A las afueras de Nápoles, 12 de septiembre de 1457
¡En buena hora se le ocurrió acudir al palacio del rey Alfonso! Claro que él no quería, fue su esposa Marietta quien le obligó. "No seas tonto, Giuseppe, cualquiera de esos nobles -quizás el propio rey-, te pagarán bien por esa estatua que has encontrado en nuestras tierras de labranza, allá en Castellamare di Stabia".
Y es muy cierto que el monarca mostró su generosidad por aquella figura de mármol, pues quería regalársela a su bienamado sobrino Carlos, un príncipe navarro que llevaba apenas unos meses en la ciudad, y en tan poco tiempo ya se había ganado una merecidísima fama de sabio y erúdito. Pero, ¿por qué ha tenido que ordenarme que sea yo mismo quien se la lleve a su residencia en el monasterio de San Domenico? Dicen que no sale de la surtida biblioteca de los frailes sino para dar cuenta de la parca colación que aquellos consumen en las comidas y en las cenas, y que luego vuelve a enfrascarse en los volúmenes y pergaminos antiguos, aquellos que fueron escritos por los mismos romanos que tallaron la escultura que ahora le lleva como obsequio personal del soberano aragonés.
Y mucho se alegra efectivamente Carlos al recibir presente tan bello y simbólico, pues según él representa aquella estatua nada menos que a Mercurio, mensajero de los dioses, de ahí el casco alado que porta la figura.
-¡Buen presagio es éste! -exclama en un bienintencionado italiano el príncipe-. Pero seguidme a la biblioteca, amable Giuseppe, que quiero que me mostréis sobre el mapa el punto exacto dónde habéis encontrado semejante tesoro...
Y cuando el azorado labrador le señala un punto a las afueras de la villa de Stabia, Carlos corre hacia la estantería más próxima, diciendo que cree recordar que no hace ni una semana que leyó algo sobre ese mismo lugar en un tratado del célebre historiador Tácito. No tarda en desplegarlo sobre la mesa y leyendo muy rápido sirviéndose de su dedo índice como guía en las apretadas del gastado manuscrito, encuentra finalmente el dato que buscaba:
-¡Aquí está, ya decía yo que me sonaba! Es una carta de Plinio el Joven a su amigo Tácito, en la que le cuenta la muerte de su tío, el ilustre naturalista Plinio el Viejo en la villa de Stabia, durante la terrible erupción del volcán Vesubio allá por el noveno día antes de las kalendas de septiembre del año 79...
Giuseppe nunca ha oído hablar de tales señores, ni sabe nada de las kalendas de las que aquel joven le habla. Pero al Vesubio sí que lo conoce bien. Y no es para menos, pues todos los habitantes de la bahía de Nápoles pasan toda su vida temiendo que las continuas vaharadas que salen de su cumbre se conviertan en el aviso de otro de sus inapelables despertares. Por eso cree que da mala suerte hablar de estas cosas, y lo único que quiere es regresar cuanto antes junto a Marietta. Pero ay, no parece que esa sea la intención de don Carlos, que sigue recitando en voz alta aquella antiquísima carta como si se la supiera de memoria, y no como si no tuviera que ir traduciéndola del latín mientras la lee:
-"Considero felices a los que, por gracia de los dioses, les es dado hacer cosas dignas de ser escritas o escribir cosas dignas de ser leídas, pero felicísimos considero a los que les cupo hacer ambas cosas. Mi tío se contará en el número de éstos, tanto por sus libros como por los tuyos, Tácito."
"A la hora séptima mi madre le indicó la aparición de una nube de inusitada grandeza y forma. Se calzó las sandalias y subió a un sitio desde donde se podía contemplar mejor aquel portento. Los que miraban la nube desde lejos no sabían de qué montaña salía, pero después se supo que se trataba del Vesubio. La nube tenía un aspecto y una forma que recordaba a un pino, pues se elevaba como si se tratara de un tronco muy largo y luego se diversificaba en ramas.
Como hombre sapientísimo que era, creyó que aquel prodigio bien merecía verse más de cerca, pero lo que había empezado con intención de estudio, se afanó en terminarlo prestando auxilio a quienes trataban de huir de la ira del volcán. De tal forma, se embarca en cuatrirremes y derechamente se dirige a allí de donde los demás huían. Mantiene el timón en dirección al peligro, y tan ajeno al miedo que toma nota de todos los movimientos de aquella calamidad y de cuanto se ofrecía ante sus ojos.
