Crucero de Uxue, noche de San Lorenzo de 1444
Sí, como cada año por estas fechas, la corte entera se agolpará en las escalonadas terrazas del palacio de Olite para poder contemplar como las estrellas lloran la muerte en la parrilla del mártir oscense. Y Simón, el astrólogo real les irá explicando a grandes voces todo lo mucho que ha leído en sus incomprensibles cartas y planisferios celestes.
Así que en busca de la tranquilidad que allí no encontrarían -y aprovechando el barullo- se han escapado de incógnito los príncipes de Viana hasta este silencioso lugar que es uno de los balcones más majestuosos del reino.
Como a Carlos no le apetecía conducir esta noche,es Agnes quien ha guiado el carro hasta aquí. El farol delantero -una vez más- no se enciende ni acercándole la antorcha más rusiente.
-¿Cuándo vas a llevarlo al herrero? Mira que te lo he dicho veces...
-¿Pero cuándo voy a poder hacerlo? Pensé que te encargarías tú.
-La otra tarde tenía ya la llave en la mano cuando se presentó repentinamente la embajada del canso del rey de Castilla, y cómo no hubo manera de localizarte, tuve que ser yo quien la recibiera.
-Sabes que estaba revisando los planos de la capilla de San Jorge. No se acabará nunca esa condenada obra. Al menos no sin los mismos recursos económicos de mi abuelo el rey Carlos. Pero tienes razón, soy yo quien debe tratar con los embajadores. El lunes sin falta visitaré al herrero.
-Más vale que no hemos tropezado por el camino con una patrulla de la guardia real. No llevo ni un mísero cornado para pagar la caloña que nos hubiera caído por ir sin luces...
-En cuanto hubiesen visto los escudos pintados en las portezuelas habrían sabido que les convenía dejarnos pasar. De todas formas en la cajonera llevo todos los papeles en regla. Los he firmado yo mismo esta mañana, Agnes. Y los tuyos también, así que teníamos garantizado el paso franco, o el próximo destino del atrevido guarda hubiera sido algún ignoto castillo de la frontera de malhechores.
-Desenrolla la manta. ¿Otra vez la de los tres lazos? Te dije que cogieras la bordada con las hojas de castaño de la orden de Bonnefoy, que es mucho más abrigada.
-Ay, chica, no sé, es la primera que he visto en el armario. Además, lo importante es lo que he metido en la cesta: una botella de aquel espumoso brebaje cuya fórmula trajeron a Navarra los Teobaldos desde su lejana tierra de Champagne.
-¿Pero no llevará doscientos años metido en esa redoma, no?
-¡Qué cosas tienes, Agnes! ¿Crees que los bodegueros de palacio, desde que reinaron aquellos ilustres antepasados míos hasta hoy, no han tenido tiempo de aprender el método de fabricar este cosquilloso jarabe? Pues no, que tienen muy bien pillada su elaboración. Además este que he traido es el rosado dulce, que no tiene nada que ver con ese otro que llaman "brut", que sólo vale para quitar la grasa de las cacerolas. Y, para que no te quejes, vamos a beberlo además en las copas de cristal tallado que mi madre doña Blanca trajo desde Sicilia. Dicen que cuando entrechocan, su sonido es como si tañeran a la vez todas las campanas juntas de las catedrales de Palermo y Monreale.
-Tal parece, sí. Pero ven, siéntate aquí, a mi lado, que ya empiezan a llover estrellas, y no es cuestión de dejar que se derrame ni una sola burbuja.
-Ciertamente está muy bueno este extrañísimo caldo, pero ya veremos si no acabo quedándome dormido... Estoy muy cansado últimamente. Estos tiempos no son tan pacíficos ni fáciles de gobernar como los que tocaron en suerte a mi abuelo o a mi madre.
-Ya lo he notado, Carlos. ¿No crees que debieras delegar en alguien de tu confianza para que te ayudase a llevar este terrible peso?
-Dirían entonces que me gobiernan. O si no que favorezco a una de las parcialidades que desgarran el reino desde hace tiempo. Además: sólo confío en ti, Agnes, así que el destino de todos nuestros súbditos está en nuestras manos, y eso es algo que no me deja conciliar el sueño.
-Entonces hoy no serás tú quien me cuente una de esas historias que sacas de los polvorientos libros de tu biblioteca, sino que yo haré que duermas con la que te narre yo.
-Bueno, si algo he aprendido es que no hay autor literario que se precie que pueda escapar a los efectos narcóticos que su obra produce, aunque espero que no todas las mías hayan provocado tu bostezo...
-Sabes muy bien que sólo cuando te enredas en una de esas inacabables discusiones heráldicas con los porteros de los santuarios y palacios que visitamos.
