Olite, 8 de septiembre de 1428
Tic, tic, tic...
Tic, tic, tic...
Tic, tic, tic...
El pequeño y ligerísimo martillo del orfebre graba delicadamente a buril sobre la lámina de oro el escudo de armas del príncipe de Viana: terciado en palo; partido dimidiado de Aragón, cuartelado de Navarra-Evreux, partido dimidiado del cuartelado en aspa de Aragón, Castilla y León.
Cuando su espléndido trabajo -fruto de una destreza adquirida durante años- le parece completamente terminado, lo envuelve en un fino terciopelo y se lo entrega con mucho cuidado al mensajero para que se lo haga llegar velozmente a la reina Blanca, que lo espera en Uxue, adónde la familia real se ha desplazado para celebrar la festividad de la Natividad de Nuestra Señora.
Ella misma lo ha encargado, pues no le parece bien que su hijo y heredero Carlos, no tenga todavía un emblema que lo identifique, al contrario que los otros príncipes de la Cristiandad. Y como de costumbre su marido don Juan no está nada conforme. Así que en cuanto ve cómo su esposa desenvuelve el recién llegado paquete estalla en uno de sus cada vez más frecuentes ataques de ira:
-¡Un infante no necesita más armas que las de su padre! -grita airado.
-¡Ya estamos otra vez! ¿Vuelves a olvidar que yo soy la reina propietaria, esposo mío? Cumple a su condición de heredero al trono reconocido por las Cortes de este reino el que posea un escudo propio. Así lo he decidido y así será efectuado.
-Las semillas de futuras disensiones no necesitan mucha tierra para germinar , Blanca. Te conviene no olvidarlo...
-¿Y qué quieres decir con eso, Juan? ¿Acaso tienes envida a un niño de siete años que además es tu propio hijo?
-Si cebas su orgullo desde tan pequeño, cuando crezca se creerá con derecho a cuestionar las razones de sus mayores.
-¿Lo dices por propia experiencia? Porque no es precisamente la modestia la virtud que te caracteriza...
-Pues con todo ese orgullo que me achacas, aún no he visto representado mi escudo de armas en este reino ni media docena de veces.
-¡Te podrás quejar! Lo está -que yo recuerde ahora mismo- en el sarcófago de nuestra hija Juana en los franciscanos de Tudela y en la portada de la iglesia de San Francisco de Olite, donde bien que insististe para que el maestro tallador incluyese la bordura de calderos que indica tu condición de conde de Lara. E incluso estos días has ordenado que se grabe también en el arco de las escaleras de subir a la iglesia. ¿O crees que no iba a enterarme porque mi resentida salud no me permite salir de palacio tanto como quisiera? Lo cierto es que te complace recitar una y otra vez tu larga lista de títulos nobiliarios, pero a mí me basta únicamente con el de reina de Navarra, y a nuestro hijo Carlos ha de bastarle también.
-¡Haz lo que quieras, como siempre!
-Pues ya que me lo pides tan amablemente, esposo mío... ¡Ordeno que paralicen inmediatamente el tallado de tu escudo en ese arco, y que en su lugar sea esculpido el diseño del príncipe de Viana, nuestro hijo!
-¡Pero ya está casi terminado! ¡Raer las armas de un caballero es un gravísimo insulto!
-¿Tan grave o menos que faltar al respeto del futuro rey, Juan? He dado una orden y voto a Santa María de Uxue que se cumplirá hoy mismo, aunque tenga que subirme yo al andamio para hacerlo. Es más, irán policromadas, para que nadie tenga jamás dudas de que es a él y no a ti a quien representan...
¡Cras, cras, cras!
¡Cras, cras, cras!
Y esto fue escrito el 23 de septiembre de 2013, día del 592 aniversario de la muerte del príncipe de Viana.
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
Las fotos del arco me fueron generosamente cedidas por Mikel Burgui para que yo pudiese jugar con ellas.
Tic, tic, tic...
Tic, tic, tic...
Tic, tic, tic...
El pequeño y ligerísimo martillo del orfebre graba delicadamente a buril sobre la lámina de oro el escudo de armas del príncipe de Viana: terciado en palo; partido dimidiado de Aragón, cuartelado de Navarra-Evreux, partido dimidiado del cuartelado en aspa de Aragón, Castilla y León.
Cuando su espléndido trabajo -fruto de una destreza adquirida durante años- le parece completamente terminado, lo envuelve en un fino terciopelo y se lo entrega con mucho cuidado al mensajero para que se lo haga llegar velozmente a la reina Blanca, que lo espera en Uxue, adónde la familia real se ha desplazado para celebrar la festividad de la Natividad de Nuestra Señora.
