Palacios de Beriain, 25 de noviembre de 1140
Ha ordenado el rey don García Ramírez a los dos viajeros que encuentren de una buena vez a tres de los obispos que acudían a la consagración de la catedral de Pamplona, y que han debido perderse cruzando la cendea de Galar. Pero no es precisamente buen día para ponerse en camino, pues sopla un aire gélido y cortante, que mueve mucho más a buscar refugio junto al fuego que a perseguir clérigos descarriados.
Sin embargo -qué remedio- salen obedientes al camino por ver si hallan en medio del vendaval a tan célebres mitrados, y el primer lugar donde paran a preguntar es en el mucho más que imponente palacio de Subiza, que luce sobre el dintel los enlazados escudos de dos de los más esclarecidos linajes de ricoshombres de Navarra: Los Subiza y los Lete. Pero allá no saben nada de tales obispos volanderos, así que preguntándose si al cartel que indica que están en Subiza no se le ha caído de repente la "b", pues el frío va alcanzando cotas transalpinas, vuelven ateridos a las calles de tan hermoso lugar hasta alcanzar la iglesia, que tiene ante sí una coqueta plaza cerrada por dos postigos, uno a la izquierda y otro a la derecha.
En el porche del templo, momentáneamente al abrigo, pueden leer una placa que les informa de cómo se llama tan recóndito esquinazo: "Plaza del molinero de Subiza". Y va recordando entonces vagamente el viajero que tal señor fue el propio rey don García, que haciéndose pasar por molinero consiguió el amor de la ahora también reina Blanca, que se hacía pasar a su vez por pastora.
Y el porqué de este singular teatrillo molinero-pastoril no es fácil de explicar. Baste con saber a los curiosos, que eran los monarcas de aquellas épocas muy aficionados a representar múltiples papeles, siendo el más amigo de estas artes el príncipe Hamlet de Dinamarca, que en cuanto que su madre y su padrastro se descuidaban, ya estaba con la calavera de su pobre amigo Yorick en la mano, recitando escena tras escena muy seriamente caracterizado.
Pero si este citado danés era muy diestro a la hora de actuar, nunca se quedó atrás nuestro rey don García. Al punto que su bucólica aventura mereció con el correr del tiempo que el maestro Cristóbal Oudrid compusiera sobre ella una de las contadísimas zarzuelas de tema navarro que, como no podía ser de otro modo, se tituló: "El molinero de Subiza", y en la que destacaban interesantes momentos musicales como la Canción del columpio, que comienza de esta comprometedora guisa: "En dos cosas se parecen el columpio y la mujer, en que el hombre es quien los mueve y en que el aire es su sostén".
Naturalmente ninguna de estas dos peregrinas aseveraciones convence en absoluto a la viajera. En cuanto al viajero, propone muy cuerdamente continuar la marcha, antes que ponerse a disertar sobre sostenes rellenos de aire como el pobre molinero, pues ya dijo sir Twain, un sabio caballero de la Tabla Redonda, que la mayor parte de las veces es mucho mejor permanecer callado y parecer bobo, que abrir la boca y despejar cualquier duda...
La siguiente población con la que topan es Arlegui. Y allí, asomado a la torre palomar que elegante se alza en medio del caserío, encuentran al primer obispo, que al parecer viene desde la gallega sede de Mondoñedo. Muchas redomas vacías de vino Ribeiro ven los viajeros en el mulo arzobispal, y de esa manera comprenden cómo ha perdido el sendero Su Ilustrísima. Allá lo dejan para que se le pase un tanto el tablón, del que sólo ha conseguido salir para farfullar que otro de sus colegas se halla en el pueblo de al lado.
Y como ese pueblo es Esparza, allá que van los dos esforzados de la ruta, haciendo frente al huracán, que de puro recio no permite ni parar a contemplar la estupenda vista de la cercana Iruña que desde allí se alcanza. Y efectivamente, en un bello palacio de muchas contraventanas, encuentran al obispo de Aquisgrán, que ayudado por su sacristán está dando a los naturales del lugar una clase magistral de historia cuyo final todavía llegan a escuchar los dos viajeros:
-"... Sí, hijos míos, como os he demostrado con toda esta documentación que en cajas acarreo desde mi diócesis, este término en el que nos encontramos fue en otra época muy lejana sede y corte del rey Leónidas, aquél que con sólo trescientos hombres consiguió detener, aún a coste de su vida, la invasión de los feroces e infieles moros. Y os digo que lo hizo únicamente al grito de: ¡Esto es Esparza!"
