Sintetizando muchísimo, el Sebastianismo podría definirse como un movimiento mítico-político surgido en Portugal en 1578 tras la derrota y muerte del rey don Sebastiao en la ciudad marroquí de Alcazarquivir.
Muerte supuesta, eso sí, porque nadie en el campo de batalla vio como ocurrió, o más bien nadie quiso admitir luego haberlo visto, pues de haberlo hecho, hubiera supuesto para los nobles lusos una vergüenza intolerable, ya que habrían dejado morir a su rey mientras ellos escapaban. Así pues fue forjándose la leyenda de que en realidad el monarca no había muerto, sino que había podido escapar a una isla ignota de la que un día regresaría para convertir a Portugal en el imperio más importante de la Historia.
El mito no paró de crecer en el siglo siguiente, durante la dominación española, pero una vez recuperada la independencia tampoco perdió vigencia, de tal forma que tras cada crisis política la figura de don Sebastiao -conocido desde ese momento como "el encubierto" o "el deseado", aquél que solucionaría todos los problemas del país- volvía a cabalgar sobre la imaginación y el orgullo patriótico de muchos portugueses, hasta convertirse en una de las creaciones políticas más originales de la nación vecina.
De hecho, el sebastianista más famoso fue el genial e incomparable escritor Fernando Pessoa, ya en pleno siglo XX, y todavía hoy sigue habiendo círculos fieles ao rei que voltará numa manhâ de nevoeiro... (al rey que volverá en una mañana de niebla...), que se reunen en el puerto de Lisboa para ver aparecer, entre la bruma, las velas desplegadas de la nao que traerá por fin a su monarca de vuelta. Será oportuno añadir, no obstante, que en esas reuniones el vinho verde juega un importantísimo papel...
No hará falta decir que, en un sentido estrictamente actual y puramente materialista, el Sebastianismo no sería más que la urgencia que un pueblo necesitado tiene siempre de hallar un héroe mítico que se ocupe de todos los problemas y le saque las castañas del fuego, depositando en él toda la confianza y el trabajo que en realidad debería llevar a cabo la propia sociedad afectada.
Tampoco hará falta decir que, por supuesto, esta triste y aburrida visión del asunto es la que menos me llama la atención a mí, porque el mito sebastianista me ha interesado desde que tuve conocimiento de que algo así pudiera existir. Aunque en realidad ya lo conocía de antes, porque si sois tan lectores y mitómanos como yo, la historia de don Sebastiao de Portugal tiene que sonaros de algo.
O más bien de alguien que se supone -bueno, que supongan otros, yo lo admito sin reservas- reinó en Inglaterra allá por el siglo VI, y que pacificó el alborotado país de los sajones con la ayuda de caballeros tan famosos como sir Lancelot, sir Galahad, sir Gawayn y el resto de los componentes de la Tabla Redonda. Efectivamente: a Arturo Pendragon me estoy refiriendo. Un rey sobre cuya legitimidad para ostentar la corona podríamos discutir mucho, muchísimo tiempo. Pero como los Monty Pithon ya dieron la mejor explicación posible, no os aburriré con otra versión:
Y si -evidentemente- el vinho verde ha jugado un papel trascendente a lo largo de los siglos para el mantenimiento del Sebastianismo, no puede negarse la importancia de la ginebra para el del mito Artúrico. De la reina Ginebra, concretamente, que todos los autores dicen que era sabia y hermosa, mucho más que su marido y mucho más que Lancelot, que anduvieron a la greña por ella durante siglos.
Bueno, en realidad los tres deben seguir dirimiendo sus diferencias amorosas, allá, en la isla de Avalon, donde, al igual que don Sebastiao en su isla, y the bonnie prince Charlie en su palazzo de Roma, esperan una mañana brumosa para regresar a Gran Bretaña y arreglar todos sus problemas de una vez.
