A las afueras de Ujué, 25 de enero de 1371
-¡Suerte, hijo. Y procura que la pieza que cobres sea bien grande, así podremos cenarla esta noche!
Le martillean una y otra vez en la cabeza esas palabras de su padre, el rey Carlos II. Y sí, es cierto que ya ha salido otras veces de caza, pero nunca con una nevada tan copiosa como esta, que envuelve progresivamente el monte y los caminos que lo cruzan con su silencioso y blanco manto.
Pero es príncipe de Navarra, y aunque sólo tenga diez años ha de estar a la altura de sus antepasados, pues ha oído muchas veces, al calor de la lumbre, como su abuelo don Felipe mató su primer ciervo teniendo esa misma edad.
Y parece que va a poder conseguirlo, pues al poco de soltar a los perros, divisan un estupendo ejemplar en el lindero del bosque, mas justo en ese momento arrecia la tormenta de nieve y, lanzados todos los jinetes en loca carrera tras el animal, van desperdigándose hasta perderse de vista los unos de los otros en medio de aquella enmarañada arboleda.
Y por más gritos que da el joven don Carlos, no escucha respuesta a sus demandas de auxilio. Está completamente solo, y a su alrededor únicamente se escucha el manso y continuo caer de los gruesos copos. Y entonces, allá adelante, ve al ciervo que provocó la persecución, internándose más y más en el monte. Y aunque a su caballo cada vez le cuesta más avanzar, no se detiene hasta que la nieve le llega por los ijares.
Sin embargo el ciervo parece como si flotara en medio de aquel embravecido mar blanco, e incluso muestra su audacia desafiando al inexperto arquero, cuya flecha se pierde muy por encima de su objetivo.
¡Ha de ser suyo! No. No volverá a palacio con las manos vacías. Así que -ahora a pie-, continua tenazmente tras el venado, que no parece querer huir de él en absoluto. Al contrario, es como si quisiese guiarlo hacia algún lugar concreto. Pero, ¿hacia dónde? Calcula que ha debido alejarse al menos legua y media del pueblo. Muy pocas veces ha llegado tan lejos en las batidas de caza, y siempre acompañado por los monteros de su padre. Tampoco bajo la nieve puede distinguir referencia alguna que le señale su ubicación. Solamente aquel maldito ciervo parece saber a dónde ir...
Y en ese preciso momento, cuando el miedo comienza ya a morderle el ánimo, divisa a duras penas unos corrales y se dirige hacia uno de ellos con ansia renovada. No hay puerta que cierre las bien labradas jambas, porque en realidad parece ser una ermita, con su altar al fondo de la oscura estancia.
Ahora lamenta profundamente no haber hecho caso a su maestro don Fernando Pérez de Ollo, que ha intentado tantas veces que aprendiese los nombres y lugares de todas las ermitas del término de Uxue. Intenta recordar: San Blas, Santa Agueda, Santa Cruz, Santa Engracia...
¡Nada! No se acuerda de ninguna más. ¿Quizás sea ésta la Blanca? Lo cierto es que aunque supiese todos sus nombres tampoco le serviría de gran cosa, porque está completamente perdido en medio de aquel terrible vendaval. Y aunque ahora está bajo un débil cubierto, el viento helado entra en aquella estancia como si estuviese a la intemperie.
Está calado hasta los huesos, y no hay allá dentro nada con qué poder hacer fuego. Si no le encuentran pronto, puede que muera de frío. Se lo ha oído contar a su padre muchas veces, aunque él siempre hablaba de sucesos ocurridos en Normandía, donde al parecer nunca cesa el invierno...
Si al menos hubiera un trozo de tela con el que tapar el vano de la puerta... Y cuando mira por el hueco, ve otra vez al ciervo parado allí delante, mirándolo fijamente. Y entonces escucha una voz de mujer que le dice:
-¡Ven a mí!
No es posible, debe de estar soñando. Hasta se pellizca para comprobarlo. Pero vuelve a oír la misma voz, fuerte y clara:
-¡Ven!
Así que, asustadísimo, se arrebuja en el empapado manto y vuelve a salir tras el rumiante que, a paso muy lento, parece llevarle de nuevo a la espesura del sotobosque, que sólo se abre cuando llegan a la orilla de un pequeño lago que alimentan los barrancos cercanos. Su superficie se mantiene sorprendentemente serena, a pesar de la tremenda fuerza del viento que zarandea violentamente los matorrales.
