A las afueras de Monreal, 31 de enero de 1235
Abrumado, afligido, hastiado, abatido. Tan sólo dos semanas atrapado en los debates de los juristas empeñados en fijar todas las capítulas del Fuero, y ya has tenido que salir corriendo varias veces para no tener que ordenar que los metan a todos en la mazmorra más profunda, que es lo que sin duda merecerían por ser tan cansos.
Así que muy temprano, has vuelto a ensillar tu caballo, y procurando que nadie -excepto el vigía de la torre- te viese, has ido a conocer un poco más del reino que te ha caído en suerte gobernar. Pequeñas aldeas salpican el campo nevado, y allá enfrente, cuando se abren de vez en cuando los bancos de niebla, la mole rocosa de Izaga. O "I-sa-ga", como la llamas con tu acento francés nativo, para rechifla de cuantos te oyen chapurrear el condenado idioma navarro.
Al galope van poco a poco desvaneciéndose los reglamentos y los decretos en tu cabeza, siempre dominada por tu obstinado corazón de poeta. Versos y leyes no han combinado nunca demasiado bien desde que el mundo es mundo, y ahora no tendría por qué ser diferente.
¿A dónde lleva ese camino? -preguntas a un pastor que se guarece de la aguanieve bajo un árbol.
-Ese es el camino que cruza Izagaondoa. Y ese primer pueblo es Artaiz, si acaso estáis perdido -responde el buen hombre.
-Justamente. Perdido. Así es como me encuentro -le respondes mientras tomas precisamente esa senda.
Alcanzas el pequeño caserío, que para tu sorpresa esconde en su centro una iglesia muy antigua y hermosa. Has de preguntar a tu senescal -en cuanto vuelvas al castillo- quién la hizo construir. Está toda ella cuajada de prodigiosas esculturas, que desde su portada ascienden por las enjutas hasta enseñorearse por completo del alero, que rodea toda la fábrica.
Uno de los canecillos te llama la atención. Lo has visto ya antes, ¿pero dónde? ¿En tu condado de Champaña? Imposible, allí ya se está imponiendo un nuevo arte, y casi todos los templos antiguos están siendo derruidos para ser edificados otra vez en ese estilo mucho más airoso y vertical que este tan recio que, por lo que has visto, todavía muestra su poderío en Navarra.
No... ya recuerdas, lo contemplaste no lejos de aquí, en tu última escapada de las infernales reuniones de quienes deben fijar la ley. Pero a ti no te importa la ley, tan sólo la leyenda. Por eso huyes a la menor oportunidad, aunque paradójicamente, los debates no puedan continuar si tú no estás presente. Bah, que salgan a buscarte: si tú mismo estás perdido, ¿cómo va nadie a poder encontrarte?
Trifronte de Garitoain |
El abad te explicó con su pobre teología que era un signo de la Santísima Trinidad, allí colocado por orden del obispo Guillem de Saintonge para que sirviese de advertencia a cátaros, agotes y demás herejes. Pero examinándolo con detenimiento, te parece que lo que te indica -al menos en este preciso momento de tu vida- es que la serenidad que refleja el rostro central sólo se alcanza equilibrando muy precisamente el peso que otorgas en tu vida a la cabeza y al corazón, representados por los dos semblantes laterales.
Hasta has oído decir que en el lejano oriente, mucho más allá de Jerusalén, más allá incluso de Damasco, en la remota India, hay sabios que lo consiguen tras muchos años intentándolo.
Ya oyes los gritos de quienes han salido tras tus pasos:
-¡Don Teobaldo, don Teobaldo!
Trifronte de Artaiz |
Y para que no se te olvide, ordenas, al poco de volver a Pamplona, que el mejor orfebre talle dos sellos: uno para los documentos oficiales, que te muestre como rey de Navarra y conde de Champaña, y otro mucho más pequeño -como todas las cosas verdaderamente importantes- que emplearás sólo para tus asuntos personales, aquellos en los que serás tú mismo, y darás por tanto prioridad al corazón...
Sello secreto del rey Teobaldo I de Champaña |
©Mikel Zuza Viniegra, 2015