Ujué, 4 de febrero de 1374
Debiste haberte marchado mucho antes, porque mira que estabas advertido de que la tempestad estaba al caer, pero a ver cómo recorres ahora las ocho leguas que te separan de tu casa, allá en la muy principal ciudad de Sangüesa...
Claro: querías asegurarte de que los frescos que llevas casi dos años pintando en el santuario quedaban perfectos, pero bien que podías haber dejado los últimos detalles para la primavera. Total, ¿quién iba a reparar en tus fallos en medio de este tenebroso luto que dura ya cuatro meses?
No sería desde luego el rey don Carlos quien te reprochase nada, porque desde que murió la reina doña Juana allá en la ciudad normanda de Evreux, está como ausente, y apenas sale de su habitación en el palacio si no es para encender vela tras vela ante la imagen de santa María, consumido por el remordimiento de no haber podido despedirse de ella...
Y no advierte en esas ocasiones que tus pinturas, esas que él mismo te encargó, están ya casi terminadas, como tampoco hace el más mínimo caso de los mensajeros que llegan constantemente con malas nuevas sobre más que probables invasiones desde Castilla o desde Aragón.
Así que si buscabas unas palabras de reconocimiento por tu trabajo, ya ves que aquí no has de conseguirlas, y tu estupidez al esperarlas te obligará ahora a helarte por esos caminos de Dios. Imagínate cómo estarán, viendo cómo la nieve que ha caído desde ayer sobre el pueblo ya te llega hasta las rodillas, y que hasta la portada del templo está completamente blanca, por toda la escarcha que el inmisericorde viento ha recogido en el atrio.
La foto del pórtico nevado de Uxue es de Elvira Ayesa |
Por supuesto, ¿cómo no se te habrá ocurrido antes? Cualquier pintor -al menos si es tan bueno como lo eres tú- lleva dentro de sí también a un escultor, que es el que le permite medir correctamente las proporciones y las correspondencias de las figuras que luego habrá de plasmar sobre el muro o sobre la tabla. ¿Por qué no hacer entonces un último obsequio al rey de Navarra?
Y dejas tus bártulos en el paseo de ronda, y sales a amontonar toda la nieve que crees que vas a necesitar, y pasas la gélida noche dando forma humana a ese material que al fin y al cabo ha caído de allí donde el monarca cree que estará ahora mismo la reina. Y aunque has de parar a menudo para frotar tus manos entre sí y para echarles el poco aliento que comienza a quedarte en los pulmones, lo cierto es que al amanecer puedes ver de nuevo a doña Juana, con su breve estatura, su regia diadma recogiéndole el pelo, con su piel aún más blanca, su amplia sonrisa, su espalda apoyada sobre la pared y sus brazos sobre las rodillas.
El viento ha cesado justo tras haberse llevado todas la nubes. Es hora de partir. No te quedarás a ver cómo reacciona don Carlos. Lo conoces: es demasiado inteligente como para pensar siquiera en que tu gesto sea sólo una broma de pésimo gusto.
No, al contrario: lo que sí sabes es que entenderá que lo has hecho para darle la oportunidad de que pueda despedirse de ella. Y que cuando el sol, dentro de muy pocas horas, comience a derretir la figura, y cada gota de agua se filtre vaya a lavar los huesos de quienes reposan bajo el losau, podrá don Carlos por fin dejar que su honda pena se la lleve esa vivificante catarata, y podrá volver a ocuparse con tanto valor como antes de los asuntos del reino.
Y es que no hay que intentar retener en el corazón a quienes se fueron -al cielo, a otro país o a otro hogar que juzgaron más agradable- más tiempo del conveniente, que se sufre demasiado empeñándose en tan vana empresa.
Aunque, mi buen Martinet, puede que esto sea más fácil decirlo que hacerlo. Pero desde luego, hay al menos que intentarlo...
©Mikel Zuza Viniegra, 2015