Mazmorras del palacio de Tafalla, 13 de septiembre de 1452
Casi un año ya encerrado, muerto en vida entre estos muros por haberse atrevido -como en una tragedia griega- a enfrentarse a su tiránico padre. Y como si precisamente por ello hubiese sido maldecido por los todos los dioses, derrotado sin remisión en la batalla de Aibar.
Desde su enrejado ventanuco ve como apilan en el patio los últimos libros que quedan de lo que fue la impresionante biblioteca de su abuelo el rey Noble. Su padre ordenó que fueran quemando una tanda cada mes hasta que no quedase ni uno. Buscaba que eso doliera tanto al príncipe que acabara con sus ganas de rebelarse de una vez por todas.
Pero el vendaval de cenizas en que se han ido convirtiendo todas aquellas venerables páginas no ha podido arrancar del corazón del joven Carlos su ansia de revolución. Y aunque no pueda hacerlo -prisionero como está- de ningún otro modo, busca y rebusca en el dobladillo de su raída hopalanda por ver si todavía queda alguna moneda de plata allí escondida y cuando detecta una bajo la tela, en cuanto consigue extraerla llama a gritos al esbirro que está a punto de prenderles fuego, y se la ofrece a cambio de uno cualquiera de aquellos volúmenes condenados a muerte.
A través de los barrotes hacen el intercambio. No se trata de la Cronica de los reyes de Navarra de Fray García de Eugi, ni de los hindúes cuentos del Calila e Dimna, ni siquiera del muy educativo Libro del Tesoro de Brunetto Latini, no. Es tan sólo una modesta guía de la isla de Candía o Creta, como también se la conoce.
Mas en un único libro pueden quedar encerrados todos los que se han escrito, así que el príncipe se enfrasca en este como si su vida dependiese de ello, como en realidad depende, pues si su cuerpo no puede evadirse de esta inmunda celda, dejará que al menos lo haga su mente.
Y lee, lee avidamente toda la pasada gloria de la civilización minoica, situada allá en medio de ese Mediterráneo que por derecho legítimo y como heredero de Aragón le pertenece, aunque su padre se niegue a reconocérselo. Y aprende que precisamente en el dominio de esos mares basaron tales reyes su tremendo poder.
Y que tal sistema político recibe el nombre de Talasocracia, que viene de la palabra griega θάλασσα, Thalassa. Y recuerda entonces con un poso de tristeza cuánto le hubiese gustado poner a la hija que nunca tuvo con Agnes ese mismo nombre: Thalassa, pues cada vez que la llamasen su respuesta hubiera sido como oír las olas del Egeo en la caracola de su infantil sonrisa...
Pero sigue, sigue leyendo, y descubre que hubo allá otro príncipe que vivió hace más años de los que cualquier calendario pueda contar, y cuyo perfil se parecía al de propio Carlos, e incluso que le gustaban también los lirios, la flor emblemática de los reyes de Navarra...
Y más se asombra del muy vistoso atuendo de sus sacerdotisas, que como esos si que no se han visto por estos pagos. Qué va, seguro que se acordaría de algo así. Aunque ahora que lo piensa... Sí, aquella vez en la plaza de Olite, cuando al saltar muy fuerte cedieron todos los botones del corpiño de una bella dantzari, y quedaron a la vista de todos sus pechos, igualica a las mujeres cretenses. Aunque no por ello dejó de bailar, que no se tapó hasta que terminó su danza. ¡Menudo escándalo se organizó! Y es que no, en Navarra no resulta nada fácil contemplar estos desahogos, aunque Carlos piensa que no tenía nada que envidiar aquella dantzari a la sacerdotisa. No señores...
Y en otra imagen del tratado aparecen unos hombres desafiando a un toro, de forma muy parecida a como lo hacen esos vasco-landeses que actúan en las fiestas de San Fermín. Aunque en Creta, por presumir, a este asunto lo llamen Taurokathapsia. ¿Mas no sería que alguno de los hombres de aquellas tierras del otro lado de los Pirineos que acompañaron al tío abuelo Luis en la conquista de Albania acabó asentándose en Creta -buscando sin duda a las frescas sacerdotisas aquellas- pero al final tuvieron que conformarse con seguir saltando por encima de toros, igual que hacian en las Landas? ¿Acaso no repetía su madre, la reina doña Blanca, un dicho sobre el terrible poder tractor de dos tetas como aquellas? Pues en eso no habían de ser tan diferentes los vasco-landeses de los navarros. Seguro.
Pero lo que más impresiona de todo el libro al príncipe es la historia del laberinto, del monstruoso Minotauro y del valiente Teseo que, ayudado por el ovillo de Ariadna, consiguió darle muerte sin perderse en aquel gigantesco dédalo.
Y reflexiona que talmente aquella es su propia historia, con la única variación de que él no tiene ya una Ariadna para que le ayude a salir de su propio laberinto, que una y otra vez recorre sin encontrar la salida mientras sufre los ataques del Minotauro en que se ha convertido su padre. Y a miles de leguas de distancia siente entonces el mismo miedo y la misma soledad que aquel Teseo sintió hace tantísimos siglos, completamente perdidos ambos en sus fieras circunstancias.
Pero justo en ese mismo momento en que Carlos se desespera en la oscuridad de su celda, una mujer -morena y sabia cual Ariadna- empieza a recorrer el camino de gastadas losas de piedra que conduce al auténtico laberinto, allá en el palacio de Knossos. Y ella no necesita una madeja de lana para no perderse, pues le basta con evocar los versos de un poeta nacido en Alejandría, al otro lado del mar:
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Poseidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,si tu alma no los conjura ante ti...
Y no hay ya entonces mar tan grande ni encrespado que impida a Carlos encontrarla ni encontrarse, mientras toma el literario ovillo que aquella nueva Ariadna le ofrece para finalizar el poema:
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
Y resulta que me acabo de dar cuenta de que esta misma tarde se han alcanzado las 80.000 visitas en este blog, así que me ha parecido bien celebrarlo uniendo dos subgéneros muy habituales en él, que por varias razones me resultan tan cercanos: el príncipe de Viana y las historias de Grecia.
Gracias a todos por las visitas, y valor para afrontar los laberintos.
Ah, el poema es de Kavafis.