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ENTREVISTA EN EXCLUSIVA AL PRÍNCIPE DE VIANA

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El príncipe Carlos nos recibe hoy, 29 de mayo de 1461, en su cámara privada del Palau Reial de Barcelona. Su semblante es pálido, como corresponde a un convaleciente. Está rodeado por docenas de libros, y sobre la mesa lateral hay por lo menos otros diez más abiertos, destacando entre todos ellos, sobre un atril, el Breviario de San Luis de Francia, el libro que un ángel le bajó del cielo cuando aquel rey –antepasado del propio Carlos- estaba prisionero de los sarracenos en Egipto. La pared del fondo tras el sillón donde el príncipe descansa, está cubierta por un lujoso tapiz con las divisas de los reyes de Navarra: las guirnaldas de hojas de castaño, los triples lazos y los lebreles blancos. Una estantería baja aparece repleta de objetos: pequeños ajedreces tallados del tamaño de una nuez, cuernos de unicornio, el collar de la orden de Bonefoy, una estatua de marfil que representa al propio primogénito de Navarra y Aragón…

Príncipe de Viana: Pasad, pasad. Acomodaos donde podáis. Disculpad el desorden, pero tengo la mala costumbre de leer varios libros a la vez, y me gusta tenerlos siempre a mi alrededor. Me tranquiliza pasar mis manos sobre ellos, más todavía ahora, que desde que mi madrastra me liberó de mi infecta prisión en el castillo de Morella, no termino de recuperarme del todo. En cualquier caso, recordad que si he accedido a que me cuestionéis sobre mi vida ha sido a cambio de un pequeño favor que al final de nuestra reunión os explicaré…

Mikel Zuza: No hay nada por lo que tenga que disculparos, alteza, que yo también tengo muchos libros empezados sobre mi mesilla. En cuanto a ese secreto “favor”, sabré agradecer que me hayáis concedido esta exclusiva.

P de V: ¿Luego amáis también los libros? Me place, seguro que nos llevaremos bien vos y yo.... Pero comenzad ya con vuestra entrevista, por favor, que me encuentro algo cansado…

M. Z: La primera pregunta no puede ser otra que vuestra opinión sobre la complicada situación que ahora mismo se está dando en Cataluña, donde habéis sido nombrado lugarteniente perpetuo por los consellers de la Generalitat.

P. de V: Agradezco al pueblo catalán que me haya acogido durante este último año. Confieso, en honor a la verdad, que hasta ese momento no sabía yo gran cosa sobre este reino, absorbido como he estado durante tanto tiempo por mis problemas para ser reconocido como rey de Navarra por mi padre. Pero ahora que he tenido la suerte de vivir en Cataluña, creo compartir sus justas reivindicaciones.

M. Z: Precisamente dados vuestros antecedentes, ¿creéis que en Cataluña el rey don Juan cederá en todas aquellas cuestiones que, aún referidas a Navarra, no ha querido tratar con vos durante casi veinte años?

P. de V: Mi padre siempre ha sido para mí un enigma dentro de un misterio. El enigma es por qué se ha negado siempre a cederme la corona de mis antepasados. El misterio es por qué le importa tan poco el reino de Navarra. Llevo cinco años ya fuera de mi casa, que está y ha estado siempre en Olite. Mi padre se niega a dejarme volver a Navarra, tiene miedo de que pueda volver a alzarme contra él. En realidad, ese es el problema: a pesar de su inmenso poder, mi padre es un hombre que siempre tiene miedo, y transmite ese horrible sentimiento a todo lo que le rodea. Y del miedo al odio sólo va un paso. No hemos llegado a conocernos nunca él y yo, supongo que también por mi culpa. Lo malo es que nuestras discrepancias personales han acabado afectando a muchos inocentes. Eso es lo peor de todo.

