Ya vimos la semana pasada la dificultad de encontrar temas históricos navarros en la serie de TVE "Isabel". En esta ocasión aprovecharé un fragmento de la Historia de España que el escritor Arturo Pérez Reverte viene publicando en la revista XLSemanal, para volver a uno de mis temas preferidos: la escabrosa relación entre el Príncipe de Viana y su padre, el rey Juan II de Aragón. Porque sobre la conquista de Navarra ya dejé asentado lo que pienso en el prólogo que escribí para el fantástico libro de César Oroz"¿Por qué lo llaman anexión cuando quieren decir conquista?"
Dice así el autor cartagenero:
"Mientras tanto, el reino de Navarra (que incluía lo que hoy llamamos País Vasco) también disfrutaba de su propia guerra civil con el asunto del príncipe de Viana y su hermana doña Blanca, que al fin palmaron envenenados, con detalles entrañables que dejan chiquita la serie Juego de tronos.Navarra anduvo entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre España y Francia, dinastía por aquí y dinastía por allá, hasta que en 1512 Fernando de Aragón la incorporó por las bravas, militarmente, a la corona española. A diferencia de los portugueses en Aljubarrota, los navarros perdieron la guerra y su independencia, aunque al menos salvaron los fueros -todos los estados europeos y del mundo se formaron con aplicación del mismo artículo catorce: si ganas eres independiente; si pierdes, toca joderse-. Eso ocurrió hace cinco siglos justos, y significa por tanto que los vascos y navarros son españoles desde hace sólo veinte años menos que, por ejemplo, los granadinos; también, por cierto, incorporados manu militari al reino de España, y que, como veremos en el siguiente capítulo, si es que lo escribo, lo son desde 1492."
Y la verdad es que no le falta razón, porque comprender cómo un país que en 1425 era una isla de paz en medio de la convulsa Europa de aquel tiempo pudo llegar a sufrir poco después primero cincuenta años de guerra civil, y luego otros diez de conquista y ocupación, no resulta nada sencillo. Y es que ya se sabe que muchas veces la realidad supera a la ficción, y en el caso concreto de la inquina que siempre mostró Juan II por su hijo, eso es justamente lo que ocurrió, como veréis si continuáis leyendo.
Efectivamente, cuando en su testamento de 1439 la reina doña Blanca pidió a su hijo Carlos de Viana que no tomara el título de rey de Navarra -que por derecho le correspondía-, sin antes obtener el permiso de su padre, estaba muy lejos de suponer que semejante ruego desataría sobre el reino una feroz guerra civil que, a la postre, conllevaría la perdida de la independencia apenas ochenta años más tarde.
Y esto ocurrió así no sólo no sólo porque Juan II retuvo la corona injustamente, sino también porque apenas muerta su primera esposa ya comenzó a planear un segundo enlace que le facilitase continuar con su principal actividad: la intriga política en Castilla. Con razón dijeron los cronistas que “quiso a Navarra como propia, pero la trató como ajena”. Y es que nunca vio este reino más que como una simple plataforma de la que obtener recursos para mantener sus luchas en sus dominios patrimoniales castellanos.
Resulta evidente que desde el mismo momento de la muerte de la reina doña Blanca en 1441, don Juan no tenía ningún derecho sobre Navarra, y aún admitiendo que lo hubiese conservado en usufructo, éste lo perdió con su segundo matrimonio.
Aún así se permitió cinismos tales como acuñar moneda empleando el escudo Navarra-Evreux, que nada significaba para él, pero que evidentemente representaba para los navarros el símbolo de la dinastía legítima, que curiosamente él mismo se complació en eliminar miembro por miembro.
Y aquí es donde entra en juego doña Juana Enríquez, la hija del almirante de Castilla, quien con la vista puesta en una herencia que no le correspondía en absoluto, pues las capitulaciones matrimoniales y sobre todo el testamento de Carlos III el Noble estipulaban bien claramente que únicamente los hijos habidos por Juan Y Blanca podrían heredar en el futuro tanto los dominios navarros aportados por ella como los aragoneses y castellanos aportados por él, emprendió el 10 de marzo de 1452 el apresurado viaje entre Sangüesa y Sos para que su hijo Fernando, quien andando el tiempo sería conocido como “el Católico”, naciese en Aragón y no en Navarra, buscando desde el primer momento que fuese él quien heredase Aragón, y no los legítimos herederos: Carlos, Blanca o Leonor.
