Lisboa (Portugal) 28 de noviembre de 1436
Era el rey don Duarte un apasionado de las artes y la cultura, a las que vivía casi completamente entregado mientras su hermano, el intrépido don Enrique -apodado "el navegante"- le ayudaba a ocuparse de las tareas de gobierno.
Este orden de cosas no gustaba, sin embargo, a la mayoría de los nobles y del alto clero portugueses, que temían que un reino dualmente administrado acabara pronto en manos del siempre codicioso enemigo castellano, que en su última campaña había arrasado y quemado todos los campos y árboles que rodeaban Lisboa. Consideraron entonces que lo primero que debía hacer el rey era casarse y asegurar la sucesión de su dinastía, que en realidad llevaba muy poco tiempo asentada en el trono.
Buscaron por toda la Cristiandad una princesa que honrase a la corona portuguesa, y no pudiendo recurrir a las naciones vecinas, halláronla en la lejana Noruega, allá donde los geógrafos nunca saben exactamente qué reflejar en sus mapas.
Llegó finalmente la flota del norte al puerto de Lisboa muy avanzado el otoño, en una mañana de espesa niebla sobre el Tajo, que sólo se disipó cuando la princesa, que se llamaba Ysambour, descendió del barco. Llevaba en sus ojos todo el verde de los bosques de su país. Ese mismo verde que habían devastado los castellanos en su última incursión, y que había convertido los alrededores de la ciudad en un inmenso erial.
Es seguro que ella no habría visto jamás tantas maravillas en su gélida nación como las que encerraba uno solo de los barrios de Lisboa, pero bien fuese por los lógicos problemas de adaptación ante un cambio tan extremo, o bien porque echaba de menos ese verde que ya sólo podía rememorar si contemplaba sus ojos en un azogue, el caso es que Ysambour cayó en una profunda melancolía de la que ni todos los cuidados de don Duarte conseguían sacarla.
Convocó el rey a los más famosos jardineros de la corte, pero todos le respondieron lo mismo: era imposible recuperar la vegetación con el invierno tan cerca, quizá para la primavera... Pero Duarte no tenía tanto tiempo a su disposición. Buscó y rebuscó en la torre de su biblioteca ejemplos de la antigüedad que le pudieran servir, y encontró al fin una historia del gran emperador Carlomagno que pensó que podría servirle, como corroboraba la vista del cielo que le ofrecía la ventana abierta de su estudio...
Viajó entonces raudo a Tomar, que no quiere decir que fuese a tomar las ferruginosas aguas que allá afloran de la tierra, sino que ese era precisamente el nombre del enorme monasterio sede de los caballeros de la Orden de Cristo, de la cual era maestre su hermano Enrique, que además de marino era famosísimo cazador. Pidióle pues que le contase cuál era el método más adecuado para atrapar pájaros sin llegar a matarlos, más firme que una red, pero infinitamente más suave que un cepo. Hablóle su hermano de la liga, que no era tampoco la que llevaban las mujeres ciñéndoles los apetecibles muslos, sino una suerte de pegamento en el que quedan sujetas las aves cuando van a comer el cebo que se les pone.
Puso entonces don Duarte a la mitad de los físicos e ingenieros que la Orden de Cristo tenía a experimentar con distintos tipos de liga, y en pocos días lograron un compuesto que sólo pegaba las patas de los pajarillos, y no las alas. Le advirtieron de que el ungüento sólo duraría cinco leguas y media. No necesitaba más.
A la otra mitad los puso a teñir del verde más parecido al de los ojos de su esposa, que les describió con todo lujo de detalles para que pudieran conseguirlo mezclando los tonos de color precisos, todas las velas de las naos preparadas por don Enrique para la navegación del océano, y eran tantas las telas, que el rey ordenó además coser entre sí, que a fe mía que cubrían un vasto territorio.
Lograda esta hazaña, ordenó a todos los caballeros que se dedicaran -pincel en mano- a extender la liga por los lienzos recién pintados, y después que arrojaran sobre los mismos el contenido de cientos de almudes y de celemines llenos de alpiste. Al terminar tan desusadas labores, todos pensaban que su rey se había vuelto loco. Hasta su hermano don Enrique lo pensaba.
Pero a don Duarte todavía le quedaba un mandato que dar. Y lo hizo prontamente: pidió a sus monteros que comenzasen a hacer sonar todos los reclamos con los que atraían a los pájaros a las trampas, teniendo siempre en mente no sólo su amor por Ysambour, sino también las palabras de Carlomagno, que hacía más de seis siglos que había dejado escrito: "dejad que las aves del cielo sean mi ejército".
Y al sonido de los silbatos comenzaron a llegar cientos, miles, quizá millones de pajarillos de los que en Portugal son llamados Estorninhos-malhados, que son los que había visto maniobrar desde la ventana de su biblioteca. Pensó entonces la lección política que daban a los hombres estas criaturas, pues una por una son muy pequeñas, pero unidas todas ellas forman una bandada tan enorme que las hace invencibles.