Y como uno de esos problemas -a mi juicio el principal, exceptuando quizás que tengan allí el pésimo gusto de beber la cerveza a temperatura ambiente- es el dominio y la rapiña inglesa sobre Escocia, por supuesto que al norte del muro de Adriano existe también un movimiento del mismo tenor político que los anteriores: el Estuardianismo, que básicamente se ocupa de mantener viva la llama y la memoria de los auténticos y legítimos reyes de Escocia, Gales e Inglaterra. Y esto lo hacen desde 1748, cuando el buen príncipe Charlie fue derrotado por el inglés duque de Cumberland (apodado muy justamente como "el carnicero") en la batalla de Culloden, que marcó -de momento, porque yo no desespero- el fin de las intentonas de los Stewart (la dinastía, no Rod, aunque quién sabe...) por recuperar la corona de sus antepasados. Afortunadamente Charlie pudo huir y, cruzando el mar, refugiarse en Francia primero, y luego en Roma.
El caso es que, como digo, desde entonces grupos y sociedades de partidarios de los Estuardo se reúnen secretamente en Edimburgo, Inverness, Falkirk, Skye, y en muchos otros lugares de Escocia para brindar con un vaso de estupendo scotch whisky "for the king over the water" ("por el rey que está sobre el agua, sobre el mar"), rememorando de esta forma los crueles tiempos en que sólo de esta manera concreta podía recordarse al legitimo rey, pues hacerlo de manera más visible suponía la condena a muerte a manos de los invasores ingleses.
Para reconocerse entre ellos, dicho brindis se hacía siempre chocando las copas sobre un vaso lleno de agua, significando lo que ya he dicho: que la reunión se hacía en honor del legítimo rey que -de momento- está sobre las aguas, más allá del mar. Con el fin de documentarme para mi novela "Causa perdida", confieso que hice yo varias veces este alegre brindis, pero más allá de un violento calamocheo en la cabeza al día siguiente, no tengo constancia de que los Estuardo hayan retornado a todavía a Escocia. Aunque, of course, no desespero...
Y como de costumbre en el transcurso de mis averiguaciones, os estaréis ya preguntando... ¿pero qué puñetas tiene todo esto que ver con Navarra? Pues que ya imaginaréis que, en un asunto en el que ya vais viendo que el alcohol ha jugado siempre un papel de relevancia, es evidente que nosotros no podíamos quedarnos atrás. Nada de eso, porque no es que fuésemos a rebufo de estos grandes monarcas, sino que uno de los nuestros fue el precursor. Y no se quedó en isla imaginaria alguna, como los encubiertos Sebastiao o Charlie, qué va, sino que regresó de la muerte para arreglarlo todo, que era lo que se esperaba al fin y al cabo de él.
Al rey Alfonso I el Batallador me estoy refiriendo, el conquistador de Zaragoza en 1118 y de la muchísimo más importante y hermosa ciudad de Tudela en 1119. Fue este monarca tan aventajado guerrero que según las crónicas coetáneas, venció en veintinueve batallas contra los sarracenos. La que iba a hacer la treinta, en 1134, ante las murallas de Fraga, se convirtió sin embargo en su más sonora derrota. De tal calibre que según los mismos autores, del fuerte disgusto -en alguien tan acostumbrado a la victoria como él- murió a los pocos días en la aldea de Poleniño.
Y aquí, como de costumbre en estos casos, empieza el jaleo, porque como le ocurriría siglos más tarde a don Sebastiao, tampoco ningún noble se atrevió a reconocer la vergüenza de haber dejado solo a su rey en el campo de batalla, y por tanto nadie admitió haberlo visto morir, ni en Fraga,ni en Poleniño. Por si fuera poco, Alfonso no es sólo que no tuviese hijos a los que transmitir la corona de Pamplona y Aragón, sino que además en un testamento un tanto disparatado, legó todos sus dominios primero a Dios, y después a las Ordenes Militares del Temple, del Hospital, y de San Juan de Jerusalén:
En nombre del bien más grande e incomparable que es Dios. Yo Alfonso, rey de Aragón y de Pamplona [...] pensando en mi suerte y reflexionando que la naturaleza hace mortales a todos los hombres, me propuse, mientras tuviera vida y salud, distribuir el reino que Dios me concedió y mis posesiones y rentas de la manera más conveniente para después de mi existencia. Por consiguiente temiendo el juicio divino, para la salvación de mi alma y también la de mi padre y mi madre y la de todos mis familiares, hago testamento a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo y a todos sus santos. Y con buen ánimo y espontánea voluntad ofrezco a Dios, a la Virgen María de Pamplona y a San Salvador de Leyre, el castillo de Estella con toda la villa [...], dono a Santa María de Nájera y a San Millán [...], dono también a San Jaime de Galicia [...], dono también a San Juan de la Peña [...] y también para después de mi muerte dejó como heredero y sucesor mío al Sepulcro del Señor que está en Jerusalén [...] todo esto lo hago para la salvación del alma de mi padre y de mi madre y la remisión de todos mis pecados y para merecer un lugar en la vida eterna...
