Palacio de Westminster, Londres, 2 de enero de 1258
-¡Leonor: que el rey Teobaldo II de Navarra está a punto de llegar y no tenemos nada para ofrecerle como obsequio!
-¡Culpa tuya será, Enrique, y de nadie más! Mira que te avisó hace más de tres meses de que acudiría en peregrinación a la tumba de Santo Tomás de Canterbury, y que tú mismo, como rey de Inglaterra, le concediste el salvoconducto para que pudiese realizar tan piadoso viaje. Como de costumbre no preparaste nada, y ahora quedarás, y lo que es peor: me harás quedar a mí, como un patán y un grosero.
-¡Pensé que sólo lo decía por cumplir, y que no cruzaría el canal sólo para rezar ante tumba de ese obispo rebelde que mi augusto abuelo hizo muy bien en trinchar! Lo cierto es que el navarro no me pareció tan piadoso cuando lo conocí hace cuatro año en el Temple de París, aunque también es verdad que entonces era poco más que un niño...
-¡No blasfemes, necio! ¿O es que quieres que Dios te castigue aún más todavía y te arrebate además de los condados de Anjou, Turena y Maine, también el de Guyena, que es lo único que nos ha quedado en Francia? Recuerda que Tomás Beckett fue efectivamente el mejor amigo de tu abuelo, el rey Enrique II, que fue quien lo impuso en el obispado de Canterbury. Pero alcanzada esa dignidad, la mayor de la Iglesia en estas islas, se enfrentó al rey como nadie hubiese podido sospechar jamás. Y lo hizo así porque creía firmemente en que antes que el pago de favores está la dignidad personal, que nace del ejercicio de la propia conciencia: si ahora servía a Dios, ya no podía servir a la vez al rey, como marca el Evangelio. Y ser tan consecuente le costó precisamente la vida. Pero... ¡qué ejemplo para todos! Te digo que en el futuro nadie recordará a tu abuelo, pero siempre habrá personas -sin duda las mejores- que veneren la memoria y la actitud de Tomás en defensa de sus convicciones. Así que ya sabes: reza más bien porque tú desaire a santo tan relevante pase desapercibido a quien todo lo oye y todo lo ve...
-¿Te refieres a ti misma, no es cierto, esposa mía? Porque dudo que haya a este lado del mar mujer más chismosa que tú. Sí, vaya que si tienes razón: ¡qué tranquilo está santo Tomás allá donde ahora mismo reposa...
-¿Ah, sí? ¡Pues ya no te ayudo a elegir el regalo del rey de Navarra, hala!
-No te enfades, Leonor, y perdona mi estupidez, es que de verdad que no sé qué entregar a nuestro visitante para dejar en buen lugar nuestro prestigio. Pero tú seguro que ya habías pensado en algo...
-¡Pues claro, bobo, como siempre! Hace semanas que reviso tus armarios y creo que este cinturón nos hará salir del paso a las mil maravillas.
-¡Pero si es el que me entregaron los nobles el día de nuestra boda!
-¿Y quién se lo va a decir a Teobaldo? ¿Ellos? Además, hace mucho que no te lo pones.
-¿Pero no ves que la heráldica que lo decora no tiene nada que ver con él? ¡Es prácticamente toda inglesa: sabrá enseguida que lo hemos reaprovechado!
-¡Inútil! Fíjate que el color de los bordados es precisamente blanco y azul: los colores de Champaña, el condado que da nombre a su dinastía. Bastará con que cambies el escudo principal, el de la hebilla, y otro cualquiera al azar por las armas de Champaña y de Navarra y ese mozalbete no reparará en nada más. ¿Estás tan viejo que has olvidado ya que los jóvenes sólo quieren la ropa para presumir con ella? Aunque desde luego mi sobrina Isabel, su esposa, es tan pánfila, que no sé si será capaz de desabrochárselo cuando vayan a acostarse...
-¿Todas las francesas sois tan taimadas, o sólo es condición propiamente tuya?
-Como si tú pudieras quejarte, Enrique... Anda, calla y encarga a un buen orfebre los cambios que acabo de decirte. Verás como Teobaldo queda encantado, porque ciertamente este cinturón es hermoso y muy digno de un rey. Y tú ya lo has disfrutado mucho tiempo, así que ahora le toca a él, que tiene edad de participar -quién sabe- hasta en alguna Cruzada, donde nuestro regalo habrá de sostener la espada con la que el rey de Navarra defienda muy gallardamente la fe de Cristo frente a los infieles...
-Si es así, me importa menos desprenderme de joya tan soberbia. Además, sé por su embajador, un tal Sagasti...black -o algo parecido-, que él nos va a corresponder con una copia muy bien encuadernada e ilustrada de los poemas de su padre, el rey Teobaldo I. Así que puestos ambos regalos en la balanza, parece que ésta ha de quedar perfectamente equilibrada. Y eso está muy bien, que siempre será bueno cultivar la diplomacia entre países tan antiguos como son nuestras dos nobles naciones...
ADDENDA:
Ese cinturón, como habéis podido comprobar por las fotografías, no es esta vez ninguna invención mía. Existe, y se conserva en perfecto estado en el monasterio de las Huelgas, en Burgos. El panteón real de la dinastía castellana durante los siglos XII y XIII.
En el XIX los franceses del ejército de Napoleón saquearon todas las tumbas en busca de riquezas. Sólo una quedó intacta hasta su apertura en los años 40 del siglo XX: la del malogrado heredero del rey Alfonso X el Sabio: el infante don Fernando de la Cerda. Su ajuar funerario es hoy en día el mejor testimonio que nos queda de cómo vestía un príncipe medieval. Y entre su ropa destaca poderosamente el cinturón que más que posiblemente el rey Enrique III de Inglaterra regaló al rey Teobaldo II de Navarra.
¿Pero por qué lo tenía el infante castellano? Pues porque estaba casado desde 1269 con la princesa Blanca de Francia, y eran por tanto cuñados de Teobaldo y de su esposa la princesa Isabel de Francia.
En ese mismo año, el rey de Navarra estaba participando en la cruzada a Tunez junto a su suegro, el rey Luis IX. De hecho ambos encontraron la muerte en aquellas arenas junto a Cartago, así que muy probablemente, el cinturón fuese un regalo entre hermanas que el afortunado Fernando recibiría casi como una reliquia de un rey cruzado como Teobaldo.
Un regalo tan especial, y al que tuvo en tanta estima, que hasta decidió llevárselo a la tumba con él. Cosa que unos cuantos a este lado de la muga le agradecemos infinito, porque así además de una de las más antiguas representaciones del escudo de Navarra, hemos conservado también un objeto ciertamente muy personal y único de aquél rey del que el poeta Anelier dejó escrito:
"Murieron el rey francés y el rey navarro, por lo que toda la Cristiandad bajó dos escalones. Entonces los navarros regresaron afligidos, pues su señor, que era valiente y amable, había muerto. Vinieron a Navarra y cuando los escucharon, se levantaron por la tierra llantos, dolor y lamentaciones, porque su justo señor había muerto, y había dejado su reino sin heredero..."
Sagasti...black también estuvo allí, y sabe por tanto de lo que hablo...
© Mikel Zuza Viniegra, 2015