Olite, 17 de enero de 1445
Fue puesta la carta en el correo antes del día que marca el solsticio de invierno, y a pesar de ello, sigue sin recibir respuesta a su petición. Y empieza a sospechar si algún hechicero no habrá interceptado su mensaje, pues no es normal tanta tardanza en el raro comercio de libros de nigromancia...
Y es que tiene pinta este anhelado grimorio de recoger toda la oculta sabiduría que aparece en las Clavículas de Salomón, el Libro de los Tesoros de San Cipriano o incluso en la misma Tábula Esmeraldina. Por eso al tener noticia por boca de un mercader recién llegado a la corte de Olite, y que al parecer había podido contemplarlo en una zahurda del zoco de la ciudad de Barcelona, no tardó el príncipe en enviar mensajeros a solicitarlo, ofreciendo por él las monedas de plata de buena ley que fuesen menester.
Y en un principio marchó el negocio bibliófilo como la seda, y ya se veía el joven Carlos manejando con soltura las arcanas Bandas de Cyttorak -capaces de atrapar a su contacto los espíritus de quienes vivieron en tiempos pasados-, y consultando con mucho cuidado el ominoso Ojo de Agamotto, que permite ver lo que sucede en mundos muy lejanos del nuestro.
Y es lo que tiene perseguir esta clase de obras iniciáticas: que uno no sabe si es que, al interesarse por ellas, acaba poniendo en marcha fuerzas que escapan de la comprensión humana, y que andan buscando siempre sortear, cuando no sustituir, la omnipotencia divina...
Pero la mayor magia que poseen los libros, sean o no de tema esotérico, es provocar la desazón que sólo se calma cuando se consigue la pieza codiciada -aunque sólo hasta que no se pone la voluntad en el siguiente objetivo, claro-. Así que puestos de nuevo los desocupados mensajeros del heredero de Navarra en camino, no tardaron en enviar a Olite la noticia de que el grimorio de marras había sido localizado en una oscura botica situada en la rua de la Pabostría de Zaragoza, junto a la Seo de San Salvador.
Y ganas dieron al príncipe de acercarse él mismo a por tan preciado volumen, mas otras ocupaciones menos placenteras impidieron su entrada en el reino de Aragón, pues un inoportuno constipado lo mantenía arrebujado en el lecho, siendo todos los físicos de la misma opinión: que no era buena cosa que anduviesen todos aquellos extraños animales sueltos por los jardines de palacio, y que de esa acumulación de zarafahs, lebreles, estrucios, leones, búfalos y rapaces, venían sin duda todas aquellas frecuentes infecciones pulmonares que le aquejaban.
Palabrería hueca de médicos demasiado bien pagados para lo poco que de su ciencia saben, pensó el príncipe. Porque creía con bastante fundamento que no de aquellos animales, sino de otro con una joroba repleta de humo azul le vendrían más bien los acatarramientos. Y si no, del similar regalo que el señor inglés Lord Chesterfield le hizo cuando detuvo en Pamplona su viaje hacia Santiago. Pero nada de eso importaría cuando, mediante los conocimientos adquiridos en el grimorio, pudiese convertir el aire cargado de las cien habitaciones del palacio de Olite y aún también el de las doscientas del de Tafalla en perenne y refrescante viento de montaña, de tal suerte que las afecciones bronquiales pasarían a ser un mal recuerdo en aquellas estancias primero, y en todo el reino después.
Y en esas ensoñaciones estaba, cuando llegó un nuevo mensaje avisándole de que, sintiéndolo mucho, el librero zaragozano había vendido la noche anterior el grimorio a una desconocida y bellísima señora, que a más de pelirroja, tenía un lunar con forma media luna en el pecho izquierdo, el que protege el corazón.
Y el príncipe reconocío de inmediato esas señas como propias de Urganda la Encantadora, mujer del Sabio Frestón, que anda siempre a la husma de este tipo de libros de magia negra y que una vez más se le había adelantado.
