Pamplona, 6 de agosto de 1938
Coro de la catedral
-Señor Pascual, señor Cunqueiro. Si no desean nada más de mí, les dejo solos para que puedan admirar esta pieza maestra de nuestro tesoro a sus anchas.
-Vaya tranquilo, padre Larumbe. Le aseguramos que a pesar de nuestra condición de humildes periodistas, con nosotros estará segura.
-Bueno, no tan humildes: nada menos que el redactor jefe del Arriba España de Pamplona y uno de los más importantes colaboradores de la Voz de España de San Sebastián...
-Bah. Muy poca cosa al lado de su puesto como delegado de Bellas Artes de Navarra, don Onofre.
-Ya quisiera yo que mis alumnos de la asignatura de Arqueología Sagrada en el seminario mostrasen la misma curiosidad y erudición que ustedes dos.
-Seguro que todos ellos sacan gran provecho de sus muy pedagógicos métodos de enseñanza artística.
-No estén tan seguros. El otro día les propuse a modo de consulta qué les parecería retirar este mismo coro en el que nos encontramos, con su reja y sillería, para que la nave central ganase en perspectiva y se acercase más al modelo de sus hermanas francesas, y ninguno se mostró partidario. ¿A ustedes qué les parecería esta idea?
-Con tal de que no vuelva a moverse de su sitio secular este maravilloso sepulcro del rey don Carlos III el Noble, yo vería con buenos ojos pasar despejar completamente esta nave.
-¿Pero cómo, Angel María? ¿Acaso se atrevieron a tal ignominia?
-Vaya que sí se atrevieron, Alvaro. Tres años estuvo guardado en la cocina, al otro lado del claustro. Y si no hubiera sido por el empeño personal del canónigo don Néstor Zubeldía, probablemente aún seguiría allí.
-Convengo en que el l lugar de reposo eterno de un rey no puede ser una cocina, por más que yo haya soñado muchas veces semejante final.
-Pero eso será por que los gallegos sois de muy buen comer.
-No me parece que los navarros os quedéis atrás a la hora del buen yantar.
-Si me disculpan, su gastronómica conversación me ha recordado que es justamente la hora de comer. Bajo ese paño está el relicario. Admírenlo con calma. Regresaré dentro de un par de horas.
-Hasta luego, don Onofre.
-¿Así que esta es la maravilla de la que me habías hablado, Angel María? Pues realmente no le veo nada de bizantina....
-Por que evidentemente no lo es. Lo que te dije es que el emperador de Constantinopla, Manuel II Paleólogo, con el ánimo de conseguir ayuda para su sitiada capital, emprendió en 1400 un viaje por todo el occidente cristiano por ver si los monarcas católicos se apiadaban de su desesperada situación...
-¿No te parece el de "Paleólogo" uno de los apellidos más preciosos que jamás hayan existido?
-Sí, y tampoco están nada mal los de Vatatzes, Lascaris, Ducas y Tzimisces. Pero si me tengo que quedar con un sobrenombre imperial griego, elijo el de Basilio II: Bulgaroktonós -el matador de Búlgaros-.
-Eso no te abrirá nunca las puertas de Sofía.
-Pero no me cerrará las de Hagia Sofia, que estimo mucho más.
-En fin: habías dejado al buen don Manuel II rogando socorro como un mendigo por las cortes de Europa.
-Así es. Y como vio que no recibía de sus subordinados -pues al fin y al cabo uno de los títulos del emperador de Bizancio era el de "Rey de Reyes"- más que buenas palabras, optó por intentar ganarse a tan ricos pero indolentes gobernantes regalándoles las más maravillosas reliquias conservadas durante siglos en los monasterios del cuerno de oro.
-Y al rey de Navarra intentó ganárselo con...
-Un trozo de la verdadera cruz de Cristo, y un fragmento del manto que -Mateo cap. IX v. 20- él mismo llevó y a cuyo contacto sanó la mujer que llevaba enferma doce años. El embajador Alejo de Viana los trajo desde Francia y los entregó al cabildo de esta catedral la mañana del día 6 de enero de 1401.
-El día de Reyes, imposible escoger mejor fecha.