M. Z: Y vos, príncipe: ¿tenéis miedo?

P. de V: Pues claro que sí, como cualquier hombre normal. Tengo miedo a defraudar las expectativas que mucha gente ha puesto en mí. Muchos de mis partidarios lo han perdido todo –incluso la vida- por seguir mi causa. Muy mala persona tendría que ser yo si eso me dejase dormir sin remordimientos.

M. Z: Perdonad que me atreva a preguntároslo, alteza, pero las calles de Barcelona bullen con el rumor de que vais a legitimar a vuestro hijo Felipe casándoos por fin con doña Brianda…

P. de V: Mi vida personal sólo me pertenece a mí. Hablemos de política todo lo que queráis, pero dejad a mi familia al margen. Creo que con esto respondo también a vuestra impertinente pregunta, pero por si acaso aclararé que nunca –reitero- nunca, traspasaré la pesada carga que he soportado yo durante todo este tiempo a un pobre niño de cinco años. Conozco demasiado bien a las facciones que me rodean como para no saber que lo despedazarían en pocos meses. Que viva su vida lo mejor que sepa o le dejen, no habrá mayor regalo que yo pueda hacerle. 

M. Z: Disculpad que insista, pero esas mismas voces dicen que vuestra enfermedad no tiene cura, así que, si actuáis de esa manera, vuestro partido quedara descabezado cuando… Cuando…

P. de V: ¿Cuándo yo muera? Sed osado, y no os preocupe mentarme a la parca. Según el día, la veo más como un descanso largamente anhelado que como una interrupción. He dado lo mejor de mí para defender mis derechos, siempre con menos medios que mi padre, así que ahora no tengo miedo a enfrentarme al Creador. Quiero preguntarle yo también por qué ha permitido que me ocurrieran ciertas cosas…

M. Z: Decís que habéis dado lo mejor de vos, pero… ¿ha sido siempre así? ¿Qué teneéis que decir a quienes os acusan de no haber tratado demasiado bien a vuestra esposa, la princesa Agnes de Kleves? ¿Qué quizás amabais más a otra…?

El príncipe se revuelve en su sillón, y claramente enojado, argumenta:

P. de V: ¡Ya os he dicho que mi vida privada es sólo mía! Si ocurrió algo malo o no entre Agnes y yo, es algo que sólo a nosotros dos incumbía, y ella murió hace ya trece años. Pero si eso satisface a vuestros lectores, aseguro que no hubo ninguna otra mujer mientras ella vivió y que, actuando de forma tan respetuosa con mi matrimonio, quién sabe la fama que me gané teniendo en cuenta que mi padre, por ejemplo, me dio cuatro o cinco (ni él mismo se acuerda) hermanos bastardos mientras estaba casado con mi madre –de gloriosa memoria- la reina propietaria doña Blanca de Navarra.

M. Z: Cambiemos pues de tema: ¿cómo recordáis a vuestra madre?

P. de V: Con cariño y con añoranza. Fue una gran madre, y le agradezco la educación que me dio, dirigida exclusivamente a hacerme amar Navarra, y a llegar a ser el mejor rey que esa tierra hubiera tenido nunca.

M. Z: ¿A pesar de su controvertido testamento, en el que directamente os ordenaba no tomar la Coronade Navarra sin el consentimiento de vuestro padre?

P. de V: Incluso a pesar de ello. Tengo fundadas sospechas de que esa malhadada cláusula no le fuera impuesta por mi padre, aunque no pueda yo probarlo. Lo que si puedo mantener públicamente es que cuando la reina se sintió morir, dos años más tarde, me envió una carta en la que me decía que me olvidara de su testamento y me alzara rey. Fui demasiado confiado, y reenvié ese documento a mi padre, quien, sin dejarlo hacer público, lo rasgó en mil pedazos…


Un momento de la animada conversación entre 
el príncipe de Viana y Mikel Zuza,
miniado por Guillem de Hugoniet.

M. Z: Eso me lleva a una de las principales acusaciones que vuestros adversarios os hacen: que sois demasiado bueno, que no se puede medrar en política con vuestra forma de ser.