Saciada su hambre sempiterna, diéronse cuenta las aves de que sus patas estaban atrapadas, y comenzaron entonces a agitar vertiginosamente sus alas todas ellas a la vez, de tal manera que el tejido fue elevándose poco a poco del suelo, hasta formar una nube verde que cubría el firmamento. ¿Mas como dirigir aquel prodigio derechamente hacía Lisboa? Muy sencillo: hizo que todos los clérigos fueran por delante leyendo en alta voz los milagros del famoso santo portugués Antonio de Padua, el más famoso de los cuales fue su capacidad para hablar con los pájaros y que éstos le obedecieran. cosa que volvió a ocurrir punto por punto, pues los estorninos no se alejaron ni un momento de la ruta hacia la capital.
Don Enrique había mientras tanto adelantado a la comitiva galopando su caballo más veloz, pues tenía otro mandato que cumplir de su hermano: escoger las espadas más afiladas de la armería real, y ponerlas con la punta hacia arriba coronando todas y cada una de las torres de las iglesias y palacios de Lisboa, de tal forma que "arranhasen os ceus".
Los habitantes de la hermosa ciudad que vivieron aquel milagro no habrían de olvidarlo mientras vivieran: con la última palabra, de la última frase, del último renglón, de la última página de la vida de san Antonio, los pájaros quedaron libres y soltaron el enorme telón sobre Lisboa. Como había previsto don Duarte, las espadas rasgaron en los puntos clave el tejido, de tal manera que en sólo unos instantes, quedó la capital cubierta de un verde tan hermoso, que hasta don Enrique, que había visto el exuberante verde de las islas del Atlántico, no pudo dejar de reconocer ante su hermano que este verde era aún más hermoso.
Fue a buscar entonces el rey a Ysambour, que al abrir los postigos de la ventana de su alcoba no podía creer lo que sus ojos veían. Y a fe que no podía distinguirlos don Duarte de la vista que se les ofrecía de la hermosa Lisboa, verdes sus calles, verdes sus iglesias, verdes sus palacios, verdes sus campos, verdes sus viñas, verde el vino que de ellas se obtiene, y verdes de envidia por un amor tan notable los habitantes que aquí y allá empezaban a emerger, asombrados, bajo el enorme telón.
Y en todas las crónicas se habla de que no hubo mejores reyes en Portugal que aquellos Duarte e Ysambour, que están enterrados en Batalha, unidas sus manos en la muerte como lo estuvieron mientras vivían, cobijada su tumba por bóvedas que no existen y con un epitafio que dice:
"O amor é uma companhia.
Já nâo sei andar só pelos caminhos,
porque já nâo posso andar só".
Era el rey don Duarte un apasionado de las artes y la cultura, a las que vivía casi completamente entregado mientras su hermano, el intrépido don Enrique -apodado "el navegante"- le ayudaba a ocuparse de las tareas de gobierno.
Este orden de cosas no gustaba, sin embargo, a la mayoría de los nobles y del alto clero portugueses, que temían que un reino dualmente administrado acabara pronto en manos del siempre codicioso enemigo castellano, que en su última campaña había arrasado y quemado todos los campos y árboles que rodeaban Lisboa. Consideraron entonces que lo primero que debía hacer el rey era casarse y asegurar la sucesión de su dinastía, que en realidad llevaba muy poco tiempo asentada en el trono.
Buscaron por toda la Cristiandad una princesa que honrase a la corona portuguesa, y no pudiendo recurrir a las naciones vecinas, halláronla en la lejana Noruega, allá donde los geógrafos nunca saben exactamente qué reflejar en sus mapas.
Llegó finalmente la flota del norte al puerto de Lisboa muy avanzado el otoño, en una mañana de espesa niebla sobre el Tajo, que sólo se disipó cuando la princesa, que se llamaba Ysambour, descendió del barco. Llevaba en sus ojos todo el verde de los bosques de su país. Ese mismo verde que habían devastado los castellanos en su última incursión, y que había convertido los alrededores de la ciudad en un inmenso erial.
Es seguro que ella no habría visto jamás tantas maravillas en su gélida nación como las que encerraba uno solo de los barrios de Lisboa, pero bien fuese por los lógicos problemas de adaptación ante un cambio tan extremo, o bien porque echaba de menos ese verde que ya sólo podía rememorar si contemplaba sus ojos en un azogue, el caso es que Ysambour cayó en una profunda melancolía de la que ni todos los cuidados de don Duarte conseguían sacarla.
Convocó el rey a los más famosos jardineros de la corte, pero todos le respondieron lo mismo: era imposible recuperar la vegetación con el invierno tan cerca, quizá para la primavera... Pero Duarte no tenía tanto tiempo a su disposición. Buscó y rebuscó en la torre de su biblioteca ejemplos de la antigüedad que le pudieran servir, y encontró al fin una historia del gran emperador Carlomagno que pensó que podría servirle, como corroboraba la vista del cielo que le ofrecía la ventana abierta de su estudio...