Juramentos muy deshonestos profirió entonces don Carlos, que dicen que se oyeron hasta en Beire, pues ya iban dos ocasiones en las que el grimorio se le escurría de las manos. Mas como a grandes males es necesario poner grandes remedios, decidió acudir a la fuente natural donde todos los magos de esta parte del mundo vienen a saciar su sed de conocimientos: Salamanca.
-Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado -se dijo a sí mismo el príncipe-. Cuna de las más regias librerías, aquellas que pese a ser una y otra vez desvalijadas por legiones de bachilleres -que bajo sus jubones y abrigos esconden los tomos y, marchándose sin pagar, dejan sin género y sin dinero a sus legítimos dueños-, renacen una y otra vez de sus cenizas. Sí: allí y sólo allí es a dónde tenía que enviar a sus mensajeros para que encontrasen el grimorio maldito.
Y resultó que había allá establecidos más navarros y navarras que en toda la merindad de Sangüesa junta. Los más, dedicados al noble arte de tocarse o de que les tocasen la barriga -cuando no otras partes más meridionales-, y los menos a estudiar con aprovechamiento todas las ciencias que el conocimiento humano alcanza. Así que no costó mucho al mensajero encontrar uno que supiera indicarle en qué lugar podría hallar el singular volumen que tanto ansiaba don Carlos: la librería El Buscón.
Y le pareció muy buen presagio ese nombre al mensajero, así que no tardó en dirigirse al paseo de las Carmelitas, y allá, tras una concienzuda rebusca en un mar de pobladas estanterías, halló por fin el anhelado libro, que tantas vueltas había hecho dar al príncipe de Viana. Y pagó por él un precio justo y adecuado, no como intentan hacer sus compatriotas y los de muchas otras nacionalidades en esas honradas librerías salmantinas.
Y mucho se alegró don Carlos cuando le llegó la noticia de que ya era suyo el grimorio, tan sólo a falta de que el correo llegase a su hora. Y pensó entonces en la cantidad de cosas que podría llevar a cabo cuando lo tuviese bien estudiado y asimilado.
Podría por ejemplo hacer que los vinos de Tafalla no dejasen resaca, pues tienden a mantenerse más tiempo en la cabeza que en el estómago. Podría conseguir igualmente que la capilla de música no desafinase al intentar seguir las complicadas composiciones del maestro don John de Oldfield. Podría también transformar el palacio en oceánico galeón con un mero chasquear de dedos -dejando así descansar al probo Sagastibelza para variar-. Y podría finalmente convertir el perecedero hielo conservado en la nevera en forma de huevo bajo la torre de las tres coronas, en diamantes eternos que rodeasen el cuello de su princesa Agnes de Kleves.
Pero ella no necesitó nunca tales adornos para realzar su belleza, que sólo un anillo de plata y corales rojos como el escudo de Navarra llevaba siempre en su mano. Así que únicamente pidió a su marido que utilizase su hipotético nuevo poder hechiceril para lograr que la capilla de música no sonase como los gatos del tejado de Santa María y que, si acaso conseguía convertir la nieve en diamantes -cosa en la que no confiaba lo más mínimo-, repartiera todas las joyas entre los habitantes de Olite, que siempre alegra a las buenas gentes que la declaración de impuestos salga a devolver, aunque sólo fuese por esta vez.
Y parece que algo debió hacer bien el curioso príncipe, pues dicen que todavía se conserva alguno de aquellos mágicos diamantes en unas cuantas casas de aquella hermosa ciudad.
Solamente hay que buscarlos con ganas, como los libros de magia...
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
Fue puesta la carta en el correo antes del día que marca el solsticio de invierno, y a pesar de ello, sigue sin recibir respuesta a su petición. Y empieza a sospechar si algún hechicero no habrá interceptado su mensaje, pues no es normal tanta tardanza en el raro comercio de libros de nigromancia...