Como era de esperar, ni en Pamplona ni en Aragón se aceptaron tan descabalados deseos, y los reinos que habían estado unidos los últimos cincuenta años acabaron separándose definitivamente, iniciándose una lógica época de inestabilidad política que en Pamplona solucionaron escogiendo como rey a García Rámirez, mientras que en Aragón se inclinaban por el hermano del rey -supuestamente- fallecido: Ramiro II el Monje. A éste le dio tiempo de engendrar una heredera, Petronila, que acabó casándose con Ramón Berenguer, conde de Barcelona, teniendo ambos un hijo que comenzó a reinar con el nombre de Alfonso II el año 1164. Esto es, treinta años después de la -supuesta- muerte de su tío-abuelo Alfonso I el Batallador.
La crisis política no cesaba en Aragón. Y en ese contexto (de hecho ya vemos que el mito surge siempre en ese contexto) es cuando apareció de repente un anciano (recordemos que -supuestamente- había muerto con 61 años) afirmando que él era Alfonso el Batallador, y que avergonzado por la derrota de Fraga había abandonado Aragón y se había trasladado a Jerusalén, donde había estado luchando los últimos treinta años en las Cruzadas, y que ahora retornaba para reclamar su reino. Veamos como lo cuenta el rey Alfonso X el Sabio de Castilla en su Primera Crónica General:
Ahora sabéis también el final que tuvo el pobre viejo. Ya veis que cuando el mito se hace carne -cosa que aún no ha ocurrido en los casos de don Sebastiao, Arturo o Charlie- el más directamente afectado (Alfonso II en este caso) no tarda en quitárselo de en medio. Esa prisa por eliminar a su rival es lo que, a nueve siglos de distancia, más nos hace dudar sobre si no sería aquel personaje, al que muchos reconocieron como el auténtico Alfonso I, quien realmente decía ser. Es verdad que habían pasado muchos años ya, y que sólo los que en 1134 eran muy jóvenes podían reconocer a quien, con 91 años, se les presentaba defendiendo que era el rey que conocieron siendo tan niños. Pero el hecho es que se conservan unas cartas de Alfonso II dirigidas al rey de Francia Luis VII, en las que confirma esta alucinante historia a través de una lapidaria sentencia: "si el falso Alfonso pasa a vuestro reino, no dudéis en ajusticiarlo cuanto antes".
Lo dicho: demasiadas prisas si sólo se trataba de un mero impostor. Y el caso es que no fue sólo gente del pueblo la que dio credibilidad al retorno del rey legítimo, pues se conservan dos poemas de Bertran de Born, uno de los trovadores más famosos de su tiempo, y que a nuestros efectos actuaba como una especie de revista del corazón de la época, acusando claramente a Alfonso II de haber eliminado a su antecesor. Justo es también reconocer que Bertran odiaba al rey aragonés porque sus tropas, en alianza con las inglesas, habían sitiado su castillo en 1183, fecha en la que se supone que escribió, quizás para animar a Sancho VI el Sabio de Navarra a un contraataque:
"El buen rey García Rámirez de Pamplona hubiera recuperado, de haber vivido lo suficiente, el reino de Aragón que le robó el rey Ramiro el Monje. Pero ahora el buen rey de Navarra [Sancho VI] lo recobrará fácilmente, ayudado por sus valientes alaveses. Puesto que así como vale mil veces más el oro que el azur, vale mil veces más y es más honrosa su progenie que la del falso rey. Lo siento por la esposa del aragonés, la buena reina Sancha, pero si ella me lo consintiese, le hablaría de los malos y villanos hechos de su marido, que llegó a dar muerte y a hacer traición a aquél mismo de quien salió su linaje..."