Y es que todo el cariño y reconocimiento que Juan II ásperamente negó siempre a los hijos habidos de doña Blanca: los príncipes Carlos, Blanca y Leonor, se lo concedió sin mesura al hijo de su nueva consorte castellana. Así pues, este impulso de sustituir a su familia original navarra, aguzado aún más con su ascenso al trono de Aragón en 1458, acabaría siendo la chispa que incendiaría la explosiva maraña en la que se habían convertido los intereses contrapuestos de los más importantes clanes nobiliarios en Navarra: los beamonteses, partidarios de don Carlos, y los agramonteses, partidarios del rey Juan, por la única razón de oponerse a sus archienemigos irreconciliables, y no al príncipe, como más de una vez le reconocieron personalmente.
A mi juicio el gran error del príncipe Carlos fue precisamente hacer caso al ruego -a todas luces ilegal, pues se saltaba lo que ordenaba el Fuero- de su madre, y no atreverse a proclamarse rey en 1441. En lugar de ello aceptó el título de lugarteniente por el rey su padre, y en ese difícil equilibrio continuaron las cosas en Navarra hasta que el rey se casó por segunda vez, y Juana Enriquez vino a vivir -y claro está a gobernar- Navarra. El enfrentamiento armado entre padre e hijo no tardó en producirse, y el 23 de octubre de 1451, en la batalla de Aibar, el príncipe fue hecho prisionero.
Como muchas veces más le ocurriría en el futuro, estuvo a punto de conseguir la victoria y ser él quien venciera en el combate, pero también como siempre, algo ocurrió en el último momento que decidió la suerte final de la lucha: el hijo bastardo del rey, el maestre de Calatrava don Alonso de Aragón, cargó a la desesperada contra quienes cercaban al rey, y consiguió desbaratarlos.
Muchos años después, en 1512, en plena invasión de Navarra, otro hijo bastardo, en este caso de Fernando "el Católico", llamado Juan de Aragón, contribuyó muy decididamente a la conquista al mando de las tropas aragonesas que como arzobispo de Zaragoza encabezaba. Ya vemos que tanto Juan II como su hijo Fernando cuidaban muy bien de su prole ilegítima, asignándole cargos de relevancia para tenerlos contentos y poder echar mano de su apoyo en momentos de peligro...
Pero cómo trató Juan II a su hijo legítimo, ya es otro cantar muy diferente, y el mismo Carlos nos lo confirma cuando tras dos años de cautiverio, al conseguir por fin su libertad a cambio de la de sus siete principales partidarios -que quedaron como rehenes del rey-, escribe a su también proscrita hermana Blanca:
-"Por la cruel prisión en que estábamos en el castillo de Monroy, si todo el mundo pacíficamente poseiéramos, no solamente a Su Alteza el rey, que por natura nos es padre e señor, mas a cualquier estrangero, cathólico o infiel, fiziéramos donación de todo lo nuestro por ser suelto e libre".
Y tambien conviene recordar lo que el propio príncipe declaró en su testamento ológrafo del 20 de abril de 1453 mientras estaba preso en Zaragoza y creía que su padre iba a dar orden de matarlo en cualquier momento, por lo que no tenía razones para mentir:
-"Pues mi desventura es que aquel Rey, mi Señor, enajenado el amor paterno,
e desestimado mi deseo a lo servir e obedescer, quiera, no solo privarme
del Reyno mío de Navarra, que me pertenesce por legítima sucesión
del Rey Don Karlos, mi abuelo, e de la Reyna Doña Blanca, mi Señora
e madre, de preclara memoria, mas aun de forma como yo, aprisionado
y encarcelado, haya de fenecer mis días reclamando justicia a Dios
que es sobre todos poderoso, Yo, el Príncipe Charles, temiendo morir,
mientras me quede tiempo, ordeno y hago este mi testamento, de mi propia mano
scripto, el cual quiero que haya entero efecto; e pues de mi sepultura
ha de ser lo que quieran los que tienen mi persona, en sperança de la
bondat y fe de aquellos parientes, criados é subditos míos que mi justicia
y servicio me siguen y en el dicho mi reyno de Navarra están á la obediencia
mía y lo que en nuestro Señor Dios y en mi buena justicia spero que los
otros hayan de reconocerse, specialmente, pues allende mis otros derechos,
SABEN COMO LA REYNA MI SEÑORA, AL TIEMPO DE SU MUERTE, DE SU MANO LES ESCRIBIÓ QUE, ELLA FENECIDA, ME LEVANTASEN LUEGO POR REY E SEÑOR SUYO. LA CUAL CARTA, HECHA POR MÍ NOTIFICAR AL REY MI SEÑOR, SIN DEJARLA PUBLICAR, Y EN CLARO PERJUICIO MÍO, FUE MANDADA RASGAR POR SU ALTEZA..."