-Aunque naturalmente quien venía desde Oriente en busca de auxilio económico no podía costear un relicario tan lujoso como éste. Él regaló lo más precioso: la madera y la tela sagradas, y debió ser el rey de Navarra quien encargó protegerlos con este portento de tracerías góticas que afortunadamente todavía conservamos.
-¿Todavía?
-Hace exactamente tres años, la noche del sábado 10 de agosto de 1935, José Ramón Rodríguez Rajo y Román Gainza Iguarán -al parecer por encargo de cierto relojero pamplonés- robaron muchas piezas del tesoro de la catedral, entre ellas este relicario, que luego barbaramente se complacieron en fragmentar para vender más fácilmente los zafiros, perlas y esmeraldas que lo adornaban. Aunque se ha podido restaurar bastante adecuadamente el pie, de las tres cruces que lo coronaban sólo nos resta auténtica la que está más a la izquierda...
-Ha corrido más aventuras este relicario que Dick Turpin...
-Lo peor es que las dos cruces reproducidas no son -muy evidentemente además- del mismo bellísimo arte que las originales, y es que dígase lo que se diga, no hay ahora ni habrá nunca en el futuro orfebres tan diestros como los medievales.
-¿Y se sabe acaso quién labró semejante maravilla?
-Pues según Martínez de Aguirre, que lo ha estudiado, debió reaprovecharse para confeccionar este relicario el pie elaborado para una cruz de oro que Carlos II el Malo había adquirido por 3000 florines en la papal ciudad de Aviñon. Y si así realmente sucedió, el autor de la joya que ahora estamos contemplando sería alguien que firmaba como Juan el Argentero, vecino de Pamplona. Para que luego digan que los mejores artistas son extranjeros...
-¿Y si yo te digo, Angel María, que leyendo un viejo tratado de reliquiología, encontré una curiosa noticia sobre la entrega a este rey delante de cuyo florido sepulcro nos hallamos, no de esta precisa reliquia del Lignum Crucis, sino de la otra, la del manto curativo de Nuestro Señor?
-¿Y qué noticia es esa?
-Pues una que contaba que, al abrir el estuche donde se custodiaba el fragmento de tela, descubrió el obispo de Bayona y confesor regio fray García de Eugui, que fue quien en nombre del cabildo recibió tan sacro e imperial presente, una polilla bien gorda, que sin duda había saciado su hambre con tan excepcional tejido. El prior y los chantres querían matarla inmediatamente, pero el sagaz prelado les hizo ver que sería gran sacrilegio aplastar a quien llevaba dentro de sí fibras de la seda que vistió Jesucristo allá en la lejana Galilea. Y como les convenció a todos de la gran maldad que ello conllevaría, tan sólo les quedó ajustar la dieta que a partir de ahora llevaría el díscolo lepidóptero, pues en lo que todos se pusieron de acuerdo es en prohibirle que siguiera paladeando el divino manto. Claro está que la ciencia de la entomología no estaba en aquellos iniciales años del siglo XV muy desarrollada, así que lo que decidieron fue poner cada mes en su nuevo estuche un pedazo de alguna de las casullas del señor obispo o de los mantos de armiño de su alteza don Carlos III, pues juzgaron que esa lujosa colación no se le haría de poca categoría a tan afortunado insecto. Y aún añadía aquella fascinante crónica una última aparición en la historia de tan interesante artrópodo, que por llevar vida tan regalada se conoce que vivió mucho más que los de su especie. Y es que parece que el príncipe de Viana, a la sazón nieto del monarca que había recibido las reliquias, aún empleó el voraz apetito del bicho para raer de todos las banderolas y estandartes de ceremonia las armas de su malhadado padre, que conspiraba por entonces para que no le sucediese en el trono, dejando únicamente a salvo las divisas y escudos de Navarra y Evreux, y condenando a desaparecer entre las voraces fauces los negros calderos del ducado de Peñafiel y las orgullosas águílas de Sicilia. Y como era aquél príncipe muy espabilado mozo, tal limpieza de emblemas la consiguió embadurnando con licor de la morera de Olite los de su envidioso progenitor, pues todo el mundo sabe que las polillas son dipsómanas por naturaleza, y prefieren un buen digestivo a -por ejemplo- los tallarines, cosa que a nadie en sus cabales podría extrañar. ¿Qué te parece, Angel María, crees que si lo buscamos bien encontraremos el rastro de tan simpático animalejo?
