Ducado de Atenas, Grecia, 9 de agosto de 1380
Rompe el sello de cera, despliega el muy bien doblado documento y lee:
"Nos, Carlos, por la Gracia de Dios, Rey de Navarra y conde de Evreux, a vos: Juan de Urtubia, antiguo servidor de mi muy caro hermano Luis en Albania. Salud.
Habiendo sido informado de vuestros éxitos militares por esas fronteras ignotas del imperio de Constantinopla, y animado por el recuerdo de vuestra siempre leal actuación en nuestras tierras de Normandía, que fue sin duda primer paso para esta conquista de Grecia en la que os hallais inmerso, y teniendo también muy presente el testimonio de mi chambelán, don Pierres de Laxaga, que durante un tiempo fue compañero vuestro en ese honroso empeño, me atrevo a solicitaros ayuda para paliar la tribulación en la que me hallo.
Sucede que pronto cumpliré ya más de treinta años en el trono de mis antepasados, y que el imparable transcurrir del tiempo no sólo ha dejado atrás el ímpetu de mi juventud, sino que ataca mi cuerpo con inmisericordes achaques, cada vez más evidentes. Entre todos ellos es el mal del olvido el que más parece amenazar mi desventurada cabeza, que si antaño era capaz de dominar completamente las artes de la retórica y de la dialéctica, hasta el punto de haber sido capaz de subyugar a toda la población de la ciudad de París, reunida para escucharme en el Pré-aux-Clercs, junto a los muros de Saint Germain, donde al decir de muchos cronistas hablé "moult sagement et bellement", apenas puede retener ahora los rudimentos más sencillos de un simple discurso.
Y si no puedo recuperar esa perdida elocuencia que tuve, me temo que mi reino estará definitivamente perdido, pues bien conocéis por experiencia propia que las escasas rentas que nos proporciona nos impiden organizar un ejército tan poderoso que imponga respeto a nuestros enemigos, ya sean éstos franceses o castellanos.
Es por eso que mi citado chambelán don Pierres, movido por su afán de servicio a la corona, ha unos días que nos dijo que, estando él en vuestra compañía, allá en esas tierras de Grecia, oyó hablar a un ermitaño sobre una isla cuyas piedras, de color muy blanco, tienen la maravillosa propiedad de mejorar al instante la oratoria, aumentando a la vez la inteligencia que permite hacer crecer enormemente el poder de persuasión que sólo las palabras bien pensadas y mejor dichas poseen. Y ello es posible porque parece ser que vivió muchos años en aquella ínsula, cuando toda la Grecia estaba llena de eruditos, el que muchos de ellos consideraban el sabio más grande que hubiera conocido el mundo, cuyo nombre fue Protágoras de Abdera. Y como su fama atrajo a muchos alumnos, que pagaron muy bien sus enseñanzas, pudo en su ancianidad retirarse a aquel paraiso llamado Naxos, en cuyas playas daba largos paseos mientras recitaba en voz alta sus excelsos pensamientos. Y tantas veces al día -durante muchos años-, debió hacerlo, que las piedras que acogían y rodeaban sus doctas caminatas, obtuvieron la rara cualidad que ya os he mencionado.
Así pues, si estimáis en algo la fidelidad que hace tanto tiempo me ofrecisteis, quisiera pediros que enviéis a esa isla de Naxos a uno de vuestros mejores caballeros para que me consiga varias de esas mágicas piedras, que vos podréis hacerme llegar fácilmente a través de los correos de la Orden Hospitalaria de San Juan.
Os prometo que sabré daros grandes muestras de mi agradecimiento si cumplís mi deseo..."
Pliega cuidadosamente Juan de Urtubia la real carta, y mientras entorna la mirada frente a la dorada luz del sol, que lucha a brazo partido por imponerse al azul turquesa del mar griego, intenta recordar el momento en el que puso sus manos entre las del rey Carlos II de Navarra para ser nombrado caballero. No hace tantos años de ello, pero apenas recuerda el rostro de aquel lejano monarca, ni tampoco el verdor salpicado de casas de piedra de su tierra natal. Significan ya tan poca cosa frente a estos edificios ciclópeos de mármol blanco que ahora le rodean...
Pero sí que recuerda lo poco que valen las promesas de aquél rey, y le parece sarcástico que ahora le pida que envíe a "uno de sus mejores caballeros" a buscar unas piedras más allá del horizonte. Precisamente él, que aprovechó la recluta de hombres para la conquista de Albania, para librar a Navarra de toda la escoria de asesinos y ladrones que pudo encontrar.