Testamento de propia mano del príncipe de Viana (1453) |
O sea, que doña Blanca, en el último momento sí que se dió cuenta de su equivocación, y olvidando su testamento, pidió que su hijo Carlos fuese proclamado rey de Navarra. Pero éste, siempre tan buena persona, o desconociendo quizás la verdadera personalidad de su padre, le envió la carta sin publicarla previamente, lo cual aprovechó don Juan para romperla y quedarse con la corona. Vamos, lo que vulgarmente se conoce como un auténtico sinvergüenza...
La rivalidad entre padre e hijo probablemente tuvo su origen en que, en realidad, eran unos perfectos desconocidos el uno para el otro. Juan II apenas paraba en Navarra, de la que sólo le interesaba el título regio y utilizarla como base y foco de recursos para sus guerras en Castilla. Mientras tanto Carlos fue criado por su madre en las costumbres navarras desde que apenas tuvo un año. Cuando al morir ella debió enfrentarse en solitario a la mezquina personalidad de su padre, se manifestaron por primera vez sus escrúpulos filiales. Desafortunadamente para el príncipe, Juan II no tenía escrúpulos, ni de esos, ni de ninguna otra clase. Y todo el mundo a su alrededor lo sabía. Como ejemplo pondré esta reflexión de Juan de Michaelibus, el vicario general del cardenal Besarión en el obispado de Pamplona, que escribió:
-"Si al príncipe se le devuelve el reino de Navarra, veréis como recuperaréis el obispado de Pamplona. Pero esto no sucederá jamás en vida del rey Juan, aunque ángeles del cielo le evangelicen de vuestra parte..."
Según J.M. Lacarra, "Carlos era un hombre deseoso de paz, tímido y sentimental, impresionable, fácil de convencer por los que le rodeaban, pero también con una fe absoluta en la justicia de su causa y en la razón que le asistía al defender sus derechos. Con una gran preocupación ética y un elevado concepto del deber, la defensa de esos derechos había de chocar en su conciencia con los deberes de respeto y obediencia que como hijo tenía para con su padre. Y ésta sería precisamente la vía que emplearían siempre Juan II y su esposa Juana Enriquez: el deber filial o la fibra sentimental serían explotados en diversas ocasiones cruciales por ellos para conseguir someter a Carlos..."
Y no sólo a Carlos, también a sus dos hermanas. La primera, Blanca, tuvo que soportar la humillación de ser repudiada por su marido, el rey Enrique IV de Castilla. Desde ese momento dejó de existir para su padre, pues a él sólo le interesaba influir en la corte castellana por su condición de suegro del rey. Una vez perdida definitivamente ésta, su hija sólo fue otro peón más del que prescindir. Sola y abandonada, no le quedaba más refugio que el del otro gran perseguido de esta historia: su hermano Carlos. Y ambos sufrieron en toda su crudeza el odio del hombre que los había engendrado.
A tanto llegó ese rencor paterno, que en 1455 -procediendo una vez más contra todo derecho, pues no tenía potestad alguna para hacerlo- los desheredó y nombró heredera a su otra hija, Leonor. No porque la estimase más que a sus hermanos, sino porque estaba casada con el poderoso conde de Foix, y podría utilizar así sus tropas para imponer su malvado designio. Y lo hizo con estas duras y esclarecedoras palabras:
"Sean a partir de ahora el príncipe de Viana y su hermana la princesa Blanca considerados como muertos, y tenidos por miembros amputados de la Casa Real de Navarra, por haberse hecho culpables de tan gran ingratitud y desobediencia hacia mi persona..."
Desde ese momento los persiguió aún con más saña si cabe, y si llegó a envenenarlos es cosa que sólo su negra conciencia podría confirmar. En cualquier caso es interesante considerar un aspecto: cuando el príncipe de Viana murió en Barcelona en 1461, convertido en un símbolo de libertad para los catalanes, éstos no tardaron en buscarle sucesor para poder así continuar la guerra contra Juan II, y lo hicieron en la persona del condestable Pedro de Portugal, más joven que el príncipe de Viana, que curiosamente no tardó también en morir poco después. Lo mismo que le ocurrió a Juan de Lorena, el nuevo sucesor. Vaya "casualidades", ¿eh?: los tres opositores a Juan II, mucho más jóvenes que él, muertos repentinamente en la flor de la vida...