Y en 1187 Bertran de Born remachó:
"Los aragoneses, los catalanes y los de Urgell se duelen en gran manera, pues no tienen quien les mande, sino un señor flaco, alto, que se alaba a sí mismo cantando [Alfonso II era conocido como "el trovador" y también como "el casto", siendo ambas categorías de casi imposible coexistencia en la misma persona, a juzgar por lo mucho que ha leído sobre los trovadores el autor de este blog], y prefiere el dinero al honor, pues ahorcó a su antecesor, por lo que él mismo se destruye y se condena..."
Las alusiones al redivivo Alfonso I no pueden ser más claras y, como imaginaréis, yo prefiero creer a un trovador como Bertran de Born que a un rey malvado que ordenó matar a su antecesor para quedarse con la herencia que no le pertenecía. Que tuviera o no razón no importa ya demasiado. Ni a mí ni a nadie, después de tantos siglos. Pero sí que me gusta reconocer que nos adelantamos en estos pagos a muchos alocados y lunáticos que simplemente tenían la esperanza de recuperar una Edad de Oro de buen gobierno -que por supuesto nunca existió- que les librase de su desdichada existencia. Y creo que la esperanza es el más humano de los sentimientos. Así que sí, probablemente yo hubiera creído, de haber vivido en aquella época, que aquel anciano era realmente el rey don Alfonso I el Batallador. En cualquier caso, y si queréis saber un poco más, el estupendo historiador Antonio Ubieto Arteta, que tantas veces ha salido ya en mis crónicas, se ocupó de este asunto en un artículo escrito para la revista Argensola, que es donde yo lo descubrí hace ya muchos años.
Pero no podría yo finalizar esta historia sin confesar algo que cualquiera que me haya leído alguna vez tendrá meridianamente claro. Y es que declaro que creo fervientemente en otro rey que lleva oculto desde 1461, y que hubiera sido sin duda el mejor que Navarra o cualquier otro reino del mundo hubiese podido tener. Y también confieso que, algunas mañanas de nevoeiro, acudo a la ronda de Descalzos o a la de la Barbazana (los dos únicos lugares que merecerían ser nuestro puerto, si Pamplona tuviese mar y éste anegase súbitamente la Rotxapea y la Txantrea, barrio este último que es además lugar muy propicio para escuchar el canto de las más hermosas sirenas), y espero allí durante horas a ver llegar la nao en la que desde Barcelona, Mallorca o Nápoles, arribará por fin un día su majestad Carlos IV para traernos el buen gobierno, desde hace tantos siglos perdido en estas tierras. Debe ser lo que los médicos y los historiadores diagnostican como un caso agudo e incurable de Vianismo militante e irreductible, qué le voy a hacer.
Y como esta crónica será sin duda la última de este año, sólo me queda desearos un feliz año 2017, y desde luego que celebréis su llegada brindando, sobre un vaso lleno de agua, por el rey que esta más allá del mar...
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016
Muerte supuesta, eso sí, porque nadie en el campo de batalla vio como ocurrió, o más bien nadie quiso admitir luego haberlo visto, pues de haberlo hecho, hubiera supuesto para los nobles lusos una vergüenza intolerable, ya que habrían dejado morir a su rey mientras ellos escapaban. Así pues fue forjándose la leyenda de que en realidad el monarca no había muerto, sino que había podido escapar a una isla ignota de la que un día regresaría para convertir a Portugal en el imperio más importante de la Historia.
El mito no paró de crecer en el siglo siguiente, durante la dominación española, pero una vez recuperada la independencia tampoco perdió vigencia, de tal forma que tras cada crisis política la figura de don Sebastiao -conocido desde ese momento como "el encubierto" o "el deseado", aquél que solucionaría todos los problemas del país- volvía a cabalgar sobre la imaginación y el orgullo patriótico de muchos portugueses, hasta convertirse en una de las creaciones políticas más originales de la nación vecina.
De hecho, el sebastianista más famoso fue el genial e incomparable escritor Fernando Pessoa, ya en pleno siglo XX, y todavía hoy sigue habiendo círculos fieles ao rei que voltará numa manhâ de nevoeiro... (al rey que volverá en una mañana de niebla...), que se reunen en el puerto de Lisboa para ver aparecer, entre la bruma, las velas desplegadas de la nao que traerá por fin a su monarca de vuelta. Será oportuno añadir, no obstante, que en esas reuniones el vinho verde juega un importantísimo papel...