-No sé, Alvaro. Del siglo XV para acá se han descubierto muchos avances, y no están entre los menores el Nopol y las bolas de naftalina, así que creo que no será fácil que haya podido sobrevivir, aunque ciertamente es esta fábrica catedralicia tan inmensa y posee tantos recovecos, que muy bien podría haberlo conseguido, sobre todo si mantuvo tan principesco régimen alimenticio. Sin embargo yo, que jamás oí hablar de tal intromisión de las ciencias naturales en las relaciones diplomáticas entre Bizancio y Navarra, sí que descubrí revisando los cartularios de aquellas décadas la trama oculta de este asunto del relicario. Y es que parece ser que a aquél palacio repleto de mármoles y jaspes de Blachernae, que es donde siempre han tenido su morada los Basileus, llegó la noticia de que el rey de Navarra tenía cinco hijas, a cada cual más guapa, pues no en vano dejó escrito Burnett-Swann que las princesas más bellas son y fueron siempre las de Navarra. Y entróle al emperador Manuel II Paleólogo tal desazón y tales ansias de saber más de ellas, que a pesar de estar -como casi siempre- su dorada capital cercada por las tropas del sultán Bayaceto, arbitró con su megaduque una solución que le permitiese viajar a Occidente por si así podía llegar a conocerlas personalmente. Y desde que su imperial nave abandonó el Bósforo casi a escondidas, dedicó todo su tiempo a escribir larguísimas cartas a Juana, a Blanca, a María, a Beatriz y a Isabel, no por que las pretendiese a todas, sino para que al menos una de ellas llegase a ocupar el trono de Constantinopla. Y esas cartas viajaron acompañadas por las dos reliquias ya mencionadas, por ver si con tal regalo se ablandaba la familia real de Navarra. Pero eran las infantas demasiado jóvenes para atender las inflamadas demandas del viejo Paleólogo, y rápidamente corrieron a poner las misivas -que portaban para autentificarlas el sello colgante de oro de los autócratas de Bizancio- en manos de sus padres. Y aunque no puede negarse que don Carlos y doña Leonor se vieron muy honrados por las pretensiones imperiales, ha de quedar bien claro que acabó pesando más que la honra de emparentar con los descendientes de Justiniano, el amor que por todas sus hijas sentían, lo cual les impedía al fin y al cabo enviar a una de ellas a la casi cierta desdicha de acabar apresada por los turcos, pues hasta el más desconocedor de la geopolítica oriental sabía que la ciudad caería más tarde o más temprano. Así que, agradeciendo mucho sus atenciones, lo que hicieron fue recomendar al emperador que buscase pareja en otras cortes, haciendo hincapié sobre todo en que probase suerte en la de Inglaterra, donde destacaba doña Catalina de Alencastre. Bien es verdad que no le dijeron a don Manuel II que a decir de los cronistas más informados, por lo que destacaba aquella princesa era por ser "mujer de extraordinaria fealdad". Pensaron que ya se daría cuenta él en cuanto desembarcase en la británica isla. Puede ser también -aunque la crónica no lo llegaba a asegurar- que por adornar un poco el nombre de la susodicha, cambiaran el rudo "Alencastre" del romance navarro por el mucho más evocador y anglófono "Lancaster". Y esto es algo que no podrá extrañar a quien haya visto filmes protagonizados por un gran actor americano, que muy probablemente no hubiese hecho carrera cinematográfica si en el cartel luminoso hubieran debido escribir "Burt Alencastre" y no "Burt Lancaster". Y esta es -grosso modo- la forma en que estas preciosas reliquias llegaron a este reino.
-Sería buenísima cosa historiar todos y cada uno de los relicarios de la cristiandad. Nos saldría una interesante enciclopedia formada por docenas de tomos de provechosa y alucinada lectura. ¿No te parece, Angel María?
-Ambicioso proyecto es ese, pero si llegamos a hacerlo algún día, espero que abunden más que ahora los creyentes en insectos sacrófagos, bellas princesas y emperadores peregrinos...