Y es que este tipo de muertes, "providenciales" sin duda, fueron muy comunes entre quienes se opusieron a Juan II o a Juana Enriquez. Y curiosamente parece que fue una cualidad heredada por su hijo Fernando "el Católico", que a lo largo de su vida vio morir inesperadamente a su alrededor a muchos de los que podían discutir sus "derechos", siendo el más conspicuo de ellos su yerno Felipe "el Hermoso", el marido de Juana "la Loca", que murió repentinamente mientras jugaba a pelota, dejando a Fernando libre el regreso al trono de Castilla. Desde nuestro escepticismo histórico actual podemos quedarnos con la versión que mejor nos parezca, pero resultan bien extrañas tantas muertes juntas, y tan favorables además siempre a los intereses de Juan II o de su segunda familia. En cualquier caso podemos asegurar también que, si Carlos no fue "formalmente" envenenado, la vida de proscrito y exiliado que le obligó a llevar su padre no incrementó en absoluto su expectativa vital, sino todo lo contrario...
Además otro tanto le ocurrió a la pobre infanta doña Blanca, apresada por su padre y entregada a su hermana Leonor, en cuyas manos murió -ella sí, envenenada-, no sin dejarnos antes un retrato muy ajustado y verídico de su repugnante progenitor:
“Sepan todos quienes lean esta carta que él ha sido el principal perseguidor y destructor del honor, heredad y derechos de mi hermano Carlos, y también de los míos. Sólo suplico a Dios Nuestro Señor que le quiera perdonar este tan grave caso y pecado contra nosotros (que éramos de su carne propia) cometido, y le quiera iluminar el entendimiento, de manera que actúe en conciencia y haga verdadera penitencia”.
Pero con todo, y tras esta catarata de muertes que convierten las tragedias inglesas de Shakespeare en un cuento de Disney, la única que seguía cumpliendo las normas hereditarias navarras fijadas en el testamento de su abuelo Carlos III el Noble o en las capitulaciones matrimoniales de sus padres -según las cuales heredaría todo el hijo superviviente- era precisamente la princesa Leonor.
Ya hemos visto que no era más amada por su padre que sus otros dos hermanos, y que de ella sólo le interesaba que estaba casada con el conde de Foix. Pero supo aprovechar su ambición -probablemente heredada de él mismo- y emplearla para destruir a sus propios hermanos.
En ese pecado llevó también ella la penitencia, pues a pesar de que ya sólo le separaba de la corona la extraordinaria longevidad para la época –alcanzaría casi ochenta años- de su padre, por supuesto éste la trató con el mismo desapego que había mostrado con el resto de los hijos de su primer matrimonio. Cualquier intento de imponer su autoridad en Navarra fue siempre abortado por don Juan, que sembró fundadísimas sospechas sobre su inicuo proceder con sus otros dos hijos cuando amenazándola claramente le escribió:
"E aun el principe don Carlos tenía su poder de lugarteniente en Navarra porque se lo concedí yo, y aunque los que estaban cerca suyo le aconsejaron que ficiese lo contrario, e aun que tomase el título de propietario del reino, por no dar yo a ello lugar -como vos bien sabéis-, vino a caer en el yerro en que cayó, y vino a morir como murió, perdiendo además la sucesión de este reino..."
Así pues Leonor pudo entender perfectamente que tras haber ayudado a su padre a perseguir hasta la muerte a sus propios hermanos, ahora ella corría el mismo peligro, y además a manos del mismo verdugo, que por supuesto no colaboró lo más mínimo a sujetar a las dos banderías que seguían desgarrando el país. Así, mientras el rey seguía apoyándose en los agramonteses, capitaneados por el cruel mosén Pierres de Peralta, los beaumonteses, comandados por el ambicioso segundo conde de Lerínfueron siendo atraídos por un nuevo y a la postre decisivo protagonista en este río revuelto: el príncipe Fernando de Aragón, que desde 1475 era además rey de Castilla por su matrimonio con Isabel I.
Para comprender la catadura moral de Juan II y de su hijo Fernando, no me resisto a adjuntar lo que ese padre que tanto se había aprovechado de los escrúpulos filiales de su hijo Carlos para negarle su condición de legítimo heredero de Navarra y Aragón, dejó dicho en una reunión que ambos mantuvieron en Vitoria en 1476:
-"Vos, hijo, que soys señor principal de la Casa de Castilla, donde yo vengo,
sois aquél a quien todos los que venimos de aquella casa somos obligados de
acatar e servir como a nuestro señor e pariente mayor, e las honras que yo os
debo en este caso, HAN MAYOR LUGAR QUE LA OBEDIENCIA FILIAL QUE VOS ME DEBEIS COMO PADRE..."