-¿Pero eso puede ser cierto? -pregunta intrigada la viajera-. Y el viajero no dice ni que sí ni que no, porque piensa que si el desorientado prelado así lo cree, ¿quién conseguirá desengañarlo? Eso sí: de lo que está completamente seguro es de que nadie en sus cabales iría en calzoncillos -como dicen que iban siempre todos aquellos señores espartanos- con este terrible frío, so pena de necesitar muy pronto para rellenar esa prenda algo parecido a uno de esos prácticos sostenes de aire que, adelantándose visionariamente ocho siglos a su tiempo, anunciaba el supradicho y regio molinero de Subiza.
Y el teutónico sacristán es quien les informa de que el tercer obispo está en Galar, que es pueblo de recias casonas y vistas tan agraciadas sobre la cuenca como su vecino Esparza. Y allá que lo encuentran, refugiado en su señorial iglesia, cuyo semicircular tímpano está muy bien decorado con tres escudos de muy noble caballería andante. Y al parecer este recién hallado es obispo de Iona, que es sede escocesa lejanísima, allá en las islas que casi tocan los hielos, por lo que no se le hacen raras estas temperaturas al venerable pastor de almas, así que en lugar de albas y casullas, va vestido con una falda de cuadros amarillos y azules que no le tapa más que media pierna...
Y esa ceremonia es todavía conocida en Beriain como "Astelehen buru gorri" o "Lunes de las tres cabezas rojas", pues tal debió ser el color de las tres mitras que para ceremonia tan importante llevaron los tres obispos.
Pero esta daltónica duda no la pueden resolver ya los viajeros, pues a esa misma hora debían estar ya comiendo en la capital de otra cendea cercana -bien lejos de obispos-, en la mesa más cercana a una chimenea que sus dineros de plata pudieron conseguir. Y de fondo sonaba, no la malhadada Canción del columpio, sino otra melodía mucho más agradable...
Solo de clarinete de "El molinero de Subiza",
de Cristóbal Oudrid.
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
Ha ordenado el rey don García Ramírez a los dos viajeros que encuentren de una buena vez a tres de los obispos que acudían a la consagración de la catedral de Pamplona, y que han debido perderse cruzando la cendea de Galar. Pero no es precisamente buen día para ponerse en camino, pues sopla un aire gélido y cortante, que mueve mucho más a buscar refugio junto al fuego que a perseguir clérigos descarriados.
Sin embargo -qué remedio- salen obedientes al camino por ver si hallan en medio del vendaval a tan célebres mitrados, y el primer lugar donde paran a preguntar es en el mucho más que imponente palacio de Subiza, que luce sobre el dintel los enlazados escudos de dos de los más esclarecidos linajes de ricoshombres de Navarra: Los Subiza y los Lete. Pero allá no saben nada de tales obispos volanderos, así que preguntándose si al cartel que indica que están en Subiza no se le ha caído de repente la "b", pues el frío va alcanzando cotas transalpinas, vuelven ateridos a las calles de tan hermoso lugar hasta alcanzar la iglesia, que tiene ante sí una coqueta plaza cerrada por dos postigos, uno a la izquierda y otro a la derecha.
En el porche del templo, momentáneamente al abrigo, pueden leer una placa que les informa de cómo se llama tan recóndito esquinazo: "Plaza del molinero de Subiza". Y va recordando entonces vagamente el viajero que tal señor fue el propio rey don García, que haciéndose pasar por molinero consiguió el amor de la ahora también reina Blanca, que se hacía pasar a su vez por pastora.
Y el porqué de este singular teatrillo molinero-pastoril no es fácil de explicar. Baste con saber a los curiosos, que eran los monarcas de aquellas épocas muy aficionados a representar múltiples papeles, siendo el más amigo de estas artes el príncipe Hamlet de Dinamarca, que en cuanto que su madre y su padrastro se descuidaban, ya estaba con la calavera de su pobre amigo Yorick en la mano, recitando escena tras escena muy seriamente caracterizado.
Pero si este citado danés era muy diestro a la hora de actuar, nunca se quedó atrás nuestro rey don García. Al punto que su bucólica aventura mereció con el correr del tiempo que el maestro Cristóbal Oudrid compusiera sobre ella una de las contadísimas zarzuelas de tema navarro que, como no podía ser de otro modo, se tituló: "El molinero de Subiza", y en la que destacaban interesantes momentos musicales como la Canción del columpio, que comienza de esta comprometedora guisa: "En dos cosas se parecen el columpio y la mujer, en que el hombre es quien los mueve y en que el aire es su sostén".