P. de V: ¿Y qué quieren todos esos? ¿Qué sea igual de malo que ellos? Debieran estar contentos de que un gobernante intentara ser bueno –conseguirlo ya es otro asunto-, y no de que fuera tan malo o peor que muchos de los que ya han tenido que sufrir. Pero este mundo está loco, y parece marchar siempre del revés. ¿Habéis leído a Aristóteles? Pues una vez dijo que  es muy santa cosa preferir la verdad al honor. Yo he intentado atenerme siempre a esa norma de conducta.

M. Z: Me recuerda al lema personal de Miguel de Unamuno: “La verdad antes que la paz”.

P. de V: No lo conozco, ¿quién es ese tal Unamuno?

M. Z: Alguien que se enfrentó a los tiranos.

P. de V: Pues entonces tenemos mucho que ver él y yo.

M. Z: Reconocedme, sin embargo, que vuestro padre parece mostrar más cintura política que vos…

P. de V: Por supuesto que no os lo reconozco. Mi padre lleva combatiendo en distintos escenarios, sobre todo en Castilla, desde que tenía 15 años. Ahora tiene más de 60 y sigue igual: llevando la guerra, el hambre, la ruina y la pobreza a todos los territorios que han tenido la desgracia de cruzarse en su camino. Si la pregunta es si me gustaría ser igual que él, y convertirme en otro Quinto Jinete del Apocalipsis, mi respuesta es bien rotunda: ¡Nunca jamás!

M. Z: Y no creéis que pensar así os ha acarreado quizás demasiados males?

P. de V: Por supuesto: el peor de todos es el exilio. He conocido tierras muy hermosas, llenas de sabios y de cosas bellísimas, pero ni un solo día he dejado de anhelar mi retorno a Navarra. Luego está el asunto de mi quebrantada salud, que yo achaco a…

M. Z: Perdonad que os interrumpa, ¿Qué achacáis quizás a algún veneno?

P. de V: Veo que habéis hecho bien vuestros deberes... Sí, siempre he tenido miedo de ser envenenado. Quizás no por mi propio padre, aunque lo considere muy capaz, sino por alguno de los muchos ambiciosos que le rodean. Y los peores de todos ellos son los dos hermanos Peralta, mosén Pierres y mosén Luis; pero sobre todo el almirante de Castilla, don Fadrique, el padre de la segunda mujer de mi padre. Hasta que sus nietos no se queden con la herencia de los nietos de mi señor abuelo, el rey don Carlos III el Noble, no cejará en su empeño…

M. Z: Esa es sin duda una acusación muy grave, alteza…

P. de V: Grave pero cierta. La he sostenido yo de muchas maneras a lo largo de estos años de tribulaciones. Hasta recuerdo que hice una obra de teatro, una noche, en el palacio de Tafalla, para ofenderle. ¡Dios, qué bien lo pasé aquella noche al echarle en cara unas cuantas verdades!

M. Z: Pero no habéis terminado de contarme el asunto del veneno…

P. de V: ¿Y qué queréis que os diga sobre ese particular? Si lo han hecho ya, no tengo yo remedio, pero lo cierto es que los embajadores del rey Enrique de Castilla (mi excuñado, otro que además de repudiar a mi hermana Blanca, sólo me ayudó cuando mejor le pareció) me advirtieron hace sólo unos meses de que mi padre no me permitiría casarme con Isabel de Castilla, como es mi deseo, porque la tiene reservada para mi hermanastro Fernando; que jamás me dejará reinar en Navarra ni me reconocerá la primogenitura aragonesa, porque quiere que “sólo haya un rey en toda España” y que ese sea el ya mencionado Fernando; y sobre todo me advirtieron de que tuviera mucho cuidado, porque para conseguir ese supremo objetivo, pensaban envenenarme, pues yo soy el único obstáculo que se les opone.