De repente, desde el mismo centro de las aguas comienza a producirse un furioso remolino del que emerge una majestuosa dama con un niño en brazos. Los dos parecen hechos de la misma agua de la que han brotado. Carlos querría correr y alejarse de allí a toda velocidad, pero es como si sus piernas se negaran a obedecerle. La mujer le habla entonces con esa voz -salida del amanecer de los tiempos- que ya escuchó en la ermita:
-Príncipe de Navarra: soy Lakubegis, aquella a quien -hace más de mil años- adoraron en ese mismo santuario donde tu familia se postra ahora ante la que llamáis santa María de Uxue. Ella me quitó primero mis sacerdotes y después mis fieles, más no pudo arrebatarme ni este lugar ni mi poder primigenio. Y éste es mi hijo bienamado: Etorkizun. Pues el futuro es como el agua: imprevisible y huidizo. Y sólo los más valientes se atreven a conocer lo que el destino les aguarda. ¿Serás acaso tú uno de ellos? Aunque piénsalo bien, porque tú y sólo tú serás quien deba determinar -llegado el momento- si llevas o no a cabo lo que hoy aquí vislumbres. Y esa decisión, y las consecuencias que a ti y a tu pueblo acarree, te perseguirán toda tu existencia...
Y el joven Carlos, tan aterido como atemorizado, asiente con un titubeante movimiento de cabeza. Ella y el niño le tienden entonces sus manos, y cuando él las toma, el ambiente gélido se torna sorpresivamente en agradable tibieza, que va causándole un sopor invencible.
Y en esa duermevela puede ver al rey Carlos, exigiendo cada vez más y más impuestos a los exhaustos campesinos, y no para invertirlos en Navarra, sino en las lejanas guerras normandas, donde nada se le ha perdido al reino. Y ve también el momento final de la vida terrena de su padre, y también cómo ninguno de sus súbditos le llora con verdadero dolor. Y después se ve a sí mismo coronándose en una catedral sin más bóveda que la celeste, que parece y a la vez no parece la de Pamplona. Y ve que posee entonces el poder de decidir si continuar enfangado en las mismas batallas que su progenitor o lograr para su país la ya casi olvidada paz. Y contempla como le llegan carros y más carros cargados de monedas de oro de la mejor ley, pues ha vendido definitivamente aquellas tierras anegadas en sangre al rey de Francia. Y con ese dinero se dispone a levantar los palacios más hermosos que monarca alguno, ni aún aquellos de la imperial Roma, hayan conocido. Y surgen ante sus ojos el de Olite, el de Tafalla, y también el de Tudela, repletos los tres de obras de arte maravillosas. Y luego ve como se cubre por fin la catedral de Pamplona de una bóveda de piedra y, bajo ella, justo en el mismo lugar donde fue coronado, ve labrar para él la tumba más preciosa que escultor alguno hubiera podido siquiera imaginar. Y cuando ve huir definitivamente la luz de este mundo de sus ojos, puede ver también los de todos y cada uno de los navarros bañados en lágrimas, pues jamás hubo ni habrá otro rey tan bueno como él, salvo quizás su nieto del mismo nombre...
Los gritos de su padre, a lo lejos, le sacan de aquel extraño trance...
-¡Llevamos toda la noche buscándote, Carlos! Si algo te hubiera pasado, alguno de éstos ganapanes que dejaron que te perdieras lo hubiese pagado con su vida. Lo juro.
-Sosegaos, que mía y de nadie más fue la culpa, por querer atender vuestro deseo de cenar ciervo.
-Pues habéis sido tan imprudente como esos caballeros que cargan contra la infantería sin pararse a mirar si sus compañeros le siguen en tan loco empeño. Un futuro rey no puede consentirse ser temerario. Recordadlo siempre.
-Lo haré, padre mío, aunque me temo haber salido a vos, al menos en eso -le responde mientras mira de reojo al lago, que sigue sin perder de vista mientras emprenden el retorno a Uxue...
Y fue este rey don Carlos III de tan buen cáracter y recta inteligencia, que durante su gobierno alcanzó Navarra el gozoso bienestar que durante el de su belicoso padre le había sido una y otra vez negado. Y levantó los más espléndidos edificios que imaginarse pudieran, a la misma usanza de los de las novelas de caballería que tanto le gustaban. Y fue toda su vida muy devoto de santa María de Uxue. Tanto que acudió puntualmente hasta allí como romero siempre que le fue posible.
Y dicen que fue tan fervoroso que, cada año, cuando ya todos los peregrinos se habían marchado, se retiraba él solo a meditar en la ermita que se conoce como "la Blanca", y que allá, junto a un pequeño lago, se entregaba durante días a los más piadosos ejercicios, cual sacerdote de un antiquísimo culto, igual que habían hecho durante generaciones sus antepasados...
Foto de www.ahorazonamedia.com
Le martillean una y otra vez en la cabeza esas palabras de su padre, el rey Carlos II. Y sí, es cierto que ya ha salido otras veces de caza, pero nunca con una nevada tan copiosa como esta, que envuelve progresivamente el monte y los caminos que lo cruzan con su silencioso y blanco manto.