Ella misma lo ha encargado, pues no le parece bien que su hijo y heredero Carlos, no tenga todavía un emblema que lo identifique, al contrario que los otros príncipes de la Cristiandad. Y como de costumbre su marido don Juan no está nada conforme. Así que en cuanto ve cómo su esposa desenvuelve el recién llegado paquete estalla en uno de sus cada vez más frecuentes ataques de ira:
-¡Un infante no necesita más armas que las de su padre! -grita airado.
-¡Ya estamos otra vez! ¿Vuelves a olvidar que yo soy la reina propietaria, esposo mío? Cumple a su condición de heredero al trono reconocido por las Cortes de este reino el que posea un escudo propio. Así lo he decidido y así será efectuado.
-Las semillas de futuras disensiones no necesitan mucha tierra para germinar , Blanca. Te conviene no olvidarlo...
-¿Y qué quieres decir con eso, Juan? ¿Acaso tienes envida a un niño de siete años que además es tu propio hijo?
-Si cebas su orgullo desde tan pequeño, cuando crezca se creerá con derecho a cuestionar las razones de sus mayores.
-¿Lo dices por propia experiencia? Porque no es precisamente la modestia la virtud que te caracteriza...
-Pues con todo ese orgullo que me achacas, aún no he visto representado mi escudo de armas en este reino ni media docena de veces.
-¡Te podrás quejar! Lo está -que yo recuerde ahora mismo- en el sarcófago de nuestra hija Juana en los franciscanos de Tudela y en la portada de la iglesia de San Francisco de Olite, donde bien que insististe para que el maestro tallador incluyese la bordura de calderos que indica tu condición de conde de Lara. E incluso estos días has ordenado que se grabe también en el arco de las escaleras de subir a la iglesia. ¿O crees que no iba a enterarme porque mi resentida salud no me permite salir de palacio tanto como quisiera? Lo cierto es que te complace recitar una y otra vez tu larga lista de títulos nobiliarios, pero a mí me basta únicamente con el de reina de Navarra, y a nuestro hijo Carlos ha de bastarle también.
-¡Haz lo que quieras, como siempre!
-Pues ya que me lo pides tan amablemente, esposo mío... ¡Ordeno que paralicen inmediatamente el tallado de tu escudo en ese arco, y que en su lugar sea esculpido el diseño del príncipe de Viana, nuestro hijo!
-¡Pero ya está casi terminado! ¡Raer las armas de un caballero es un gravísimo insulto!
-¿Tan grave o menos que faltar al respeto del futuro rey, Juan? He dado una orden y voto a Santa María de Uxue que se cumplirá hoy mismo, aunque tenga que subirme yo al andamio para hacerlo. Es más, irán policromadas, para que nadie tenga jamás dudas de que es a él y no a ti a quien representan...
Zaragoza,, 23 de septiembre de 1461
Los heraldos han reventado prácticamente sus caballos para poder traer al rey don Juan la noticia de la muerte de su hijo Carlos esa misma madrugada, en el Palacio Real de Barcelona. Delante de la corte finge pesar, pero sabe que el mayor obstáculo para sus planes de dominio ha sido definitivamente eliminado, así que cuando se queda solo no puede dejar de esbozar una franca sonrisa: será su hijo Fernando quien lleve a la práctica sus anhelos de unir todos los reinos. Carlos sólo era un estorbo, un mal hijo que no le daba más que problemas. Jaque Mate.
Pero hay un pequeño detalle aún que no deja descansar su conciencia desde hace casi ya treinta y tres años, y que también va siendo hora de solucionar. Así que a la mañana siguiente ordena preparar todo para viajar a Navarra, y a los dos días está ya en Uxue con el pío pretexto de rezar por el alma de su fallecido primogénito. Pero esa misma noche, cuando nadie lo ve, trepa con gran esfuerzo al andamio que ha ordenado montar en el arco de subida a la iglesia, y armado con una maza de guerra destruye a golpes -fruto de una destreza adquirida durante años- el escudo del príncipe de Viana.
¡Cras, cras, cras!
¡Cras, cras, cras!
¡Cras, cras, cras!
Y esto fue escrito el 23 de septiembre de 2013, día del 592 aniversario de la muerte del príncipe de Viana.
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
Las fotos del arco me fueron generosamente cedidas por Mikel Burgui para que yo pudiese jugar con ellas.