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
Coro de la catedral
-Señor Pascual, señor Cunqueiro. Si no desean nada más de mí, les dejo solos para que puedan admirar esta pieza maestra de nuestro tesoro a sus anchas.
-Vaya tranquilo, padre Larumbe. Le aseguramos que a pesar de nuestra condición de humildes periodistas, con nosotros estará segura.
-Bueno, no tan humildes: nada menos que el redactor jefe del Arriba España de Pamplona y uno de los más importantes colaboradores de la Voz de España de San Sebastián...
-Bah. Muy poca cosa al lado de su puesto como delegado de Bellas Artes de Navarra, don Onofre.
-Ya quisiera yo que mis alumnos de la asignatura de Arqueología Sagrada en el seminario mostrasen la misma curiosidad y erudición que ustedes dos.
-Seguro que todos ellos sacan gran provecho de sus muy pedagógicos métodos de enseñanza artística.
-No estén tan seguros. El otro día les propuse a modo de consulta qué les parecería retirar este mismo coro en el que nos encontramos, con su reja y sillería, para que la nave central ganase en perspectiva y se acercase más al modelo de sus hermanas francesas, y ninguno se mostró partidario. ¿A ustedes qué les parecería esta idea?
-Con tal de que no vuelva a moverse de su sitio secular este maravilloso sepulcro del rey don Carlos III el Noble, yo vería con buenos ojos pasar despejar completamente esta nave.
-¿Pero cómo, Angel María? ¿Acaso se atrevieron a tal ignominia?
-Vaya que sí se atrevieron, Alvaro. Tres años estuvo guardado en la cocina, al otro lado del claustro. Y si no hubiera sido por el empeño personal del canónigo don Néstor Zubeldía, probablemente aún seguiría allí.
-Convengo en que el l lugar de reposo eterno de un rey no puede ser una cocina, por más que yo haya soñado muchas veces semejante final.
-Pero eso será por que los gallegos sois de muy buen comer.
-No me parece que los navarros os quedéis atrás a la hora del buen yantar.
-Si me disculpan, su gastronómica conversación me ha recordado que es justamente la hora de comer. Bajo ese paño está el relicario. Admírenlo con calma. Regresaré dentro de un par de horas.
-Hasta luego, don Onofre.
-¿Así que esta es la maravilla de la que me habías hablado, Angel María? Pues realmente no le veo nada de bizantina....
-Por que evidentemente no lo es. Lo que te dije es que el emperador de Constantinopla, Manuel II Paleólogo, con el ánimo de conseguir ayuda para su sitiada capital, emprendió en 1400 un viaje por todo el occidente cristiano por ver si los monarcas católicos se apiadaban de su desesperada situación...
-¿No te parece el de "Paleólogo" uno de los apellidos más preciosos que jamás hayan existido?
-Sí, y tampoco están nada mal los de Vatatzes, Lascaris, Ducas y Tzimisces. Pero si me tengo que quedar con un sobrenombre imperial griego, elijo el de Basilio II: Bulgaroktonós -el matador de Búlgaros-.
-Eso no te abrirá nunca las puertas de Sofía.
-Pero no me cerrará las de Hagia Sofia, que estimo mucho más.
-En fin: habías dejado al buen don Manuel II rogando socorro como un mendigo por las cortes de Europa.
-Así es. Y como vio que no recibía de sus subordinados -pues al fin y al cabo uno de los títulos del emperador de Bizancio era el de "Rey de Reyes"- más que buenas palabras, optó por intentar ganarse a tan ricos pero indolentes gobernantes regalándoles las más maravillosas reliquias conservadas durante siglos en los monasterios del cuerno de oro.
-Y al rey de Navarra intentó ganárselo con...
-Un trozo de la verdadera cruz de Cristo, y un fragmento del manto que -Mateo cap. IX v. 20- él mismo llevó y a cuyo contacto sanó la mujer que llevaba enferma doce años. El embajador Alejo de Viana los trajo desde Francia y los entregó al cabildo de esta catedral la mañana del día 6 de enero de 1401.
-El día de Reyes, imposible escoger mejor fecha.
