Roma, al otro lado de la muralla junto a Santa María la Mayor, 12 de marzo de 1506
-¡Más brío con esas palas, señores, que los lansquenetes suizos del Papa deben estar preparando ya su contraataque y el marqués de Bazán -nuestro comandante- quiere que acabemos cuanto antes!
-Aquí me gustaría ver al señor marqués de Bazán, mano a mano con nosotros sacando tierra de esta pútrida mina...
-El marqués de Bazán no sabría distinguir un cofre lleno de sal de otro lleno de pólvora si yo no le indicase antes cuál de los dos es el que detona al arder la mecha. Demasiados años llevo ya sufriendo a generales tan incapaces como él como para no conocer el paño... Aún así hagámosle caso y apresurémonos, porque ciertamente puede que ese condenado traidor de Julio II no se entretenga en demasiadas zalamerías diplomáticas. Aunque os aseguro que por mucho que se esconda en lo más profundo de las catacumbas vaticanas, os aseguro que esta gran explosión que le estoy preparando habrán de oírla él, y sus cardenales en toda la Romaña. Y con ella le hemos de ayudar mucho también a entrar en razón para que vuelva a la alianza con nuestro rey don Fernando, y abandone de una vez la nefasta compañía del rey de Francia. ¡Ah, otra cosa sería si estuviera al mando hoy aquí don Gonzalo Fernández de Córdoba! Gran Capitán le llamamos todos en señal de respeto, y bien merecido tiene su sobrenombre, porque es el único de todos los que me ha tocado servir que sabe lo que hay que hacer en un campo de batalla. Pero este maldito Bazán... Seguro estoy de que ha de meternos en algún mal brete.
-Pero don Pedro, vos sois también conde...
-Sí, de Oliveto. Un mísero lugar entre montañas en el reino de Nápoles. Don Gonzalo se empeñó en que ya que -como de costumbre- no llegaba la paga, aceptase al menos ese título honorífico, porque ventaja más tangible que acrecentar mi honra no me proporciona, os lo juro. De todas maneras hijo de pastores nací, allá en el reino de Navarra, y no necesito más tratamiento protocolario que ese. Si soy mejor militar que los que habitualmente nos mandan, vosotros habréis de decirlo. Las victorias que jalonan nuestro camino así parecen indicarlo, y los centenares de enemigos muertos a nuestro paso también. Ahora nuestro rey nos ordena luchar contra el Papa, y si mañana me hace combatir al Diablo -si acaso Julio II y él no son la misma persona ya- he de obedecerle sin rechistar como un soldado debe hacer siempre.
Sabéis tan bien como yo para que estamos aquí: primero excavaremos un túnel bajo la muralla, luego lo llenaremos de pólvora, y en menos de lo que cuesta rezar una salve, esos paredones que dicen que resistieron a Atila se vendrán abajo con tal estrépito, que nuestro ejército podrá convertir hoy mismo en establo el castillo de Sant Angelo si así nos place.
-Muy optimista os veo, señor, que hay demasiadas piedras en este terreno como para que avancemos tan rápido como pensáis...
-¿Piedras? ¿No os he contado que en mi tierra natal muchos de mis paisanos se echan al hombro hasta alguna de veinte arrobas? ¡Dejadme ver cuál es la que frena vuestro trabajo, pero sobre todo no ceséis de apuntalar el túnel con toda la madera que sea necesaria!
-No hay forma de mover esta, don Pedro. Es demasiado grande.
-¿Demasiado grande, decís? ¡Dame esa maza y aparta! Bat, bi, hiru... eman!
-¡Eh! ¿Pero qué...? ¡Es un brazo! ¡Un brazo de piedra, señor!
-De mármol, más bien. Y esto de donde lo he desprendido con mi golpe es un torso... Es una estatua. Y de la mejor traza, al parecer... ¡Retiremos toda la tierra que la cubre!
-¡Debe ser la efigie de un mártir!
-Me temo que estas tierras italianas guardan en sus entrañas más dioses que santos, pero sea lo que sea es soberbia. Mucho mejor que las que he visto en alguno de los palacios que ocupamos mientras conquistábamos Nápoles. ¡Y es enorme, medirá el doble que cualquiera de nosotros! Ved el sufrimiento de su rostro: ¿no es exactamente igual al de tantos moribundos que vamos dejando por esos campos de Dios?