No hará falta decir que, en un sentido estrictamente actual y puramente materialista, el Sebastianismo no sería más que la urgencia que un pueblo necesitado tiene siempre de hallar un héroe mítico que se ocupe de todos los problemas y le saque las castañas del fuego, depositando en él toda la confianza y el trabajo que en realidad debería llevar a cabo la propia sociedad afectada.
Tampoco hará falta decir que, por supuesto, esta triste y aburrida visión del asunto es la que menos me llama la atención a mí, porque el mito sebastianista me ha interesado desde que tuve conocimiento de que algo así pudiera existir. Aunque en realidad ya lo conocía de antes, porque si sois tan lectores y mitómanos como yo, la historia de don Sebastiao de Portugal tiene que sonaros de algo.
O más bien de alguien que se supone -bueno, que supongan otros, yo lo admito sin reservas- reinó en Inglaterra allá por el siglo VI, y que pacificó el alborotado país de los sajones con la ayuda de caballeros tan famosos como sir Lancelot, sir Galahad, sir Gawayn y el resto de los componentes de la Tabla Redonda. Efectivamente: a Arturo Pendragon me estoy refiriendo. Un rey sobre cuya legitimidad para ostentar la corona podríamos discutir mucho, muchísimo tiempo. Pero como los Monty Pithon ya dieron la mejor explicación posible, no os aburriré con otra versión:
El rey Arturo, en uno de los tapices tejidos por Nicolas Bataille a fines del siglo XIV |
Bueno, en realidad los tres deben seguir dirimiendo sus diferencias amorosas, allá, en la isla de Avalon, donde, al igual que don Sebastiao en su isla, y the bonnie prince Charlie en su palazzo de Roma, esperan una mañana brumosa para regresar a Gran Bretaña y arreglar todos sus problemas de una vez.
El príncipe Carlos Estuardo, rey legítimo de Escocia e Inglaterra |
El caso es que, como digo, desde entonces grupos y sociedades de partidarios de los Estuardo se reúnen secretamente en Edimburgo, Inverness, Falkirk, Skye, y en muchos otros lugares de Escocia para brindar con un vaso de estupendo scotch whisky "for the king over the water" ("por el rey que está sobre el agua, sobre el mar"), rememorando de esta forma los crueles tiempos en que sólo de esta manera concreta podía recordarse al legitimo rey, pues hacerlo de manera más visible suponía la condena a muerte a manos de los invasores ingleses.
Para reconocerse entre ellos, dicho brindis se hacía siempre chocando las copas sobre un vaso lleno de agua, significando lo que ya he dicho: que la reunión se hacía en honor del legítimo rey que -de momento- está sobre las aguas, más allá del mar. Con el fin de documentarme para mi novela "Causa perdida", confieso que hice yo varias veces este alegre brindis, pero más allá de un violento calamocheo en la cabeza al día siguiente, no tengo constancia de que los Estuardo hayan retornado a todavía a Escocia. Aunque, of course, no desespero...
Y como de costumbre en el transcurso de mis averiguaciones, os estaréis ya preguntando... ¿pero qué puñetas tiene todo esto que ver con Navarra? Pues que ya imaginaréis que, en un asunto en el que ya vais viendo que el alcohol ha jugado siempre un papel de relevancia, es evidente que nosotros no podíamos quedarnos atrás. Nada de eso, porque no es que fuésemos a rebufo de estos grandes monarcas, sino que uno de los nuestros fue el precursor. Y no se quedó en isla imaginaria alguna, como los encubiertos Sebastiao o Charlie, qué va, sino que regresó de la muerte para arreglarlo todo, que era lo que se esperaba al fin y al cabo de él.
Al rey Alfonso I el Batallador me estoy refiriendo, el conquistador de Zaragoza en 1118 y de la muchísimo más importante y hermosa ciudad de Tudela en 1119. Fue este monarca tan aventajado guerrero que según las crónicas coetáneas, venció en veintinueve batallas contra los sarracenos. La que iba a hacer la treinta, en 1134, ante las murallas de Fraga, se convirtió sin embargo en su más sonora derrota. De tal calibre que según los mismos autores, del fuerte disgusto -en alguien tan acostumbrado a la victoria como él- murió a los pocos días en la aldea de Poleniño.