-Aunque naturalmente quien venía desde Oriente en busca de auxilio económico no podía costear un relicario tan lujoso como éste. Él regaló lo más precioso: la madera y la tela sagradas, y debió ser el rey de Navarra quien encargó protegerlos con este portento de tracerías góticas que afortunadamente todavía conservamos.
-¿Todavía?
-Hace exactamente tres años, la noche del sábado 10 de agosto de 1935, José Ramón Rodríguez Rajo y Román Gainza Iguarán -al parecer por encargo de cierto relojero pamplonés- robaron muchas piezas del tesoro de la catedral, entre ellas este relicario, que luego barbaramente se complacieron en fragmentar para vender más fácilmente los zafiros, perlas y esmeraldas que lo adornaban. Aunque se ha podido restaurar bastante adecuadamente el pie, de las tres cruces que lo coronaban sólo nos resta auténtica la que está más a la izquierda...
-Ha corrido más aventuras este relicario que Dick Turpin...
-Lo peor es que las dos cruces reproducidas no son -muy evidentemente además- del mismo bellísimo arte que las originales, y es que dígase lo que se diga, no hay ahora ni habrá nunca en el futuro orfebres tan diestros como los medievales.
-¿Y se sabe acaso quién labró semejante maravilla?
-Pues según Martínez de Aguirre, que lo ha estudiado, debió reaprovecharse para confeccionar este relicario el pie elaborado para una cruz de oro que Carlos II el Malo había adquirido por 3000 florines en la papal ciudad de Aviñon. Y si así realmente sucedió, el autor de la joya que ahora estamos contemplando sería alguien que firmaba como Juan el Argentero, vecino de Pamplona. Para que luego digan que los mejores artistas son extranjeros...
-¿Y si yo te digo, Angel María, que leyendo un viejo tratado de reliquiología, encontré una curiosa noticia sobre la entrega a este rey delante de cuyo florido sepulcro nos hallamos, no de esta precisa reliquia del Lignum Crucis, sino de la otra, la del manto curativo de Nuestro Señor?
-¿Y qué noticia es esa?
-Pues una que contaba que, al abrir el estuche donde se custodiaba el fragmento de tela, descubrió el obispo de Bayona y confesor regio fray García de Eugui, que fue quien en nombre del cabildo recibió tan sacro e imperial presente, una polilla bien gorda, que sin duda había saciado su hambre con tan excepcional tejido. El prior y los chantres querían matarla inmediatamente, pero el sagaz prelado les hizo ver que sería gran sacrilegio aplastar a quien llevaba dentro de sí fibras de la seda que vistió Jesucristo allá en la lejana Galilea. Y como les convenció a todos de la gran maldad que ello conllevaría, tan sólo les quedó ajustar la dieta que a partir de ahora llevaría el díscolo lepidóptero, pues en lo que todos se pusieron de acuerdo es en prohibirle que siguiera paladeando el divino manto. Claro está que la ciencia de la entomología no estaba en aquellos iniciales años del siglo XV muy desarrollada, así que lo que decidieron fue poner cada mes en su nuevo estuche un pedazo de alguna de las casullas del señor obispo o de los mantos de armiño de su alteza don Carlos III, pues juzgaron que esa lujosa colación no se le haría de poca categoría a tan afortunado insecto. Y aún añadía aquella fascinante crónica una última aparición en la historia de tan interesante artrópodo, que por llevar vida tan regalada se conoce que vivió mucho más que los de su especie. Y es que parece que el príncipe de Viana, a la sazón nieto del monarca que había recibido las reliquias, aún empleó el voraz apetito del bicho para raer de todos las banderolas y estandartes de ceremonia las armas de su malhadado padre, que conspiraba por entonces para que no le sucediese en el trono, dejando únicamente a salvo las divisas y escudos de Navarra y Evreux, y condenando a desaparecer entre las voraces fauces los negros calderos del ducado de Peñafiel y las orgullosas águílas de Sicilia. Y como era aquél príncipe muy espabilado mozo, tal limpieza de emblemas la consiguió embadurnando con licor de la morera de Olite los de su envidioso progenitor, pues todo el mundo sabe que las polillas son dipsómanas por naturaleza, y prefieren un buen digestivo a -por ejemplo- los tallarines, cosa que a nadie en sus cabales podría extrañar. ¿Qué te parece, Angel María, crees que si lo buscamos bien encontraremos el rastro de tan simpático animalejo?