Viajó entonces raudo a Tomar, que no quiere decir que fuese a tomar las ferruginosas aguas que allá afloran de la tierra, sino que ese era precisamente el nombre del enorme monasterio sede de los caballeros de la Orden de Cristo, de la cual era maestre su hermano Enrique, que además de marino era famosísimo cazador. Pidióle pues que le contase cuál era el método más adecuado para atrapar pájaros sin llegar a matarlos, más firme que una red, pero infinitamente más suave que un cepo. Hablóle su hermano de la liga, que no era tampoco la que llevaban las mujeres ciñéndoles los apetecibles muslos, sino una suerte de pegamento en el que quedan sujetas las aves cuando van a comer el cebo que se les pone.
Puso entonces don Duarte a la mitad de los físicos e ingenieros que la Orden de Cristo tenía a experimentar con distintos tipos de liga, y en pocos días lograron un compuesto que sólo pegaba las patas de los pajarillos, y no las alas. Le advirtieron de que el ungüento sólo duraría cinco leguas y media. No necesitaba más.
A la otra mitad los puso a teñir del verde más parecido al de los ojos de su esposa, que les describió con todo lujo de detalles para que pudieran conseguirlo mezclando los tonos de color precisos, todas las velas de las naos preparadas por don Enrique para la navegación del océano, y eran tantas las telas, que el rey ordenó además coser entre sí, que a fe mía que cubrían un vasto territorio.
Lograda esta hazaña, ordenó a todos los caballeros que se dedicaran -pincel en mano- a extender la liga por los lienzos recién pintados, y después que arrojaran sobre los mismos el contenido de cientos de almudes y de celemines llenos de alpiste. Al terminar tan desusadas labores, todos pensaban que su rey se había vuelto loco. Hasta su hermano don Enrique lo pensaba.
Pero a don Duarte todavía le quedaba un mandato que dar. Y lo hizo prontamente: pidió a sus monteros que comenzasen a hacer sonar todos los reclamos con los que atraían a los pájaros a las trampas, teniendo siempre en mente no sólo su amor por Ysambour, sino también las palabras de Carlomagno, que hacía más de seis siglos que había dejado escrito: "dejad que las aves del cielo sean mi ejército".
Y al sonido de los silbatos comenzaron a llegar cientos, miles, quizá millones de pajarillos de los que en Portugal son llamados Estorninhos-malhados, que son los que había visto maniobrar desde la ventana de su biblioteca. Pensó entonces la lección política que daban a los hombres estas criaturas, pues una por una son muy pequeñas, pero unidas todas ellas forman una bandada tan enorme que las hace invencibles.
Saciada su hambre sempiterna, diéronse cuenta las aves de que sus patas estaban atrapadas, y comenzaron entonces a agitar vertiginosamente sus alas todas ellas a la vez, de tal manera que el tejido fue elevándose poco a poco del suelo, hasta formar una nube verde que cubría el firmamento. ¿Mas como dirigir aquel prodigio derechamente hacía Lisboa? Muy sencillo: hizo que todos los clérigos fueran por delante leyendo en alta voz los milagros del famoso santo portugués Antonio de Padua, el más famoso de los cuales fue su capacidad para hablar con los pájaros y que éstos le obedecieran. cosa que volvió a ocurrir punto por punto, pues los estorninos no se alejaron ni un momento de la ruta hacia la capital.
Don Enrique había mientras tanto adelantado a la comitiva galopando su caballo más veloz, pues tenía otro mandato que cumplir de su hermano: escoger las espadas más afiladas de la armería real, y ponerlas con la punta hacia arriba coronando todas y cada una de las torres de las iglesias y palacios de Lisboa, de tal forma que "arranhasen os ceus".
Los habitantes de la hermosa ciudad que vivieron aquel milagro no habrían de olvidarlo mientras vivieran: con la última palabra, de la última frase, del último renglón, de la última página de la vida de san Antonio, los pájaros quedaron libres y soltaron el enorme telón sobre Lisboa. Como había previsto don Duarte, las espadas rasgaron en los puntos clave el tejido, de tal manera que en sólo unos instantes, quedó la capital cubierta de un verde tan hermoso, que hasta don Enrique, que había visto el exuberante verde de las islas del Atlántico, no pudo dejar de reconocer ante su hermano que este verde era aún más hermoso.
Fue a buscar entonces el rey a Ysambour, que al abrir los postigos de la ventana de su alcoba no podía creer lo que sus ojos veían. Y a fe que no podía distinguirlos don Duarte de la vista que se les ofrecía de la hermosa Lisboa, verdes sus calles, verdes sus iglesias, verdes sus palacios, verdes sus campos, verdes sus viñas, verde el vino que de ellas se obtiene, y verdes de envidia por un amor tan notable los habitantes que aquí y allá empezaban a emerger, asombrados, bajo el enorme telón.
Y en todas las crónicas se habla de que no hubo mejores reyes en Portugal que aquellos Duarte e Ysambour, que están enterrados en Batalha, unidas sus manos en la muerte como lo estuvieron mientras vivían, cobijada su tumba por bóvedas que no existen y con un epitafio que dice:
"O amor é uma companhia.
Já nâo sei andar só pelos caminhos,
porque já nâo posso andar só".
©MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016