Naturalmente ninguna de estas dos peregrinas aseveraciones convence en absoluto a la viajera. En cuanto al viajero, propone muy cuerdamente continuar la marcha, antes que ponerse a disertar sobre sostenes rellenos de aire como el pobre molinero, pues ya dijo sir Twain, un sabio caballero de la Tabla Redonda, que la mayor parte de las veces es mucho mejor permanecer callado y parecer bobo, que abrir la boca y despejar cualquier duda...
La siguiente población con la que topan es Arlegui. Y allí, asomado a la torre palomar que elegante se alza en medio del caserío, encuentran al primer obispo, que al parecer viene desde la gallega sede de Mondoñedo. Muchas redomas vacías de vino Ribeiro ven los viajeros en el mulo arzobispal, y de esa manera comprenden cómo ha perdido el sendero Su Ilustrísima. Allá lo dejan para que se le pase un tanto el tablón, del que sólo ha conseguido salir para farfullar que otro de sus colegas se halla en el pueblo de al lado.
Y como ese pueblo es Esparza, allá que van los dos esforzados de la ruta, haciendo frente al huracán, que de puro recio no permite ni parar a contemplar la estupenda vista de la cercana Iruña que desde allí se alcanza. Y efectivamente, en un bello palacio de muchas contraventanas, encuentran al obispo de Aquisgrán, que ayudado por su sacristán está dando a los naturales del lugar una clase magistral de historia cuyo final todavía llegan a escuchar los dos viajeros:
-"... Sí, hijos míos, como os he demostrado con toda esta documentación que en cajas acarreo desde mi diócesis, este término en el que nos encontramos fue en otra época muy lejana sede y corte del rey Leónidas, aquél que con sólo trescientos hombres consiguió detener, aún a coste de su vida, la invasión de los feroces e infieles moros. Y os digo que lo hizo únicamente al grito de: ¡Esto es Esparza!"
-¿Pero eso puede ser cierto? -pregunta intrigada la viajera-. Y el viajero no dice ni que sí ni que no, porque piensa que si el desorientado prelado así lo cree, ¿quién conseguirá desengañarlo? Eso sí: de lo que está completamente seguro es de que nadie en sus cabales iría en calzoncillos -como dicen que iban siempre todos aquellos señores espartanos- con este terrible frío, so pena de necesitar muy pronto para rellenar esa prenda algo parecido a uno de esos prácticos sostenes de aire que, adelantándose visionariamente ocho siglos a su tiempo, anunciaba el supradicho y regio molinero de Subiza.
Y el teutónico sacristán es quien les informa de que el tercer obispo está en Galar, que es pueblo de recias casonas y vistas tan agraciadas sobre la cuenca como su vecino Esparza. Y allá que lo encuentran, refugiado en su señorial iglesia, cuyo semicircular tímpano está muy bien decorado con tres escudos de muy noble caballería andante. Y al parecer este recién hallado es obispo de Iona, que es sede escocesa lejanísima, allá en las islas que casi tocan los hielos, por lo que no se le hacen raras estas temperaturas al venerable pastor de almas, así que en lugar de albas y casullas, va vestido con una falda de cuadros amarillos y azules que no le tapa más que media pierna...
Y piensan los viajeros al verlo con esas pintas, que quizás se le haya ido la mano a la santa madre Iglesia en su último Concilio, pero como no es ese problema suyo, y está ya la misión que les encargó el rey don García afortunadamente completada, ponen en aviso a la guardia para que pasen a recoger a los tres extraviados y de allí los lleven a la recia iglesia de San Martín de Beriain, donde revestidos de sus galas más coloradas, les esperan para que consagren el templo, un día antes de que lo hagan en la todopoderosa Seo de Pamplona, pues no en vano dijo el galileo que los humildes heredarán la tierra, y tanto o más derecho a ser consagrada tiene una pequeña iglesia como una catedral.
Y esa ceremonia es todavía conocida en Beriain como "Astelehen buru gorri" o "Lunes de las tres cabezas rojas", pues tal debió ser el color de las tres mitras que para ceremonia tan importante llevaron los tres obispos.
Pero esta daltónica duda no la pueden resolver ya los viajeros, pues a esa misma hora debían estar ya comiendo en la capital de otra cendea cercana -bien lejos de obispos-, en la mesa más cercana a una chimenea que sus dineros de plata pudieron conseguir. Y de fondo sonaba, no la malhadada Canción del columpio, sino otra melodía mucho más agradable...
Solo de clarinete de "El molinero de Subiza",
de Cristóbal Oudrid.
© Mikel Zuza Viniegra, 2013