en cada gualdrapa de caballo que uno de nosotros vaya a utilizar. Me bastó para ello con ampliar los brazos de la espiral diabólica:
Pero ya está declinando el sol, y la sombra del triple lazo se escurre por la pared de la habitación. Es muy tarde, y muchas otras cosas que juzgas necesario que las gentes conozcan al fin, quedarán ahora para otra próxima ocasión...
© Mikel Zuza Viniegra, 2015