Pero es príncipe de Navarra, y aunque sólo tenga diez años ha de estar a la altura de sus antepasados, pues ha oído muchas veces, al calor de la lumbre, como su abuelo don Felipe mató su primer ciervo teniendo esa misma edad.
Y parece que va a poder conseguirlo, pues al poco de soltar a los perros, divisan un estupendo ejemplar en el lindero del bosque, mas justo en ese momento arrecia la tormenta de nieve y, lanzados todos los jinetes en loca carrera tras el animal, van desperdigándose hasta perderse de vista los unos de los otros en medio de aquella enmarañada arboleda.
Y por más gritos que da el joven don Carlos, no escucha respuesta a sus demandas de auxilio. Está completamente solo, y a su alrededor únicamente se escucha el manso y continuo caer de los gruesos copos. Y entonces, allá adelante, ve al ciervo que provocó la persecución, internándose más y más en el monte. Y aunque a su caballo cada vez le cuesta más avanzar, no se detiene hasta que la nieve le llega por los ijares.
Sin embargo el ciervo parece como si flotara en medio de aquel embravecido mar blanco, e incluso muestra su audacia desafiando al inexperto arquero, cuya flecha se pierde muy por encima de su objetivo.
¡Ha de ser suyo! No. No volverá a palacio con las manos vacías. Así que -ahora a pie-, continua tenazmente tras el venado, que no parece querer huir de él en absoluto. Al contrario, es como si quisiese guiarlo hacia algún lugar concreto. Pero, ¿hacia dónde? Calcula que ha debido alejarse al menos legua y media del pueblo. Muy pocas veces ha llegado tan lejos en las batidas de caza, y siempre acompañado por los monteros de su padre. Tampoco bajo la nieve puede distinguir referencia alguna que le señale su ubicación. Solamente aquel maldito ciervo parece saber a dónde ir...
Y en ese preciso momento, cuando el miedo comienza ya a morderle el ánimo, divisa a duras penas unos corrales y se dirige hacia uno de ellos con ansia renovada. No hay puerta que cierre las bien labradas jambas, porque en realidad parece ser una ermita, con su altar al fondo de la oscura estancia.
Ahora lamenta profundamente no haber hecho caso a su maestro don Fernando Pérez de Ollo, que ha intentado tantas veces que aprendiese los nombres y lugares de todas las ermitas del término de Uxue. Intenta recordar: San Blas, Santa Agueda, Santa Cruz, Santa Engracia...
¡Nada! No se acuerda de ninguna más. ¿Quizás sea ésta la Blanca? Lo cierto es que aunque supiese todos sus nombres tampoco le serviría de gran cosa, porque está completamente perdido en medio de aquel terrible vendaval. Y aunque ahora está bajo un débil cubierto, el viento helado entra en aquella estancia como si estuviese a la intemperie.
Está calado hasta los huesos, y no hay allá dentro nada con qué poder hacer fuego. Si no le encuentran pronto, puede que muera de frío. Se lo ha oído contar a su padre muchas veces, aunque él siempre hablaba de sucesos ocurridos en Normandía, donde al parecer nunca cesa el invierno...
Si al menos hubiera un trozo de tela con el que tapar el vano de la puerta... Y cuando mira por el hueco, ve otra vez al ciervo parado allí delante, mirándolo fijamente. Y entonces escucha una voz de mujer que le dice:
-¡Ven a mí!
No es posible, debe de estar soñando. Hasta se pellizca para comprobarlo. Pero vuelve a oír la misma voz, fuerte y clara:
-¡Ven!
Así que, asustadísimo, se arrebuja en el empapado manto y vuelve a salir tras el rumiante que, a paso muy lento, parece llevarle de nuevo a la espesura del sotobosque, que sólo se abre cuando llegan a la orilla de un pequeño lago que alimentan los barrancos cercanos. Su superficie se mantiene sorprendentemente serena, a pesar de la tremenda fuerza del viento que zarandea violentamente los matorrales.