O sea, a su segundo hijo varón, al que pudo educar según su propio pensamiento, que le llevaba a respetar la palabra empeñada únicamente a su propia conveniencia, y para el cual conseguir el fin justificaba todos los medios, lo quiso y lo llenó de honores, cargos y títulos que en realidad correspondían todos a su primer hijo varón, por quien sólo mostró desdén, desprecio y odio. Baste como ejemplo que mientras negó injustamente durante años el reconocimiento como heredero legítimo de Aragón a Carlos, se lo concedió a Fernando tan solo diez días después de la muerte del príncipe de Viana.
Moneda acuñada por los partidarios del Príncipe de Viana |
La princesa acabaría comprendiendo que a ninguno de los dos, a su padre o a su medio hermano, les interesaba poner fin a las luchas entre ambos partidos, porque mientras éstas se mantuviesen vivas podrían seguir interviniendo en la política navarra como quisiesen. Por eso uno favorecía deliberadamente a una facción mientras el otro hacía lo mismo con la contraria. Al fin, en 1479, murió el rey Juan II, y doña Leonor pudo alcanzar el trono de sus antepasados, aunque ella también falleció pasados únicamente quince días.
El hecho cierto es que Juan II recibió de manos de Carlos III el Noble, el padre de su primera esposa Blanca de Navarra, un reino próspero y en paz, y tras cincuenta y cinco años de maldades y felonías, lo legó a su hija Leonor arruinado e indefenso.
En su lecho de muerte aún tuvo el cuajo de dictar unos consejos para su hijo Fernando que, edición corregida y aumentada de la inmoralidad y falta de ética de su padre, debió reírse sin recato al leerlos:
"La justicia sobre todas las cosas sea el espejo de vuestro corazón... Los reinos y súbditos conservad en paz y en justicia, sin injuria al prójimo, evitando cuanto al mundo podáis toda clase de guerras y discusiones".
Si habéis tenido la muy notable paciencia de llegar hasta aquí, habréis podido comprobar por vosotros mismos que Arturo Pérez Reverte tenía mucha razón al comparar nuestra historia con la de Juego de Tronos, pero sobre todo habreís tenido la oportunidad de decidir por vosotros mismos, y sin el velo que tejen esos historiadores que a día de hoy siguen considerando "triunfadores" a personajes sin escrúpulos como Juan II, al que muchos de ellos ven todavía como paradigma de "inteligencia política" por no haber respetado ni una sola vez su palabra, si quien llevaba la razón era él o su hijo Carlos, primer príncipe de Viana.
No estropearé la sorpresa a nadie si digo que yo no tengo duda alguna sobre el particular, y que no me importa declarar que daría todo lo que tengo por haber podido ayudar en Aibar a Carlos aquel infausto 23 de octubre de 1451. Y como no lo pude hacer de esa manera -tan acostumbrado a las desdichas como estaba el pobre, seguro que no me hubiese expulsado de sus filas-, lo hago de esta otra, defendiendo su memoria y poniendo a su padre en la pobladísima y nada selecta lista de tiranos y tiparracos políticos que en el mundo han sido, que es donde le corresponde estar. Y lo seguiré haciendo siempre que pueda, para escándalo de la legión de historiadores/escritores cobistas y pelotilleros de los supuestos -y tan supuestos- "triunfadores".
Pero no estimo a Carlos de Evreux y Trastamara sólo por la simpatía que me merece las miles de páginas que llevo leídas sobre su forma de ser y de actuar, o porque la razón estuviese evidentemente de su parte, o porque piense firmemente que Navarra perdió una auténtica Edad de Oro al no llegar a ser gobernada por aquel príncipe. No. No es sólo por eso...
Es también por ese funesto concepto del "Bah, todos son iguales". Pues bueno, desde luego yo no soy de los que creen que todos lo sean. No creo que lo fueran en el siglo XV y tampoco creo que lo sean ahora, en el XXI. Pero como Ambrose Bierce, un escritor que me encanta, lo dejó escrito hace años mucho mejor de lo que sabría decirlo yo -aunque él se refiriese a Cristobal Colón-, prefiero dejaros con su reflexión porque me parece que viene también que ni pintada para el usurpador Juan II de Aragón:
"Se nos dice de él que no fue peor que los hombres de su raza y generación: que sus vicios eran los de su tiempo. Pero ningún vicio es característico de ningún tiempo; este mundo ha estado enviciado desde el alba de la historia, y cada raza ha arrojado sus tufos pecaminosos.