Cuanto más se aproximaba, más ceniza caía en las naves, cada vez más caliente y más densa, y también pedruscos y piedras ennegrecidas, quemadas y rajadas por el fuego, al paso que el mar se abría como un vado y las playas se veían obstaculizadas por los cascotes. Estuvo a punto de regresar, pero dijo al piloto, que así se lo aconsejaba: la fortuna favorece a los audaces. Dirígete a la casa de Pomponiano, en Stabia, donde pasaremos la noche.
Y fue allí muy bien recibido, y como parecía que en aquel lugar el peligro no era inminente, cenó alegremente con los dueños o, lo que todavía es más digno de admiración, fingiendo estar alegre. Mientras tanto en el Vesubio relucían, en diversos lugares, anchísimas llamas y elevados incendios cuyo fulgor y cuya claridad se destacaban en las tinieblas de la noche.
El patio de la casa empezó entonces a llenarse de tal modo de ceniza y de pedruscos que deliberaron si se quedarían allí bajo cubierto o saldrían al raso, pues el edificio vacilaba debido a los frecuentes y largos temblores. Optaron por la segunda solución y, poniéndose almohadas en la cabeza, sujetas con trapos, salieron a la intemperie.
En otras partes había amanecido ya, pero allí seguía una noche más densa y más negra que todas las noches, sólo rota por la luz de las antorchas.
Aún así consiguieron llegar hasta la playa, donde las nubes de azufre, precursoras de las llamas, que llegaron luego, asfixiaron a todos.
Al tercer día después del desastre sus cuerpos fueron hallados. El de mi tío Plinio estaba intacto y tal como iba vestido: más tenia el aspecto de dormir que el de estar muerto..."
-¿Comprendes la importancia de la estatua del dios Mercurio que me has traído, Giuseppe? ¡Quizás a ella fueron dirigidas las últimas oraciones de aquel valiente don Plinio! Tienes que llevarme ahora mismo al sitio exacto donde la encontraste. Te prometo que me ocuparé de que seas bien recompensado. Pongámonos ahora mismo en camino, ya que calculo que tan sólo unas cinco leguas nos separan de aquel lugar...
Y así te ves ahora, sirviendo de guía a este príncipe, que además de ingenioso tiene fama de enamoradizo, así que será mejor no presentarle a tu hija, Cósima, que tiene ya edad de hacer perder la cabeza a los hombres, sean napolitanos o navarros. No, será mejor internarse en los desiertos campos cubiertos de lava reseca y acabar con esta empresa cuanto antes. Por eso en cuanto llegas a los límites de tus tierras, las últimas fértiles que lindan con el erial en que ha convertido la campiña cada bramido del volcán, y le señalas el agujero donde encontraste la estatua, coge Carlos un pico y una pala, y con ellos se pone a agrandar la fosa.
Y esto sorprende muchísimo a Giuseppe, pues no ha visto nunca a un noble empuñar utensilios tan modestos. Así que ha de explicarle el príncipe como su señor abuelo, el rey don Carlos el Noble, de buena memoria, decidió construir dos excelentes castillos, uno en Olite y otro en Tafalla, ciudades que apenas distan una legua una de la otra. Y como quería que los viajes entre una y otra residencia regia se pudieran hacer de la manera más discreta posible, ordeno que se excavara un túnel que, partiendo de las bodegas del palacio de Olite llegara hasta las del palacio de Tafalla, para poder acceder a tan regias moradas sin que nadie pudiera verlo.
Y que como semejante obra de ingeniería exigía mucha mano de obra, a él mismo, y después a sus descendientes, no se les cayeron jamás los anillos por tirar de azada y ponerse en muchas ocasiones en el surco con todos aquellos súbditos suyos naturales de esos dos lugares, que son sin duda los mejores labradores de toda Navarra. Por tanto estaban los reyes y príncipes navarros muy hechos a trabajar la tierra. Eso sí, cuando el príncipe, perseguido por su padre, el usurpador rey Juan, se vio obligado a exiliarse, la obra aún no estaba terminada, así que no sabía en qué estado permanecería ahora...
El caso es que entre los dos, y deteniendo de tanto en tanto la ardua labor para recobrar el resuello con unas botellas de Lachryma Christi, el estupendo vino blanco napolitano, consiguen ahondar lo suficiente como para acabar dando con una especie de bóveda que resuena muy honda al otro lado hasta que de un fuerte golpe de pico, Carlos la resquebraja y varias piedras van a caer al oscurísimo fondo con gran estrépito. Y cuando arrojan una antorcha recién encendida por aquel lóbrego agujero, se encienden de repente las paredes cuajadas de lo que parecen pinturas de muy buena mano.
Y no pudiendo resistir más las ganas de verlas más de cerca, se ata el príncipe una soga muy gruesa alrededor del torso, y la anuda luego al tiro de mulas en las que han llegado hasta aquel mágico lugar, encargando a Giuseppe que las tenga muy bien sujetas mientras desciende, y las haga luego caminar muy lentamente cuando le pida que lo suba de aquella ignota catacumba.