M. Z: ¿Y dais créditos a esos embajadores?

P. de V: ¿Y vos, les dais crédito vos, que parecéis tan bien informado?

M. Z: …. No sé bien qué deciros, alteza. Yo…

P. de V: Tenéis razón: hay poco que añadir... Una última pregunta, por favor, comienzo a sentirte indispuesto.

M. Z: ¿Qué os gustaría que pensaran de vos las generaciones futuras?

P. de V: ¿Y qué me puede importar a mí su juicio? Decidles lo que acabo de contaros: que lo hice lo mejor que supe. Quizás no han llegado los tiempos en que el Gobierno haya de ponerse en manos de las buenas personas o al menos de las que crean un poco en la Justicia. Quizássea en vuestro tiempo cuando tal cosa pueda al fin alcanzarse. Quizás hubiera sido mejor para todos que yo me hubiera conformado con seguir leyendo libro tras libro en el terrado del palacio de Olite, sin tomar la espada contra mi padre, aunque no sea yo precisamente de los que creen que las armas y las letras son como el aceite y el agua. Pero sí que nunca quise que nadie sufriera daño por mi culpa o en mi nombre. Quizás me gustaría que ese fuera mi epitafio, aunque sé bien que mi siempre misericordioso padre no me dejará volver a Navarra ni muerto. Es igual: yo soy Navarra, y donde yo vaya, Navarra irá conmigo.

M. Z: ¿Y el favor que me habéis solicitado para concederme esta entrevista?

P. de V: Ah, sí: ahora soy yo quien quiere haceros unas cuantas preguntas…

M. Z: Esto no es muy habitual…

P. de V: Frecuente o no, os negaré el permiso para publicar todo lo que os acabo de decir si no cumplís esta condición. Pero tenéis que decir estrictamente la verdad.

M. Z: Entonces, adelante…

P. de V: Confesad que más de una vez habéis soñado con ocupar mi lugar…

M. Z: Apenas recuerdo lo que sueño, así que podría ser. En cualquier caso, si me hubiera gustado ser vos, hubiese sido siempre antes del año 1451. Después, vuestra vida ya fue un cantar mucho más triste…

P. de V: ¿Estáis diciendo que me habríais abandonado a partir de esa fecha? No os creo.

M. Z: No, probablemente no lo hubiera hecho, me encantan las causas perdidas. Decía Borges que son las únicas que merecen ser defendidas por un caballero.

P. de V: ¿Y quién es ese Borges? Seguro que alguien que jamás tuvo que defender sus derechos en una batalla campal…

M. Z: Es otro escritor, alteza.

P. de V: Ah, yo también soy escritor. ¿Habéis leído mi Crónica de los Reyes de Navarra? Sí, claro que la habéis leído… Sé que habéis escrito vos mismo un libro sobre mí. Basado nada menos que en las acusaciones que tuvieron la osadía de hacerme mis enemigos mortales, los Peralta, cabecillas del bando agramontés…



M. Z: Pues sí, pero no creáis que les doy una credibilidad total a sus denuncias. A unas sí, y a otras no. Para ellos sois un demonio y para otros seréis un santo. No obstante, sólo sois un hombre, con mejores o peores cualidades y virtudes, como todos. Y sobre vuestra Crónica: sí, por supuesto que la he leído, al menos sus tres primeras partes. Si me hicieseis el gran favor de dejarme leer la cuarta parte, ahora que además no hay duda alguna de que la escribisteis…

P. de V: ¿Y qué duda podría haber sobre eso? ¿Acaso alguien puede ser tan lelo como para pensar que no iba a contar yo de primera mano todo lo que había sucedido entre mi padre y yo? Naturalmente que podréis leerla, aunque antes me gustaría saber qué represento yo exactamente para vos.

M. Z: Después de tanto tiempo dedicado al estudio de vuestra vida, os confieso que me gustaría considerarme vuestro amigo. Pero no me pidáis a mí un veredicto, que al fin y al cabo he actuado casi como abogado vuestro en mi libro. Que sean los lectores quienes juzguen si vos hubieseis sido o no el mejor gobernante que Navarra hubiera podido tener. Yo, albergo pocas dudas al respecto.