Decir de un hombre que fue como sus contemporáneos es decir que fue un sinvergüenza sin excusa.
Las virtudes son accesibles a todos. Atenas era viciosa, sin embargo Sócrates era virtuoso. Roma era corrupta, pero Marco Aurelio no lo era. Para compensar un Nerón los dioses nos dieron a Séneca. Cuando la Francia literaria se arrastró a los pies del tercer Napoleón, Victor Hugo se mantuvo erguido".
El hecho cierto es que Juan II recibió de manos de Carlos III el Noble, el padre de su primera esposa Blanca de Navarra, un reino próspero y en paz, y tras cincuenta y cinco años de maldades y felonías, lo legó a su hija Leonor arruinado e indefenso.
En su lecho de muerte aún tuvo el cuajo de dictar unos consejos para su hijo Fernando que, edición corregida y aumentada de la inmoralidad y falta de ética de su padre, debió reírse sin recato al leerlos:
"La justicia sobre todas las cosas sea el espejo de vuestro corazón... Los reinos y súbditos conservad en paz y en justicia, sin injuria al prójimo, evitando cuanto al mundo podáis toda clase de guerras y discusiones".
Si habéis tenido la muy notable paciencia de llegar hasta aquí, habréis podido comprobar por vosotros mismos que Arturo Pérez Reverte tenía mucha razón al comparar nuestra historia con la de Juego de Tronos, pero sobre todo habreís tenido la oportunidad de decidir por vosotros mismos, y sin el velo que tejen esos historiadores que a día de hoy siguen considerando "triunfadores" a personajes sin escrúpulos como Juan II, al que muchos de ellos ven todavía como paradigma de "inteligencia política" por no haber respetado ni una sola vez su palabra, si quien llevaba la razón era él o su hijo Carlos, primer príncipe de Viana.
No estropearé la sorpresa a nadie si digo que yo no tengo duda alguna sobre el particular, y que no me importa declarar que daría todo lo que tengo por haber podido ayudar en Aibar a Carlos aquel infausto 23 de octubre de 1451. Y como no lo pude hacer de esa manera -tan acostumbrado a las desdichas como estaba el pobre, seguro que no me hubiese expulsado de sus filas-, lo hago de esta otra, defendiendo su memoria y poniendo a su padre en la pobladísima y nada selecta lista de tiranos y tiparracos políticos que en el mundo han sido, que es donde le corresponde estar. Y lo seguiré haciendo siempre que pueda, para escándalo de la legión de historiadores/escritores cobistas y pelotilleros de los supuestos -y tan supuestos- "triunfadores".
Pero no estimo a Carlos de Evreux y Trastamara sólo por la simpatía que me merece las miles de páginas que llevo leídas sobre su forma de ser y de actuar, o porque la razón estuviese evidentemente de su parte, o porque piense firmemente que Navarra perdió una auténtica Edad de Oro al no llegar a ser gobernada por aquel príncipe. No. No es sólo por eso...
Es también por ese funesto concepto del "Bah, todos son iguales". Pues bueno, desde luego yo no soy de los que creen que todos lo sean. No creo que lo fueran en el siglo XV y tampoco creo que lo sean ahora, en el XXI. Pero como Ambrose Bierce, un escritor que me encanta, lo dejó escrito hace años mucho mejor de lo que sabría decirlo yo -aunque él se refiriese a Cristobal Colón-, prefiero dejaros con su reflexión porque me parece que viene también que ni pintada para el usurpador Juan II de Aragón:
"Se nos dice de él que no fue peor que los hombres de su raza y generación: que sus vicios eran los de su tiempo. Pero ningún vicio es característico de ningún tiempo; este mundo ha estado enviciado desde el alba de la historia, y cada raza ha arrojado sus tufos pecaminosos.
Decir de un hombre que fue como sus contemporáneos es decir que fue un sinvergüenza sin excusa.
Las virtudes son accesibles a todos. Atenas era viciosa, sin embargo Sócrates era virtuoso. Roma era corrupta, pero Marco Aurelio no lo era. Para compensar un Nerón los dioses nos dieron a Séneca. Cuando la Francia literaria se arrastró a los pies del tercer Napoleón, Victor Hugo se mantuvo erguido".
©Mikel Zuza Viniegra 2013