Y es que tiene pinta este anhelado grimorio de recoger toda la oculta sabiduría que aparece en las Clavículas de Salomón, el Libro de los Tesoros de San Cipriano o incluso en la misma Tábula Esmeraldina. Por eso al tener noticia por boca de un mercader recién llegado a la corte de Olite, y que al parecer había podido contemplarlo en una zahurda del zoco de la ciudad de Barcelona, no tardó el príncipe en enviar mensajeros a solicitarlo, ofreciendo por él las monedas de plata de buena ley que fuesen menester.
Y en un principio marchó el negocio bibliófilo como la seda, y ya se veía el joven Carlos manejando con soltura las arcanas Bandas de Cyttorak -capaces de atrapar a su contacto los espíritus de quienes vivieron en tiempos pasados-, y consultando con mucho cuidado el ominoso Ojo de Agamotto, que permite ver lo que sucede en mundos muy lejanos del nuestro.
Mas de repente, sin aviso previo, el librero catalán dejó de comunicarse con el mensajero del príncipe de Viana, y aún aseguró éste que le fue imposible encontrar dónde había quedado la tienda del desaparecido, pues juró una y mil veces que al preguntar por él a otros vendedores del zoco, ninguno dijo reconocerlo, ni recordar siquiera que alguien con aquella descripción hubiese ocupado siquiera un único día un lugar en tal mercado. Pero ¿cómo podía ser aquesto, si el mensajero había estado precisamente en aquella tienda y había hablado con aquel extraño vendedor justo el día anterior?
Y es lo que tiene perseguir esta clase de obras iniciáticas: que uno no sabe si es que, al interesarse por ellas, acaba poniendo en marcha fuerzas que escapan de la comprensión humana, y que andan buscando siempre sortear, cuando no sustituir, la omnipotencia divina...
Pero la mayor magia que poseen los libros, sean o no de tema esotérico, es provocar la desazón que sólo se calma cuando se consigue la pieza codiciada -aunque sólo hasta que no se pone la voluntad en el siguiente objetivo, claro-. Así que puestos de nuevo los desocupados mensajeros del heredero de Navarra en camino, no tardaron en enviar a Olite la noticia de que el grimorio de marras había sido localizado en una oscura botica situada en la rua de la Pabostría de Zaragoza, junto a la Seo de San Salvador.
Y ganas dieron al príncipe de acercarse él mismo a por tan preciado volumen, mas otras ocupaciones menos placenteras impidieron su entrada en el reino de Aragón, pues un inoportuno constipado lo mantenía arrebujado en el lecho, siendo todos los físicos de la misma opinión: que no era buena cosa que anduviesen todos aquellos extraños animales sueltos por los jardines de palacio, y que de esa acumulación de zarafahs, lebreles, estrucios, leones, búfalos y rapaces, venían sin duda todas aquellas frecuentes infecciones pulmonares que le aquejaban.
Palabrería hueca de médicos demasiado bien pagados para lo poco que de su ciencia saben, pensó el príncipe. Porque creía con bastante fundamento que no de aquellos animales, sino de otro con una joroba repleta de humo azul le vendrían más bien los acatarramientos. Y si no, del similar regalo que el señor inglés Lord Chesterfield le hizo cuando detuvo en Pamplona su viaje hacia Santiago. Pero nada de eso importaría cuando, mediante los conocimientos adquiridos en el grimorio, pudiese convertir el aire cargado de las cien habitaciones del palacio de Olite y aún también el de las doscientas del de Tafalla en perenne y refrescante viento de montaña, de tal suerte que las afecciones bronquiales pasarían a ser un mal recuerdo en aquellas estancias primero, y en todo el reino después.
Y en esas ensoñaciones estaba, cuando llegó un nuevo mensaje avisándole de que, sintiéndolo mucho, el librero zaragozano había vendido la noche anterior el grimorio a una desconocida y bellísima señora, que a más de pelirroja, tenía un lunar con forma media luna en el pecho izquierdo, el que protege el corazón.