-¿Y qué culpa tengo yo de que el único emblema que conozcan muchos de esos cabestros sea el del equipo de torneo de los aborrecibles condes de Haro? Más vale que no hay vez que eso ocurra que no les haga pagar de su peculio la talla o repintado en rojo y azul del escudo del equipo de la capital de nuestro reino,que no en vano...
-¡Basta, que si no seré yo quien se duerma! Calla y escucha -mientras contemplamos todos estos astros dorados y errantes sobre el azul tapiz nocturno-, la historia y porqué del sembrado de flores de lys que tus ancestros y parientes, los reyes de Francia, llevan en su manto y en su bandera. Y si -como suele acontecer- resulta que ya te la sabes, más te vale mantenerte callado, que esta noche soy yo la juglaresa.
-Acepto, aunque haciendo constar que no sólo esos señores reyes de Francia las llevan, sino que también los reyes de Navarra hace tiempo que las hacen brillar junto a su orgulloso y recio carbunclo pomelado...
-¡A callar he dicho! Solamente pon tu cabeza en mi regazo y deja que tu mente vuele al siglo V de la era cristiana, cuando gobernaba sobre los francos el muy pagano rey Clodoveo. Éste era un gran soldado, que día a día aumentaba sus dominios a cuenta de los de los burgundios y los visigodos, pueblos bárbaros con los que a la sazón se repartía la antigua Galia romana. El caso es que el rey del primero de esos pueblos, con afán de detener las ansias expansionistas de Clodoveo, le ofreció la mano de su hija si detenía sus fieras campañas.
Pero la princesa Clotilde, que así era como se llamaba la novia ofrecida, además de burgundia era muy buena cristiana y se negó a casarse con él si antes no se convertía a la fe de Roma. Y como a la B de Burgundia y de Buena cristiana, añadía doña Clotilde la de Bella sin par, el caso es que el rey de los francos y tres mil de sus hombres más conspicuos aceptaron ser bautizados por el obispo San Remigio en la catedral de Reims.
Y estando don Clodoveo ya metido en la pila de agua bendita, vieron todos los presentes bajar de los cielos un ángel de Dios llevando en sus manos dos sagrados objetos: una pequeña botella conteniendo el oleo santo -y que es fama que nunca se acabará, por mucho que dure el mundo- que desde entonces usan todos los reyes de Francia el día de su consagración, y tres flores de lis con el encargo divino de que a partir de ese mismo momento las hiciese grabar en su escudo, abandonando para siempre el de los tres diabólicos sapos que hasta entonces le había representado.
Y muy bien pareció a todos este mandato, por lo que no ha habido rey, entre todos los que se han sucedido en el trono francés, que no se haya coronado en Reims, haya sido ungido con el santo oleo y no haya llevado en batalla el escudo de las flores de lis, que con el tiempo pasaron de ser tres a ser docenas, en un sembrado heráldico y perfecto como el que tus antepasados y tú mismo ostentais orgullosos.
¿Qué te ha parecido, Carlos? ¿Lo he contado bien?
Y al mirar hacia abajo ve Agnes que Carlos duerme profundamente, y sabe entonces que sí, que lo ha contado perfectamente, pues mejor que nadie conoce que, demasiadas veces, son estas historias de la antigüedad pesadísimas y farragosas, aunque el príncipe tenga -afortunadamente para ella- la habilidad y la gracia de saber hacerlas entretenidas.
Así que lo arropa con la demasiado fina manta de los triples lazos, y observa en silencio como allá al frente, sobre el iluminado caserío de Uxue, caen furiosamente las estrellas. Y al hacerlo, se le figuran a Agnes que forman el mismo sembrado de flores de lis de oro en campo de azur que -con la correspondiente banda componada de gules y plata, eso sí- representa a los reyes legítimos e incontestables de Navarra. Y que esa cósmica estructura constelada pone de relieve, para quienes se atreviesen a dudarlo, el origen divino de tales armas y por tanto de tales reyes, al fin y al cabo representantes de Dios sobre la tierra.
Pero todas estas simbólicas memeces, ¿a quién pueden importarle? Y menos hoy, cuando por primera vez en mucho tiempo Carlos duerme en sus brazos, libre de agobios aunque sólo sea por unas horas. Así que mientras acaricia el pelo de su amado y los fugaces meteoros dejan su vertiginosa estela sobre ellos dos, Agnes pide un único deseo: que esa noche y ese momento duren para siempre...
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
La foto original de Ujué en la noche de las perseidas es de Jose Carlos Cordovilla. De la mezcla con un cielo muchísimo más estrellado soy totalmente culpable.
La vidriera de flores de lys es del siglo XIII y está en la catedral de Chartres. La he unido al dibujo de Uxue que aparece en la portada del libro "Ujue, historia y devoción", de Raquel Ruiz y Saturnino Napal.
