Puerto de Bayona, 17 de enero de 1374
La pequeña galera, apenas una cáscara de nuez, está prácticamente abastecida ya. Toda la flota del rey de Navarra en el Cantábrico se reduce a esta embarcación. En Normandía, sin embargo, muchos otros navíos lucen orgullosos en su mástil el carbunclo dorado, a pesar de los continuos reveses que la armada francesa ha hecho sufrir a los partidarios -cada vez más escasos- del rey Carlos II.
Pero ahora es preferible no llamar demasiado la atención, y procurar que la travesía hasta la península del Cotentin -el último territorio normando en poder de los Evreux- sea lo más tranquila posible.
No obstante, no sólo los problemas bélicos calientan la cabeza del rey, pues su amada esposa Juana murió hace dos meses ya, y tiene por tanto que ocuparse también del futuro de sus hijos. Mira al alcázar de proa. Allí está la infanta Noa, de diez años de edad. La lleva consigo para casarla con uno de esos poquísimos señores normandos que aún no se ha pasado a las huestes del rey de Francia. De esa manera -piensa- no hay gran diferencia entre una princesa y una de esas ballenas que de tanto en cuanto salen a respirar allá enfrente, en mar abierto: sólo importan por su carne.
Y eso que su hija es especial, siempre lo ha sido, tan callada y en su propio mundo... La observa peinar una y otra vez sus largos cabellos con el peine y el cepillo hechos precisamente de barba de ballena que su madre le regaló antes de viajar a Francia. Ese maldito viaje del que nunca volvió.
Otra pieza de ese mismo material completaba el regalo materno: una pequeña flauta que no suena -o la infanta no sabe hacer sonar- demasiado bien. Muchas veces, en el palacio de Ujué, tuvo que rogarle que dejase de tocarla, porque aquel extraño sonido le daba un terrible dolor de cabeza.
La verdad es que no recuerda cuándo fue la última vez que dejó de dolerle la cabeza: la guerra contra los franceses, Navarra arruinada, la pérdida de la reina Juana, el destino de sus hijos... Y más que le dolería al pobre don Carlos si llegase a sospechar que los espías que anidan en su corte hace una semana que pasaron el aviso a sus traicioneros señores de que el rey de Navarra planeaba viajar a Normandía. Invadir su reino exige demasiados recursos, pero atraparlo en el mar sólo trazar un plan de ataque combinado entre la poderosa armada francesa y sus aliados castellanos.
Sí: allá lejos, en alta mar, una docena de galeras artilladas esperan al cascarón sobre el que flamea al viento la bandera de Navarra para apresar, e incluso para matar, al rey que tantos quebraderos les ocasiona.
Pero eso no lo saben los navarros cuando por fin abandonan el puerto. Don Carlos sigue mirando a su hija Noa, que parece tan absorta como de costumbre, a pesar de que el mar no está tan tranquilo como a todos les gustaría. No habrán pasado ni tres horas de viaje, cuando el vigía grita "¡enemigos a la vista!", y la pequeña galera real comienza a verse rodeada por quienes por sus gestos desde cubierta, ansían pasarles a todos a cuchillo.
El rey da orden de resistir el más que seguro abordaje, aunque lleva demasiado tiempo combatiendo como para no saber que no hay esperanza. Entonces repara en su hija. Mira aterrado como la princesa sigue a proa, ajena a las flechas que vuelan muy pocas pulgadas por encima de su cabeza. Le grita que se agache, corre hacia ella para protegerla, pero una coca castellana embiste el barco y todos ruedan por la borda. Todos menos Noa, que permanece impasible en medio de aquel infernal zafarrancho. La ve sacar algo de su bolsa. ¡Es esa maldita flauta que ella se empeña siempre en hacer sonar!
Y esa misteriosa resonancia comienza a elevarse sobre el fragor de la batalla. Y de repente, a uno y otro lado del barco del rey de Navarra, otros asombrosos ecos empiezan a brotar de las aguas, y todos enmudecen ante semejante prodigio, pues más de cuarenta enormes ballenas se interponen ahora frente al asedio enemigo. La infanta sopla entonces más fuerte, y como si su marítimo ejército hubiese recibido orden de ataque, los gigantescos peces se lanzan furiosos contra las galeras francesas y castellanas, hasta hacerlas naufragar a todas entre alaridos de terror y peticiones de socorro que sólo terminan cuando todos los adversarios yacen para siempre en el abismo oceánico.
Entonces, y sólo entonces, deja Noa de tocar. Su padre se sobrepone al asombro que mantiene ensimismada a la tripulación para exigirle que le entregue la flauta, pues ve en ella el arma invencible que permitirá a Navarra dominar los mares. Y no deja de tirarse de los pelos y de mesarse las barbas cuando ve que su hija la arroja a la boca abierta de la ballena que parece comandar a las demás.
-¿Qué haces, insensata? -le grita enfadado. Pero ella sólo le responde:
-Las criaturas del mar no reconocen rey sobre la Tierra, padre. Si me han obedecido ahora es porque se lo pedí como un favor, no como una orden. De esa misma forma os pido yo ahora que mientras vos seguís luchando por extender vuestros dominios en el norte, me concedáis una de las remotas calas del Cotentin para que a ellas les sirva de refugio perpetuo.
Y esa orden, firmada y sellada por el rey Carlos II de Navarra nada más desembarcar en su ciudad de Cherbourg, por la cual se concedía la bahía de Pirou a su hija la princesa Noa, "para que encontrasen refugio en ella todas las criaturas del mar", sigue vigente hoy en día, aunque Normandía y Navarra no sean ya tan hermanas como lo fueron en el siglo XIV.
Y dicen que don Carlos quiso pasar por Pirou antes de regresar para despedirse de su hija, y que mucho se maravilló al ver que una de las ballenas entraba en la bahía y sacando su enorme lengua entregaba a Noa la portentosa flauta que hizo que, por un único y milagroso momento, Navarra dominase los mares...