-¡Y mirad, don Pedro: tiene una figura más pequeña a cada lado! ¿Y eso que les rodea, no son acaso las serpientes más grandes que hayáis visto nunca? ¡Tenéis que advertir al marqués de Bazán!
-Sí, es cierto. Habrá que decirle que por esta vía será imposible continuar con nuestro empeño. Tendremos que empezar a excavar por otro lado. Una obra como esta no merece ser destruida.
-No lo ha de aceptar de buen grado, veréis...
-¿Habéis perdido la cabeza, señor don Pedro Navarro? ¿Acaso creéis que nuestro rey nos ha enviado a Roma a ver estatuas? Además no deja de ser curioso que pretendáis salvar esta, cuando yo mismo os he visto reducir a cenizas templos enteros sin que os temblara el pulso...
-Porque iglesias como esas las hay en cualquier sitio, señor marqués, pero otra figura como esta, que ya no sé cómo deciros que vayáis a ver, seguro que no la hay en el mundo. Hasta un niño sería capaz de verlo.
-¡Todas las estatuas me parecen igual: pasatiempo para necios! Vos siempre andáis repitiendo a vuestros hombres que un soldado debe obedecer sin rechistar, así que haceos caso a vos mismo y acabad de inmediato el túnel que ya habéis empezado. Y mandad esa condenada imagen al infierno con una buena carga de pólvora, si es preciso. Cualquier otra protesta por vuestra parte la tomaré como una insubordinación, y por muy conde de Oliveto que os hagáis llamar, por Dios que la pagaréis con vuestro cuello. ¡Y ahora salid inmediatamente de mi tienda, tenéis mucho trabajo que hacer!
-Antes hay otro asunto que vos y yo debemos tratar, señor marqués. ¿Habéis oído lo del espía francés que se ha infiltrado en nuestro campamento?
-No he sido informado de tal cosa...
-Pues al parecer tiene órdenes de acabar con vuestra vida. Por supuesto he ordenado redoblar la guardia, pero ya sabéis cómo son estos franceses: muy escurridizos, capaces de introducirse en cualquier lugar. De hecho, creo que está aquí, con nosotros, y que trae una daga igual que esta, con las tres lises en la empuñadura, que yo le arrebaté a un monsieur muy elegantón en nuestra última escaramuza. ¿No os parece que sería una buena firma de vuestro asesinato, y que ninguno de nuestros hombres sospechará de nadie que no sea francés si la encuentran clavada en vuestro gordo vientre?
-¡Han matado a nuestro comandante! ¡Ha sido un maldito perro francés, lo he visto huir hacia la ciudad! ¡Perseguidlo!
-¡Don Pedro! ¿Y vos: estáis bien?
-Sí. El muy hideputa me sorprendió al salir de la tienda del marqués. Intenté perseguirlo, pero estas piernas ya no me siguen como cuando era mocete en Garde...
-¿Y qué hacemos ahora?
-Afortunadamente, nuestro bravo general pudo darme instrucciones con su último aliento: me ordenó que comenzásemos un nuevo túnel, pues no era razón destruir con el que ya habíamos comenzado una obra tan magnífica como esta estatua.
-¿Y qué haremos con ella, llevárnosla con nosotros?
-Naturalmente que no: somos soldados. Hoy estamos aquí y mañana pueden enviarnos a Bujía o a Avignon. Acabaríamos convirtiéndola en mil pedazos. No. Volveremos a taparla con cuidado, y cuando entremos por fin en Roma, y el Papa tenga que pagar para librarse de nuestra presencia, yo mismo me encargaré de negociar con uno de sus cardenales la venta -bien cara- de nuestro descubrimiento. Sabéis que les encanta rodearse de antigüedades, supongo que así duermen más felices pensando que son más cultos y sensibles que el resto de los mortales, pero vosotros y yo sabremos siempre que si esta venerable figura se ha salvado ha sido porque el corazón de piedra de unos brutos como nosotros sólo podía conmoverse con el tremendo sentimiento que expresase otra piedra igual de dura.
Aunque yo me quedaré de recuerdo con este brazo de mármol que le arranqué sin querer, que seguro que el Papa podrá pagar a quien pueda reemplazárselo. Además, tengo entendido que en realidad estas antiquísimas estatuas pierden mucho en prestancia y belleza si cuentan con los dos brazos. Me lo contó un mercenario griego cuando asaltamos las costas de Milo, ¿os acordaís...?