Sí, como cada año por estas fechas, la corte entera se agolpará en las escalonadas terrazas del palacio de Olite para poder contemplar como las estrellas lloran la muerte en la parrilla del mártir oscense. Y Simón, el astrólogo real les irá explicando a grandes voces todo lo mucho que ha leído en sus incomprensibles cartas y planisferios celestes.
Así que en busca de la tranquilidad que allí no encontrarían -y aprovechando el barullo- se han escapado de incógnito los príncipes de Viana hasta este silencioso lugar que es uno de los balcones más majestuosos del reino.
Como a Carlos no le apetecía conducir esta noche,es Agnes quien ha guiado el carro hasta aquí. El farol delantero -una vez más- no se enciende ni acercándole la antorcha más rusiente.
-¿Cuándo vas a llevarlo al herrero? Mira que te lo he dicho veces...
-¿Pero cuándo voy a poder hacerlo? Pensé que te encargarías tú.
-La otra tarde tenía ya la llave en la mano cuando se presentó repentinamente la embajada del canso del rey de Castilla, y cómo no hubo manera de localizarte, tuve que ser yo quien la recibiera.
-Sabes que estaba revisando los planos de la capilla de San Jorge. No se acabará nunca esa condenada obra. Al menos no sin los mismos recursos económicos de mi abuelo el rey Carlos. Pero tienes razón, soy yo quien debe tratar con los embajadores. El lunes sin falta visitaré al herrero.
-Más vale que no hemos tropezado por el camino con una patrulla de la guardia real. No llevo ni un mísero cornado para pagar la caloña que nos hubiera caído por ir sin luces...
-En cuanto hubiesen visto los escudos pintados en las portezuelas habrían sabido que les convenía dejarnos pasar. De todas formas en la cajonera llevo todos los papeles en regla. Los he firmado yo mismo esta mañana, Agnes. Y los tuyos también, así que teníamos garantizado el paso franco, o el próximo destino del atrevido guarda hubiera sido algún ignoto castillo de la frontera de malhechores.
-Desenrolla la manta. ¿Otra vez la de los tres lazos? Te dije que cogieras la bordada con las hojas de castaño de la orden de Bonnefoy, que es mucho más abrigada.
-Ay, chica, no sé, es la primera que he visto en el armario. Además, lo importante es lo que he metido en la cesta: una botella de aquel espumoso brebaje cuya fórmula trajeron a Navarra los Teobaldos desde su lejana tierra de Champagne.
-¿Pero no llevará doscientos años metido en esa redoma, no?
-¡Qué cosas tienes, Agnes! ¿Crees que los bodegueros de palacio, desde que reinaron aquellos ilustres antepasados míos hasta hoy, no han tenido tiempo de aprender el método de fabricar este cosquilloso jarabe? Pues no, que tienen muy bien pillada su elaboración. Además este que he traido es el rosado dulce, que no tiene nada que ver con ese otro que llaman "brut", que sólo vale para quitar la grasa de las cacerolas. Y, para que no te quejes, vamos a beberlo además en las copas de cristal tallado que mi madre doña Blanca trajo desde Sicilia. Dicen que cuando entrechocan, su sonido es como si tañeran a la vez todas las campanas juntas de las catedrales de Palermo y Monreale.
-Tal parece, sí. Pero ven, siéntate aquí, a mi lado, que ya empiezan a llover estrellas, y no es cuestión de dejar que se derrame ni una sola burbuja.
-Ciertamente está muy bueno este extrañísimo caldo, pero ya veremos si no acabo quedándome dormido... Estoy muy cansado últimamente. Estos tiempos no son tan pacíficos ni fáciles de gobernar como los que tocaron en suerte a mi abuelo o a mi madre.
-Ya lo he notado, Carlos. ¿No crees que debieras delegar en alguien de tu confianza para que te ayudase a llevar este terrible peso?
-Dirían entonces que me gobiernan. O si no que favorezco a una de las parcialidades que desgarran el reino desde hace tiempo. Además: sólo confío en ti, Agnes, así que el destino de todos nuestros súbditos está en nuestras manos, y eso es algo que no me deja conciliar el sueño.
-Entonces hoy no serás tú quien me cuente una de esas historias que sacas de los polvorientos libros de tu biblioteca, sino que yo haré que duermas con la que te narre yo.
-Bueno, si algo he aprendido es que no hay autor literario que se precie que pueda escapar a los efectos narcóticos que su obra produce, aunque espero que no todas las mías hayan provocado tu bostezo...
-Sabes muy bien que sólo cuando te enredas en una de esas inacabables discusiones heráldicas con los porteros de los santuarios y palacios que visitamos.