Y no se queda nada tranquilo el buen labriego mientras ve a don Carlos introducirse en ella, pues teme que si algo le ocurra, las iras de su tío el rey Alfonso se desaten sobre sus inocentes espaldas, por lo que cuando el principe desaparece en la negrura sólo iluminada por las antorchas que porta, se pone a rezar las letanías de San Gennaro con muchísima fe y convicción.
Y a sólo siete u ocho varas de la luz que entra ahora por el techo, hace pie el príncipe en un suelo cubierto de endurecidas cenizas hasta casi sus rodillas, y cuando alza la llama que lleva en su mano, no puede dejar de maravillarse ante lo que ve, porque están pintadas en aquellas paredes muchos hombres y mujeres en posturas que prueban sin duda la prodigiosa elasticidad de la humana naturaleza. Hasta el punto que no puede evitar exclamar en voz alta:
-Desde luego, en Olite no tenemos pinturas como estas...
-Cosa? -replica extrañado Giuseppe allá arriba.
-Niente. Ho detto chenon abbiamoquestoa Olite. Y bien que lo siento...
Así que mucho rato se detiene Carlos en grabar muy bien dentro de su cabeza todos aquellos ademanes, pues piensa que nunca sabe un buen historiador cuándo le hará falta poner en práctica estos conocimientos tan necesarios. De todas maneras tampoco se engaña, pues comprende perfectamente que son bastantes de aquellas galantes gestualidades mucho más propias de gimnastas o de acróbatas, que de personas entradas en razón y en edad. Aunque nunca se sabe...
Y allá, al fondo de la estancia, se aprecia una puerta que da a otra habitación, y aunque las antorchas están empezando a agotarse decide explorarla también, por si los maestros que pintaron aquellos frescos dejaron también en ella muestras de su excelso arte. Pero al entrar en ella algo traba sus piernas y cae al suelo violentamente.
Cuando consigue recuperar la exhausta antorcha y la sitúa ante sus ojos, lo que ve le deja helado: docenas de cuerpos atrapados por las cenizas y la lava ardiente, que debió vaporizarlos al instante, descansan sobre el suelo con una expresión de angustia tal en sus rostros, que es aquella sala panteón terrible y no casa de placeres. Aterrado grita a Giuseppe que lo saque de allí, pero cuando siente ya el tirón de la soga, ve brillar algo en el dedo de una de aquellas siluetas. Es un anillo que incomprensiblemente sobrevivió a la hecatombe. Carlos lo recoge cuidadosamente, como si aquella mujer -porque aquella pobre condenada fue una mujer: su figura perfectamente petrificada en la ceniza la delata-, se lo entregase de buen grado.
Es de plata brillante como la luna y de rojo coral como el magma del Vesubio que aquella noche destruyó esta ciudad de muertos cuyo sueño de siglos ha profanado Carlos.
Una vez fuera, y sólo con mentar la palabra "muertos", el príncipe y Giuseppe, que no para de santiguarse, no tardan en cubrir de tierra otra vez la fosa.Y promete el labrador, haciendo todo tipo de gestos para alejar el mal de ojo, que no volverá ni dejará hurgar a nadie más en aquellos terrenos malditos.
Y de vuelta ya a su refugio de San Domenico, no para Carlos de dar vueltas a aquel asombroso anillo. Y de esta -hasta hoy- oculta aventura saca en claro que la vida es tanto Eros como Tanatos. Y que el Amor y la Muerte, el Placer y el Dolor están siempre tan imbricados entre sí, que si queremos conocer la felicidad en este mundo, debemos andar haciendo muy cuidadosos equilibrios por la estrecha senda que separa los dominios completamente estancos de cada uno de ellos.
Y exponiendo justamente esta filosofía tan cierta, le escribe una carta a aquella que quedó en Navarra, contándole además toda la historia del anillo templado por el volcán napolitano, que introduce luego en la misma caja donde va el documento lacrado con su sello real, para que ella comprenda que tiene casi mil quinientos años, y que, a su modo, es como el símbolo de que sólo el Amor puede vencer a la Muerte.
Y también para que sepa que nunca la olvida, ni aunque se desaten a su alrededor todos los terremotos y volcanes del Infierno. Y que, de tenerlas, surcaría el mar en cuatrirremes como las del anciano Plinio, sólo por poder ver ese anillo en su dedo...
© Mikel Zuza Viniegra, 2012
La carta de Plinio el joven a Tácito contándole la muerte de su tío Plinio el viejo, está sacada del libro "Reportaje de la Historia I", de Martí de Riquer.