© Mikel Zuza Viniegra, 2015
-¡Más brío con esas palas, señores, que los lansquenetes suizos del Papa deben estar preparando ya su contraataque y el marqués de Bazán -nuestro comandante- quiere que acabemos cuanto antes!
-Aquí me gustaría ver al señor marqués de Bazán, mano a mano con nosotros sacando tierra de esta pútrida mina...
-El marqués de Bazán no sabría distinguir un cofre lleno de sal de otro lleno de pólvora si yo no le indicase antes cuál de los dos es el que detona al arder la mecha. Demasiados años llevo ya sufriendo a generales tan incapaces como él como para no conocer el paño... Aún así hagámosle caso y apresurémonos, porque ciertamente puede que ese condenado traidor de Julio II no se entretenga en demasiadas zalamerías diplomáticas. Aunque os aseguro que por mucho que se esconda en lo más profundo de las catacumbas vaticanas, os aseguro que esta gran explosión que le estoy preparando habrán de oírla él, y sus cardenales en toda la Romaña. Y con ella le hemos de ayudar mucho también a entrar en razón para que vuelva a la alianza con nuestro rey don Fernando, y abandone de una vez la nefasta compañía del rey de Francia. ¡Ah, otra cosa sería si estuviera al mando hoy aquí don Gonzalo Fernández de Córdoba! Gran Capitán le llamamos todos en señal de respeto, y bien merecido tiene su sobrenombre, porque es el único de todos los que me ha tocado servir que sabe lo que hay que hacer en un campo de batalla. Pero este maldito Bazán... Seguro estoy de que ha de meternos en algún mal brete.
-Pero don Pedro, vos sois también conde...
-Sí, de Oliveto. Un mísero lugar entre montañas en el reino de Nápoles. Don Gonzalo se empeñó en que ya que -como de costumbre- no llegaba la paga, aceptase al menos ese título honorífico, porque ventaja más tangible que acrecentar mi honra no me proporciona, os lo juro. De todas maneras hijo de pastores nací, allá en el reino de Navarra, y no necesito más tratamiento protocolario que ese. Si soy mejor militar que los que habitualmente nos mandan, vosotros habréis de decirlo. Las victorias que jalonan nuestro camino así parecen indicarlo, y los centenares de enemigos muertos a nuestro paso también. Ahora nuestro rey nos ordena luchar contra el Papa, y si mañana me hace combatir al Diablo -si acaso Julio II y él no son la misma persona ya- he de obedecerle sin rechistar como un soldado debe hacer siempre.
Sabéis tan bien como yo para que estamos aquí: primero excavaremos un túnel bajo la muralla, luego lo llenaremos de pólvora, y en menos de lo que cuesta rezar una salve, esos paredones que dicen que resistieron a Atila se vendrán abajo con tal estrépito, que nuestro ejército podrá convertir hoy mismo en establo el castillo de Sant Angelo si así nos place.
-Muy optimista os veo, señor, que hay demasiadas piedras en este terreno como para que avancemos tan rápido como pensáis...
-¿Piedras? ¿No os he contado que en mi tierra natal muchos de mis paisanos se echan al hombro hasta alguna de veinte arrobas? ¡Dejadme ver cuál es la que frena vuestro trabajo, pero sobre todo no ceséis de apuntalar el túnel con toda la madera que sea necesaria!
-No hay forma de mover esta, don Pedro. Es demasiado grande.
-¿Demasiado grande, decís? ¡Dame esa maza y aparta! Bat, bi, hiru... eman!
-¡Eh! ¿Pero qué...? ¡Es un brazo! ¡Un brazo de piedra, señor!
-De mármol, más bien. Y esto de donde lo he desprendido con mi golpe es un torso... Es una estatua. Y de la mejor traza, al parecer... ¡Retiremos toda la tierra que la cubre!
-¡Debe ser la efigie de un mártir!
-Me temo que estas tierras italianas guardan en sus entrañas más dioses que santos, pero sea lo que sea es soberbia. Mucho mejor que las que he visto en alguno de los palacios que ocupamos mientras conquistábamos Nápoles. ¡Y es enorme, medirá el doble que cualquiera de nosotros! Ved el sufrimiento de su rostro: ¿no es exactamente igual al de tantos moribundos que vamos dejando por esos campos de Dios?