No, no tiene "caballeros" para enviar en busca de quimeras, pero ahora él mismo, Juan de Urtubia, es tan señor en Atenas como lo es Carlos II en Navarra, así que en atención debida más a su palabra de caballero que a una supuesta lealtad a su antiguo señor, en vez de coger las piedras que cubren la calle más miserable de la ciudad, cumplirá lo solicitado y enviará a uno de sus hombres a esa ignota isla de Naxos. Pero no a uno de los mejores, naturalmente, sino a uno de los escasos supervivientes de esa cruel chusma expulsada de Navarra. Al peor de todos ellos: un criminal llamado Sancho de Marlain, apodado "Bestia salvaje", pues en nada se diferencia de ellas. Su entendimiento es nulo y apenas sabe hablar. Tampoco se le conoce sentimiento alguno, pues sólo sabe matar y quebrar todas las leyes humanas o divinas.
De hecho ahora está en capilla para ser ejecutado por haber matado a sus compañeros de guardia por una pendencia de juego. Así que por lanzarlo al mar en una barquichuela, explicándole su regia misión -que es materialmente imposible que entienda-, la Compañía Navarra en Grecia no perderá gran cosa.
Y lo llevan atado al bote, y lo empujan mar adentro. Y en el último momento el señor de Urtubia siente pena de aquel pobre animal y corta sus ligaduras con la espada, y la arroja dentro de la barca, para que al menos tenga una mínima oportunidad, allá donde los Dioses que tanto abundan por estas tierras quieran (o no) llevarlo. En cualquier caso, mucha más lástima le dan los habitantes del lugar donde este sangriento desgraciado llegue a desembarcar...
Y contra toda lógica, el siempre caprichoso viento del Egeo mantiene recto el rumbo de la frágil embarcación, de tal manera que, sin que su pasajero deba realizar el más mínimo esfuerzo, va dejando atrás el rosario de islas tras la que se esconde Naxos, que comienza a verse allá al fondo, pues es la más grande de todas ellas. Y en ese preciso momento se desata repentinamente una gran tempestad, que agita el esquife como si fuera una cáscara de nuez hasta que se rompe en mil pedazos.
Y cuando el viajero comienza a hundirse irremisiblemente, una ola gigante venida de lo más profundo del mar, recoge su cuerpo y lo arroja brutalmente a la playa donde, al golpearse la cabeza contra las piedras, queda completamente inconsciente...
Y al despertar se ve rodeado por varias personas, así que rápidamente se incorpora y saca de la vaina su espada. Parece que va a utilizarla contra ellos, pero sorprendentemente la arroja lejos de él y les habla. Les habla sin parar.
Y les dice, en su misma lengua, para que puedan entenderle:
-"πάντων χρημάτων μέτρον ἔστὶν ἄνθρωπος, τῶν δὲ μὲν οντῶν ὡς ἔστιν, τῶν δὲ οὐκ ὄντων ὠς οὐκ ἔστιν."
Esto es: "El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son porque son, de las que no son porque no son. Pues al fin y al cabo, nada es bueno o malo, verdadero o falso, de una forma categórica, y cada persona es, por tanto, su propia autoridad última..."
Y no sabe de dónde le ha venido tal pensamiento, cuya certeza todo su auditorio admite. Lo que sabe es que por primera vez en su vida comprende un razonamiento, y sabe igualmente que ya nada volverá a ser igual.
Y hay entre aquél círculo que le rodea una mujer que debe ser como aquellas que hace más de mil años atrajeron a Protágoras a este apacible lugar. Ayanthe se llama, que quiere decir Flor en griego. Y su pelo mojado cubre muy graciosamente sus ojos negros y el perfil de su rostro, de nariz tan recta y labios tan finos como los de las estatuas de Palas Atenea, la diosa de la Sabiduría. Y comienza Sancho a pensar que el famoso filósofo equivocó su postulado, y en realidad es la mujer quien marca la medida de todas las cosas.
Y si llegaron tan renombradas piedras a manos de Carlos II, es cosa que no se sabe, aunque si finalmente no fue así, es algo que siempre deberá lamentar este reino de Navarra, pues la inteligencia es siempre regalo inestimable...
© Mikel Zuza Viniegra, 2012