Miguel de Soracoiz no aprendió nunca a leer, porque desde muy niño su único libro fue el arado. Pero no perdió tampoco nunca la oportunidad de escuchar a cualquier juglar que, camino de Santiago adelante, cruzase cerca de su pueblo.
Y de todas las historias que aquellos cansados y especiales peregrinos contaban a cambio de un poco de pan y una jarra de vino, las que más le gustaban eran aquellas que narraban las increíbles aventuras que vivieron los caballeros que siguieron al rey Sancho para luchar en las Navas.
Por ejemplo don Antón de Napal, del que se decía que era tan gordo que había agotado el hierro de todas las minas al tejer la cota de malla con la que procuraba proteger su descomunal cuerpo. O don Pedro de Larumbe, que era tan pequeño que para no perderse en el interior de su armadura debía sujetar brazos y piernas desde dentro con unas cuerdas, igual y aun mejor que los titiriteros, pues tenía tan controlado ese complicado juego de tirar y recoger extremidades que más de un enemigo perdió su cabeza mientras –muy imprudentemente- se reía de la extraña forma de moverse de su adversario.
Pero sin duda su preferida era la de don Lope de Gardalain, cuya desusada táctica era al parecer dejarse rodear por seis, siete u ocho contrincantes y, cuando ya los tenía a todos a la distancia justa de su acero, ponerse a girar sobre sí mismo como un demonio, de tal modo que las cabezas iban cayendo a su alrededor como por ensalmo. No en vano su espada llevaba el nombre de “Segadora”, lo cual le convertía a ojos de Miguel en una especie de colega de oficio, pues no en vano él pasaba toda la jornada manejando una hoz con la mano derecha y con la mano izquierda protegida por la zoqueta, como si empuñase un escudo o, aún mejor, una lujosa adarga.
Sí: al tórrido sol de julio cada espiga se le figuraba un moro con turbante coronado, cada apretada gavilla un montón de infieles que enviar al Infierno; así que una noche recogió todos sus aperos de labranza y se los llevó al herrero, que a cambio de un saco de trigo los fundió en su fragua para derramar luego el metal al rojo vivo en un tosco molde de espada comprado a algún soldado necesitado en el mercado de Puente la Reina.
Cierto que era bastante pesada y no tan brillante como las que alguna vez había visto blandir a la guardia real, pero a él se le antojaba la mejor espada del mundo, y mucho más merecedora del nombre de “segadora” que aquella otra de don Lope, pues al fin y al cabo su tajo sí que estaba formado por el de las hoces, las azadas y los dalles más afilados de las que pudo disponer.
Se veía tan capaz de cambiar el tallo de las espigas por el cuello de los almohades, que no tardó en imaginar también a uno de esos juglares que tanto le gustaba escuchar, enhebrando los fantásticos hechos de armas del caballero-labrador, que de maitines a vísperas había pasado de doblar su espalda en el surco, a hacer abrevar en sangre enemiga a su aún inexistente montura.
Tan absorto andaba en sus ensoñaciones que no se dio cuenta de que era rodeado por cuatro caballeros de aquellos que nunca salen en las canciones y que son gran mayoría dentro de su oficio y estado: los ladrones de cosechas como la recién terminada de recoger en Soracoiz.
Cuando al fin se apercibió de lo que ocurría, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo a toda la velocidad que sus gastadas alpargatas le permitían, girando y girando mientras blandía a la vez su espada segadora de negro y pesado hierro, que se partió por la mitad en cuanto una de las de brillante acero de los merodeadores la golpeó con fuerza.
© Mikel Zuza Viniegra, abril de 2014