-¡Y mirad, don Pedro: tiene una figura más pequeña a cada lado! ¿Y eso que les rodea, no son acaso las serpientes más grandes que hayáis visto nunca? ¡Tenéis que advertir al marqués de Bazán!
-Sí, es cierto. Habrá que decirle que por esta vía será imposible continuar con nuestro empeño. Tendremos que empezar a excavar por otro lado. Una obra como esta no merece ser destruida.
-No lo ha de aceptar de buen grado, veréis...
-¿Habéis perdido la cabeza, señor don Pedro Navarro? ¿Acaso creéis que nuestro rey nos ha enviado a Roma a ver estatuas? Además no deja de ser curioso que pretendáis salvar esta, cuando yo mismo os he visto reducir a cenizas templos enteros sin que os temblara el pulso...
-Porque iglesias como esas las hay en cualquier sitio, señor marqués, pero otra figura como esta, que ya no sé cómo deciros que vayáis a ver, seguro que no la hay en el mundo. Hasta un niño sería capaz de verlo.
-¡Todas las estatuas me parecen igual: pasatiempo para necios! Vos siempre andáis repitiendo a vuestros hombres que un soldado debe obedecer sin rechistar, así que haceos caso a vos mismo y acabad de inmediato el túnel que ya habéis empezado. Y mandad esa condenada imagen al infierno con una buena carga de pólvora, si es preciso. Cualquier otra protesta por vuestra parte la tomaré como una insubordinación, y por muy conde de Oliveto que os hagáis llamar, por Dios que la pagaréis con vuestro cuello. ¡Y ahora salid inmediatamente de mi tienda, tenéis mucho trabajo que hacer!
-Antes hay otro asunto que vos y yo debemos tratar, señor marqués. ¿Habéis oído lo del espía francés que se ha infiltrado en nuestro campamento?
-No he sido informado de tal cosa...
-Pues al parecer tiene órdenes de acabar con vuestra vida. Por supuesto he ordenado redoblar la guardia, pero ya sabéis cómo son estos franceses: muy escurridizos, capaces de introducirse en cualquier lugar. De hecho, creo que está aquí, con nosotros, y que trae una daga igual que esta, con las tres lises en la empuñadura, que yo le arrebaté a un monsieur muy elegantón en nuestra última escaramuza. ¿No os parece que sería una buena firma de vuestro asesinato, y que ninguno de nuestros hombres sospechará de nadie que no sea francés si la encuentran clavada en vuestro gordo vientre?
-¡Han matado a nuestro comandante! ¡Ha sido un maldito perro francés, lo he visto huir hacia la ciudad! ¡Perseguidlo!
-¡Don Pedro! ¿Y vos: estáis bien?
-Sí. El muy hideputa me sorprendió al salir de la tienda del marqués. Intenté perseguirlo, pero estas piernas ya no me siguen como cuando era mocete en Garde...
-¿Y qué hacemos ahora?
-Afortunadamente, nuestro bravo general pudo darme instrucciones con su último aliento: me ordenó que comenzásemos un nuevo túnel, pues no era razón destruir con el que ya habíamos comenzado una obra tan magnífica como esta estatua.
-¿Y qué haremos con ella, llevárnosla con nosotros?
-Naturalmente que no: somos soldados. Hoy estamos aquí y mañana pueden enviarnos a Bujía o a Avignon. Acabaríamos convirtiéndola en mil pedazos. No. Volveremos a taparla con cuidado, y cuando entremos por fin en Roma, y el Papa tenga que pagar para librarse de nuestra presencia, yo mismo me encargaré de negociar con uno de sus cardenales la venta -bien cara- de nuestro descubrimiento. Sabéis que les encanta rodearse de antigüedades, supongo que así duermen más felices pensando que son más cultos y sensibles que el resto de los mortales, pero vosotros y yo sabremos siempre que si esta venerable figura se ha salvado ha sido porque el corazón de piedra de unos brutos como nosotros sólo podía conmoverse con el tremendo sentimiento que expresase otra piedra igual de dura.
Aunque yo me quedaré de recuerdo con este brazo de mármol que le arranqué sin querer, que seguro que el Papa podrá pagar a quien pueda reemplazárselo. Además, tengo entendido que en realidad estas antiquísimas estatuas pierden mucho en prestancia y belleza si cuentan con los dos brazos. Me lo contó un mercenario griego cuando asaltamos las costas de Milo, ¿os acordaís...?
© Mikel Zuza Viniegra, 2015