-¿Y qué culpa tengo yo de que el único emblema que conozcan muchos de esos cabestros sea el del equipo de torneo de los aborrecibles condes de Haro? Más vale que no hay vez que eso ocurra que no les haga pagar de su peculio la talla o repintado en rojo y azul del escudo del equipo de la capital de nuestro reino,que no en vano...
-¡Basta, que si no seré yo quien se duerma! Calla y escucha -mientras contemplamos todos estos astros dorados y errantes sobre el azul tapiz nocturno-, la historia y porqué del sembrado de flores de lys que tus ancestros y parientes, los reyes de Francia, llevan en su manto y en su bandera. Y si -como suele acontecer- resulta que ya te la sabes, más te vale mantenerte callado, que esta noche soy yo la juglaresa.
-Acepto, aunque haciendo constar que no sólo esos señores reyes de Francia las llevan, sino que también los reyes de Navarra hace tiempo que las hacen brillar junto a su orgulloso y recio carbunclo pomelado...
-¡A callar he dicho! Solamente pon tu cabeza en mi regazo y deja que tu mente vuele al siglo V de la era cristiana, cuando gobernaba sobre los francos el muy pagano rey Clodoveo. Éste era un gran soldado, que día a día aumentaba sus dominios a cuenta de los de los burgundios y los visigodos, pueblos bárbaros con los que a la sazón se repartía la antigua Galia romana. El caso es que el rey del primero de esos pueblos, con afán de detener las ansias expansionistas de Clodoveo, le ofreció la mano de su hija si detenía sus fieras campañas.
Pero la princesa Clotilde, que así era como se llamaba la novia ofrecida, además de burgundia era muy buena cristiana y se negó a casarse con él si antes no se convertía a la fe de Roma. Y como a la B de Burgundia y de Buena cristiana, añadía doña Clotilde la de Bella sin par, el caso es que el rey de los francos y tres mil de sus hombres más conspicuos aceptaron ser bautizados por el obispo San Remigio en la catedral de Reims.
Y estando don Clodoveo ya metido en la pila de agua bendita, vieron todos los presentes bajar de los cielos un ángel de Dios llevando en sus manos dos sagrados objetos: una pequeña botella conteniendo el oleo santo -y que es fama que nunca se acabará, por mucho que dure el mundo- que desde entonces usan todos los reyes de Francia el día de su consagración, y tres flores de lis con el encargo divino de que a partir de ese mismo momento las hiciese grabar en su escudo, abandonando para siempre el de los tres diabólicos sapos que hasta entonces le había representado.
Y muy bien pareció a todos este mandato, por lo que no ha habido rey, entre todos los que se han sucedido en el trono francés, que no se haya coronado en Reims, haya sido ungido con el santo oleo y no haya llevado en batalla el escudo de las flores de lis, que con el tiempo pasaron de ser tres a ser docenas, en un sembrado heráldico y perfecto como el que tus antepasados y tú mismo ostentais orgullosos.
¿Qué te ha parecido, Carlos? ¿Lo he contado bien?
Y al mirar hacia abajo ve Agnes que Carlos duerme profundamente, y sabe entonces que sí, que lo ha contado perfectamente, pues mejor que nadie conoce que, demasiadas veces, son estas historias de la antigüedad pesadísimas y farragosas, aunque el príncipe tenga -afortunadamente para ella- la habilidad y la gracia de saber hacerlas entretenidas.
Así que lo arropa con la demasiado fina manta de los triples lazos, y observa en silencio como allá al frente, sobre el iluminado caserío de Uxue, caen furiosamente las estrellas. Y al hacerlo, se le figuran a Agnes que forman el mismo sembrado de flores de lis de oro en campo de azur que -con la correspondiente banda componada de gules y plata, eso sí- representa a los reyes legítimos e incontestables de Navarra. Y que esa cósmica estructura constelada pone de relieve, para quienes se atreviesen a dudarlo, el origen divino de tales armas y por tanto de tales reyes, al fin y al cabo representantes de Dios sobre la tierra.
Pero todas estas simbólicas memeces, ¿a quién pueden importarle? Y menos hoy, cuando por primera vez en mucho tiempo Carlos duerme en sus brazos, libre de agobios aunque sólo sea por unas horas. Así que mientras acaricia el pelo de su amado y los fugaces meteoros dejan su vertiginosa estela sobre ellos dos, Agnes pide un único deseo: que esa noche y ese momento duren para siempre...
© Mikel Zuza Viniegra, 2013
La foto original de Ujué en la noche de las perseidas es de Jose Carlos Cordovilla. De la mezcla con un cielo muchísimo más estrellado soy totalmente culpable.
La vidriera de flores de lys es del siglo XIII y está en la catedral de Chartres. La he unido al dibujo de Uxue que aparece en la portada del libro "Ujue, historia y devoción", de Raquel Ruiz y Saturnino Napal.