Tristan de Irulegi era completamente feliz. Tenía una esposa y dos hijos que le amaban, y su carácter entre despreocupado y alegre hacía también que le estimasen sus criados y todos aquellos que debían tratar con él.
Cinco fuertes robles a la derecha del camino indicaban a los siempre bienvenidos viajeros que llegaban a su palacio, un recio caserón de piedra con una torre almenada en el lado izquierdo.
Y precisamente uno de esos viajeros fue quien trajo la maldición.
Al principio no pareció más que otro de esos desfallecidos peregrinos que nadie entiende cómo han podido llegar tan lejos si no es porque deben llevar consigo una fe tan inquebrantable que eso les permite dar un paso más tras el que parecía el último. Sin embargo la fe –aunque entonces no pudieran sospecharlo siquiera- no podía nada contra la enfermedad que anidaba en las entrañas de aquél moribundo.
Desde el oriente más lejano, dicen que en barcos de comerciantes genoveses, había llegado una plaga que se había cobrado ya centenares de miles de vidas mientras avanzaba vertiginosa hacia el oeste. Y ya estaba en Irulegi…
La primera en morir fue su hija más pequeña. Después murió su esposa, y finalmente su hijo mayor. Aterrados, o bien notándose ya enfermos, los criados y siervos huyeron a la campiña. Sólo Tristán quedó pues para enterrar a su familia.
Pero no lo hizo inmediatamente, si no que esperó a que a él también le alcanzara la muerte. Y así, como sumido en un sombrío letargo, le hallaron los hombres que el rey Carlos había enviado para conocer el alcance de la enfermedad.
Ellos fueron quienes, al marcharse, le dejaron un mapa con el que podría orientarse para buscar refugio en la capital, que no quedaba lejos. Pero Tristán no parecía ya capaz de ver nada en aquel plano. Nada que no fuese el nombre de Irulegi que, sorprendentemente, se repetía en dos ocasiones.
El suyo no quedaba lejos de Pamplona, efectivamente, pero el otro Irulegi aparecía marcado en Ultrapuertos, al otro lado de las altas montañas que dividían en dos el reino.
Y a Tristán, con la cordura que sólo los locos pueden sentir, le dio por pensar que si en su Irulegi todo había terminado, su vida no podría continuar en otro lugar que no fuese aquel Irulegi de más allá de los puertos. Y hacia allá se dirigió sin detenerse a comer más que las frutas del bosque, a beber de arroyos de montaña casi congelados y a dormir muy pocas veces bajo techado.
Y no pareció darse cuenta tampoco de los terribles estragos que la enfermedad había causado por todos los lugares por donde fue cruzando. Incluso en ese Irulegi al que por fin iba acercándose. Y vio entonces cinco fuertes robles a la izquierda del camino, que indicaban a los siempre bienvenidos viajeros que llegaban al palacio, un recio caserón de piedra con una torre almenada en el lado derecho.
Pero no había más signos de vida en el recinto que un par de soldados en la puerta que el rey Carlos había enviado para impedir el saqueo. Y según ambos contaron al recién llegado, la dueña -María de Irulegi- había sobrevivido a su hijo menor, a su marido y a su hija mayor, y se había quedado allí a esperar la muerte hasta que ellos mismos la encontraron en tan lamentable estado que decidieron llevarla a que se recuperara en el castillo de San Juan.
Pero por el camino había escapado de la carreta, llevándose únicamente un mapa consigo.
Y Tristán comprendió entonces que María sólo había podido buscar refugio en el Irulegi al otro lado de las altas montañas, y hacia allá volvió a emprender viaje.
Y hay quien dice que ambos siguen hoy en día cruzando esos mismos montes hacia el norte y hacia el sur sin encontrarse nunca, como si pagasen la antigua maldición que supone romper un espejo…
© Mikel Zuza Viniegra, abril de 2014