Y aquí, como de costumbre en estos casos, empieza el jaleo, porque como le ocurriría siglos más tarde a don Sebastiao, tampoco ningún noble se atrevió a reconocer la vergüenza de haber dejado solo a su rey en el campo de batalla, y por tanto nadie admitió haberlo visto morir, ni en Fraga,ni en Poleniño. Por si fuera poco, Alfonso no es sólo que no tuviese hijos a los que transmitir la corona de Pamplona y Aragón, sino que además en un testamento un tanto disparatado, legó todos sus dominios primero a Dios, y después a las Ordenes Militares del Temple, del Hospital, y de San Juan de Jerusalén:
En nombre del bien más grande e incomparable que es Dios. Yo Alfonso, rey de Aragón y de Pamplona [...] pensando en mi suerte y reflexionando que la naturaleza hace mortales a todos los hombres, me propuse, mientras tuviera vida y salud, distribuir el reino que Dios me concedió y mis posesiones y rentas de la manera más conveniente para después de mi existencia. Por consiguiente temiendo el juicio divino, para la salvación de mi alma y también la de mi padre y mi madre y la de todos mis familiares, hago testamento a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo y a todos sus santos. Y con buen ánimo y espontánea voluntad ofrezco a Dios, a la Virgen María de Pamplona y a San Salvador de Leyre, el castillo de Estella con toda la villa [...], dono a Santa María de Nájera y a San Millán [...], dono también a San Jaime de Galicia [...], dono también a San Juan de la Peña [...] y también para después de mi muerte dejó como heredero y sucesor mío al Sepulcro del Señor que está en Jerusalén [...] todo esto lo hago para la salvación del alma de mi padre y de mi madre y la remisión de todos mis pecados y para merecer un lugar en la vida eterna...
Como era de esperar, ni en Pamplona ni en Aragón se aceptaron tan descabalados deseos, y los reinos que habían estado unidos los últimos cincuenta años acabaron separándose definitivamente, iniciándose una lógica época de inestabilidad política que en Pamplona solucionaron escogiendo como rey a García Rámirez, mientras que en Aragón se inclinaban por el hermano del rey -supuestamente- fallecido: Ramiro II el Monje. A éste le dio tiempo de engendrar una heredera, Petronila, que acabó casándose con Ramón Berenguer, conde de Barcelona, teniendo ambos un hijo que comenzó a reinar con el nombre de Alfonso II el año 1164. Esto es, treinta años después de la -supuesta- muerte de su tío-abuelo Alfonso I el Batallador.
La crisis política no cesaba en Aragón. Y en ese contexto (de hecho ya vemos que el mito surge siempre en ese contexto) es cuando apareció de repente un anciano (recordemos que -supuestamente- había muerto con 61 años) afirmando que él era Alfonso el Batallador, y que avergonzado por la derrota de Fraga había abandonado Aragón y se había trasladado a Jerusalén, donde había estado luchando los últimos treinta años en las Cruzadas, y que ahora retornaba para reclamar su reino. Veamos como lo cuenta el rey Alfonso X el Sabio de Castilla en su Primera Crónica General:
Ahora sabéis también el final que tuvo el pobre viejo. Ya veis que cuando el mito se hace carne -cosa que aún no ha ocurrido en los casos de don Sebastiao, Arturo o Charlie- el más directamente afectado (Alfonso II en este caso) no tarda en quitárselo de en medio. Esa prisa por eliminar a su rival es lo que, a nueve siglos de distancia, más nos hace dudar sobre si no sería aquel personaje, al que muchos reconocieron como el auténtico Alfonso I, quien realmente decía ser. Es verdad que habían pasado muchos años ya, y que sólo los que en 1134 eran muy jóvenes podían reconocer a quien, con 91 años, se les presentaba defendiendo que era el rey que conocieron siendo tan niños. Pero el hecho es que se conservan unas cartas de Alfonso II dirigidas al rey de Francia Luis VII, en las que confirma esta alucinante historia a través de una lapidaria sentencia: "si el falso Alfonso pasa a vuestro reino, no dudéis en ajusticiarlo cuanto antes".