De repente, desde el mismo centro de las aguas comienza a producirse un furioso remolino del que emerge una majestuosa dama con un niño en brazos. Los dos parecen hechos de la misma agua de la que han brotado. Carlos querría correr y alejarse de allí a toda velocidad, pero es como si sus piernas se negaran a obedecerle. La mujer le habla entonces con esa voz -salida del amanecer de los tiempos- que ya escuchó en la ermita:
-Príncipe de Navarra: soy Lakubegis, aquella a quien -hace más de mil años- adoraron en ese mismo santuario donde tu familia se postra ahora ante la que llamáis santa María de Uxue. Ella me quitó primero mis sacerdotes y después mis fieles, más no pudo arrebatarme ni este lugar ni mi poder primigenio. Y éste es mi hijo bienamado: Etorkizun. Pues el futuro es como el agua: imprevisible y huidizo. Y sólo los más valientes se atreven a conocer lo que el destino les aguarda. ¿Serás acaso tú uno de ellos? Aunque piénsalo bien, porque tú y sólo tú serás quien deba determinar -llegado el momento- si llevas o no a cabo lo que hoy aquí vislumbres. Y esa decisión, y las consecuencias que a ti y a tu pueblo acarree, te perseguirán toda tu existencia...
Y el joven Carlos, tan aterido como atemorizado, asiente con un titubeante movimiento de cabeza. Ella y el niño le tienden entonces sus manos, y cuando él las toma, el ambiente gélido se torna sorpresivamente en agradable tibieza, que va causándole un sopor invencible.
Y en esa duermevela puede ver al rey Carlos, exigiendo cada vez más y más impuestos a los exhaustos campesinos, y no para invertirlos en Navarra, sino en las lejanas guerras normandas, donde nada se le ha perdido al reino. Y ve también el momento final de la vida terrena de su padre, y también cómo ninguno de sus súbditos le llora con verdadero dolor. Y después se ve a sí mismo coronándose en una catedral sin más bóveda que la celeste, que parece y a la vez no parece la de Pamplona. Y ve que posee entonces el poder de decidir si continuar enfangado en las mismas batallas que su progenitor o lograr para su país la ya casi olvidada paz. Y contempla como le llegan carros y más carros cargados de monedas de oro de la mejor ley, pues ha vendido definitivamente aquellas tierras anegadas en sangre al rey de Francia. Y con ese dinero se dispone a levantar los palacios más hermosos que monarca alguno, ni aún aquellos de la imperial Roma, hayan conocido. Y surgen ante sus ojos el de Olite, el de Tafalla, y también el de Tudela, repletos los tres de obras de arte maravillosas. Y luego ve como se cubre por fin la catedral de Pamplona de una bóveda de piedra y, bajo ella, justo en el mismo lugar donde fue coronado, ve labrar para él la tumba más preciosa que escultor alguno hubiera podido siquiera imaginar. Y cuando ve huir definitivamente la luz de este mundo de sus ojos, puede ver también los de todos y cada uno de los navarros bañados en lágrimas, pues jamás hubo ni habrá otro rey tan bueno como él, salvo quizás su nieto del mismo nombre...
Los gritos de su padre, a lo lejos, le sacan de aquel extraño trance...
-¡Llevamos toda la noche buscándote, Carlos! Si algo te hubiera pasado, alguno de éstos ganapanes que dejaron que te perdieras lo hubiese pagado con su vida. Lo juro.
-Sosegaos, que mía y de nadie más fue la culpa, por querer atender vuestro deseo de cenar ciervo.
-Pues habéis sido tan imprudente como esos caballeros que cargan contra la infantería sin pararse a mirar si sus compañeros le siguen en tan loco empeño. Un futuro rey no puede consentirse ser temerario. Recordadlo siempre.
-Lo haré, padre mío, aunque me temo haber salido a vos, al menos en eso -le responde mientras mira de reojo al lago, que sigue sin perder de vista mientras emprenden el retorno a Uxue...
Y fue este rey don Carlos III de tan buen cáracter y recta inteligencia, que durante su gobierno alcanzó Navarra el gozoso bienestar que durante el de su belicoso padre le había sido una y otra vez negado. Y levantó los más espléndidos edificios que imaginarse pudieran, a la misma usanza de los de las novelas de caballería que tanto le gustaban. Y fue toda su vida muy devoto de santa María de Uxue. Tanto que acudió puntualmente hasta allí como romero siempre que le fue posible.
Y dicen que fue tan fervoroso que, cada año, cuando ya todos los peregrinos se habían marchado, se retiraba él solo a meditar en la ermita que se conoce como "la Blanca", y que allá, junto a un pequeño lago, se entregaba durante días a los más piadosos ejercicios, cual sacerdote de un antiquísimo culto, igual que habían hecho durante generaciones sus antepasados...
Ara votiva del siglo IV d. C. encontrada en la ermita de la Blanca de Ujué,
conservada en el Museo de Navarra en la actualidad.
COELI TESPHORO ET FESTA ET TELE / SINUS LACUBEGIS EX / VOTO
Celio Tesfhoro y Festa y Telesinus a Lacubegis cumpliendo un voto.
Celio Tesfhoro y Festa y Telesinus a Lacubegis cumpliendo un voto.
© Mikel Zuza Viniegra, 2013