-No sé, Alvaro. Del siglo XV para acá se han descubierto muchos avances, y no están entre los menores el Nopol y las bolas de naftalina, así que creo que no será fácil que haya podido sobrevivir, aunque ciertamente es esta fábrica catedralicia tan inmensa y posee tantos recovecos, que muy bien podría haberlo conseguido, sobre todo si mantuvo tan principesco régimen alimenticio. Sin embargo yo, que jamás oí hablar de tal intromisión de las ciencias naturales en las relaciones diplomáticas entre Bizancio y Navarra, sí que descubrí revisando los cartularios de aquellas décadas la trama oculta de este asunto del relicario. Y es que parece ser que a aquél palacio repleto de mármoles y jaspes de Blachernae, que es donde siempre han tenido su morada los Basileus, llegó la noticia de que el rey de Navarra tenía cinco hijas, a cada cual más guapa, pues no en vano dejó escrito Burnett-Swann que las princesas más bellas son y fueron siempre las de Navarra. Y entróle al emperador Manuel II Paleólogo tal desazón y tales ansias de saber más de ellas, que a pesar de estar -como casi siempre- su dorada capital cercada por las tropas del sultán Bayaceto, arbitró con su megaduque una solución que le permitiese viajar a Occidente por si así podía llegar a conocerlas personalmente. Y desde que su imperial nave abandonó el Bósforo casi a escondidas, dedicó todo su tiempo a escribir larguísimas cartas a Juana, a Blanca, a María, a Beatriz y a Isabel, no por que las pretendiese a todas, sino para que al menos una de ellas llegase a ocupar el trono de Constantinopla. Y esas cartas viajaron acompañadas por las dos reliquias ya mencionadas, por ver si con tal regalo se ablandaba la familia real de Navarra. Pero eran las infantas demasiado jóvenes para atender las inflamadas demandas del viejo Paleólogo, y rápidamente corrieron a poner las misivas -que portaban para autentificarlas el sello colgante de oro de los autócratas de Bizancio- en manos de sus padres. Y aunque no puede negarse que don Carlos y doña Leonor se vieron muy honrados por las pretensiones imperiales, ha de quedar bien claro que acabó pesando más que la honra de emparentar con los descendientes de Justiniano, el amor que por todas sus hijas sentían, lo cual les impedía al fin y al cabo enviar a una de ellas a la casi cierta desdicha de acabar apresada por los turcos, pues hasta el más desconocedor de la geopolítica oriental sabía que la ciudad caería más tarde o más temprano. Así que, agradeciendo mucho sus atenciones, lo que hicieron fue recomendar al emperador que buscase pareja en otras cortes, haciendo hincapié sobre todo en que probase suerte en la de Inglaterra, donde destacaba doña Catalina de Alencastre. Bien es verdad que no le dijeron a don Manuel II que a decir de los cronistas más informados, por lo que destacaba aquella princesa era por ser "mujer de extraordinaria fealdad". Pensaron que ya se daría cuenta él en cuanto desembarcase en la británica isla. Puede ser también -aunque la crónica no lo llegaba a asegurar- que por adornar un poco el nombre de la susodicha, cambiaran el rudo "Alencastre" del romance navarro por el mucho más evocador y anglófono "Lancaster". Y esto es algo que no podrá extrañar a quien haya visto filmes protagonizados por un gran actor americano, que muy probablemente no hubiese hecho carrera cinematográfica si en el cartel luminoso hubieran debido escribir "Burt Alencastre" y no "Burt Lancaster". Y esta es -grosso modo- la forma en que estas preciosas reliquias llegaron a este reino.
-Sería buenísima cosa historiar todos y cada uno de los relicarios de la cristiandad. Nos saldría una interesante enciclopedia formada por docenas de tomos de provechosa y alucinada lectura. ¿No te parece, Angel María?
-Ambicioso proyecto es ese, pero si llegamos a hacerlo algún día, espero que abunden más que ahora los creyentes en insectos sacrófagos, bellas princesas y emperadores peregrinos...
© Mikel Zuza Viniegra, 2013