Lo dicho: demasiadas prisas si sólo se trataba de un mero impostor. Y el caso es que no fue sólo gente del pueblo la que dio credibilidad al retorno del rey legítimo, pues se conservan dos poemas de Bertran de Born, uno de los trovadores más famosos de su tiempo, y que a nuestros efectos actuaba como una especie de revista del corazón de la época, acusando claramente a Alfonso II de haber eliminado a su antecesor. Justo es también reconocer que Bertran odiaba al rey aragonés porque sus tropas, en alianza con las inglesas, habían sitiado su castillo en 1183, fecha en la que se supone que escribió, quizás para animar a Sancho VI el Sabio de Navarra a un contraataque:
"El buen rey García Rámirez de Pamplona hubiera recuperado, de haber vivido lo suficiente, el reino de Aragón que le robó el rey Ramiro el Monje. Pero ahora el buen rey de Navarra [Sancho VI] lo recobrará fácilmente, ayudado por sus valientes alaveses. Puesto que así como vale mil veces más el oro que el azur, vale mil veces más y es más honrosa su progenie que la del falso rey. Lo siento por la esposa del aragonés, la buena reina Sancha, pero si ella me lo consintiese, le hablaría de los malos y villanos hechos de su marido, que llegó a dar muerte y a hacer traición a aquél mismo de quien salió su linaje..."
Y en 1187 Bertran de Born remachó:
"Los aragoneses, los catalanes y los de Urgell se duelen en gran manera, pues no tienen quien les mande, sino un señor flaco, alto, que se alaba a sí mismo cantando [Alfonso II era conocido como "el trovador" y también como "el casto", siendo ambas categorías de casi imposible coexistencia en la misma persona, a juzgar por lo mucho que ha leído sobre los trovadores el autor de este blog], y prefiere el dinero al honor, pues ahorcó a su antecesor, por lo que él mismo se destruye y se condena..."
Las alusiones al redivivo Alfonso I no pueden ser más claras y, como imaginaréis, yo prefiero creer a un trovador como Bertran de Born que a un rey malvado que ordenó matar a su antecesor para quedarse con la herencia que no le pertenecía. Que tuviera o no razón no importa ya demasiado. Ni a mí ni a nadie, después de tantos siglos. Pero sí que me gusta reconocer que nos adelantamos en estos pagos a muchos alocados y lunáticos que simplemente tenían la esperanza de recuperar una Edad de Oro de buen gobierno -que por supuesto nunca existió- que les librase de su desdichada existencia. Y creo que la esperanza es el más humano de los sentimientos. Así que sí, probablemente yo hubiera creído, de haber vivido en aquella época, que aquel anciano era realmente el rey don Alfonso I el Batallador. En cualquier caso, y si queréis saber un poco más, el estupendo historiador Antonio Ubieto Arteta, que tantas veces ha salido ya en mis crónicas, se ocupó de este asunto en un artículo escrito para la revista Argensola, que es donde yo lo descubrí hace ya muchos años.
Pero no podría yo finalizar esta historia sin confesar algo que cualquiera que me haya leído alguna vez tendrá meridianamente claro. Y es que declaro que creo fervientemente en otro rey que lleva oculto desde 1461, y que hubiera sido sin duda el mejor que Navarra o cualquier otro reino del mundo hubiese podido tener. Y también confieso que, algunas mañanas de nevoeiro, acudo a la ronda de Descalzos o a la de la Barbazana (los dos únicos lugares que merecerían ser nuestro puerto, si Pamplona tuviese mar y éste anegase súbitamente la Rotxapea y la Txantrea, barrio este último que es además lugar muy propicio para escuchar el canto de las más hermosas sirenas), y espero allí durante horas a ver llegar la nao en la que desde Barcelona, Mallorca o Nápoles, arribará por fin un día su majestad Carlos IV para traernos el buen gobierno, desde hace tantos siglos perdido en estas tierras. Debe ser lo que los médicos y los historiadores diagnostican como un caso agudo e incurable de Vianismo militante e irreductible, qué le voy a hacer.
Y como esta crónica será sin duda la última de este año, sólo me queda desearos un feliz año 2017, y desde luego que celebréis su llegada brindando, sobre un vaso lleno de agua, por el rey que esta más allá del mar...
© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016