Y el príncipe reconocío de inmediato esas señas como propias de Urganda la Encantadora, mujer del Sabio Frestón, que anda siempre a la husma de este tipo de libros de magia negra y que una vez más se le había adelantado.
Juramentos muy deshonestos profirió entonces don Carlos, que dicen que se oyeron hasta en Beire, pues ya iban dos ocasiones en las que el grimorio se le escurría de las manos. Mas como a grandes males es necesario poner grandes remedios, decidió acudir a la fuente natural donde todos los magos de esta parte del mundo vienen a saciar su sed de conocimientos: Salamanca.
-Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado -se dijo a sí mismo el príncipe-. Cuna de las más regias librerías, aquellas que pese a ser una y otra vez desvalijadas por legiones de bachilleres -que bajo sus jubones y abrigos esconden los tomos y, marchándose sin pagar, dejan sin género y sin dinero a sus legítimos dueños-, renacen una y otra vez de sus cenizas. Sí: allí y sólo allí es a dónde tenía que enviar a sus mensajeros para que encontrasen el grimorio maldito.
Y resultó que había allá establecidos más navarros y navarras que en toda la merindad de Sangüesa junta. Los más, dedicados al noble arte de tocarse o de que les tocasen la barriga -cuando no otras partes más meridionales-, y los menos a estudiar con aprovechamiento todas las ciencias que el conocimiento humano alcanza. Así que no costó mucho al mensajero encontrar uno que supiera indicarle en qué lugar podría hallar el singular volumen que tanto ansiaba don Carlos: la librería El Buscón.
Y le pareció muy buen presagio ese nombre al mensajero, así que no tardó en dirigirse al paseo de las Carmelitas, y allá, tras una concienzuda rebusca en un mar de pobladas estanterías, halló por fin el anhelado libro, que tantas vueltas había hecho dar al príncipe de Viana. Y pagó por él un precio justo y adecuado, no como intentan hacer sus compatriotas y los de muchas otras nacionalidades en esas honradas librerías salmantinas.
Y mucho se alegró don Carlos cuando le llegó la noticia de que ya era suyo el grimorio, tan sólo a falta de que el correo llegase a su hora. Y pensó entonces en la cantidad de cosas que podría llevar a cabo cuando lo tuviese bien estudiado y asimilado.
Podría por ejemplo hacer que los vinos de Tafalla no dejasen resaca, pues tienden a mantenerse más tiempo en la cabeza que en el estómago. Podría conseguir igualmente que la capilla de música no desafinase al intentar seguir las complicadas composiciones del maestro don John de Oldfield. Podría también transformar el palacio en oceánico galeón con un mero chasquear de dedos -dejando así descansar al probo Sagastibelza para variar-. Y podría finalmente convertir el perecedero hielo conservado en la nevera en forma de huevo bajo la torre de las tres coronas, en diamantes eternos que rodeasen el cuello de su princesa Agnes de Kleves.
Pero ella no necesitó nunca tales adornos para realzar su belleza, que sólo un anillo de plata y corales rojos como el escudo de Navarra llevaba siempre en su mano. Así que únicamente pidió a su marido que utilizase su hipotético nuevo poder hechiceril para lograr que la capilla de música no sonase como los gatos del tejado de Santa María y que, si acaso conseguía convertir la nieve en diamantes -cosa en la que no confiaba lo más mínimo-, repartiera todas las joyas entre los habitantes de Olite, que siempre alegra a las buenas gentes que la declaración de impuestos salga a devolver, aunque sólo fuese por esta vez.
Y parece que algo debió hacer bien el curioso príncipe, pues dicen que todavía se conserva alguno de aquellos mágicos diamantes en unas cuantas casas de aquella hermosa ciudad.
Solamente hay que buscarlos con ganas, como los libros de magia...