P. de V: Qué diplomático, amigo Mikel… ¿Qué decís si os ofrezco un puesto junto a los más leales, aquellos que no me han abandonado ni en los peores momentos? A Johan de Beaumont, Johan Pérez de Torralba, Johan de Cardona, el bachiller Pedro de Sada o mi bibliotecario, el poeta fray Pere Martínez, me estoy refiriendo. Al fin y al cabo, lleváis mucho más tiempo que ellos siendo seguidor mío. Hoy mismo, 597 años exactos, si no me equivoco. Por supuesto el cargo no será remunerado, sin duda sabéis que mis posibilidades económicas son siempre bastante reducidas…

M. Z: ¡Es cierto, lo había olvidado, hoy es vuestro cumpleaños, don Carlos! Que tengáis un feliz aniversario. Y en cuanto al sueldo, vos como escritor sabéis mejor que nadie que los de nuestro oficio estamos acostumbrados de sobra a la inestabilidad monetaria, así que acepto muy honrado el cargo que me ofrecéis.

P. de V: ¿También en el siglo XXI es así? Bueno, pues entonces creo que os habéis ganado poder llamarme Charles.

M. Z: Pues muchas felicidades, Charles

P. de V: Buen viaje de vuelta, don Mikel.





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

I WILL SURVIVE

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Estella, 28 de junio de 2018

Una de las más curiosas historias que se perdieron cuando ardió el archivo de la iglesia de San Miguel de Estella en el verano de 1739, es el acta judicial de un proceso del año 1503, que relataba lo sucedido apenas doce meses antes, durante las celebración del torneo organizado en aquella ciudad por los reyes Catalina y Juan de Labrit para agasajar a la embajada del archiduque Felipe de Borgoña.

Dicho pleito sólo podemos conocerlo hoy en día por los breves apuntes que el erudito local Andrés María de Errazquin tomó de las actas originales en el siglo XVI, mientras preparaba su libro: “Glorias inmarcesibles de la ciudad de Estella y corolario angélico que lleva directamente a los Cielos a los naturales de esta villa, siempre favorecidos por la intercesión divinal y regia, desde los tiempos de la invasión agarena hasta el feliz reinado de S. M. Felipe IV de Navarra, II de Castilla”.

Anota el ilustrado estellés cómo, agobiados siempre los reyes de Navarra por la presión de los reyes Isabel y Fernando, buscaron a la sazón apoyo y alianza en el todopoderoso duque Maximiliano de Borgoña, y en su joven hijo, Felipe, que fue con quien, al parecer, mejores migas hicieron, quedando muy prontamente concertado el envío de una embajada borgoñona que confirmase públicamente a todos los reinos y estados del mundo la unión entre Navarra y Borgoña.

La inminente llegada de la delegación, y el mal estado de la capital del reino tras tantos años de guerra civil entre beaumonteses y agramonteses, hicieron que nuestros sagaces reyes pensasen en Estella como el mejor lugar para recibir a los embajadores del norte, pues a todos era notorio que tenía esta ciudad suficientes atractivos como para deslumbrarlos, no siendo el menor de los cuales el ornato y engalanamiento que justo en ese mismo año de 1502 se estaba llevando a cabo en la parroquia de San Miguel, cuyo retablo mayor estaba siendo esculpido por el maestro Terín, un famoso artífice aragonés.

Por si acaso el arte que podían costear los monarcas navarros no impresionaba demasiado a los viajeros, al fin y al cabo acostumbrados al lujo borgoñón, el rey Juan decidió obsequiarles con un torneo donde pudieran mostrar sus habilidades guerreras, enfrentándose a la flor y nata de los caballeros navarros.

Nadie de los presentes en Estella cuando arribó la comitiva, podrá olvidar nunca la prestancia y distinción de los recién llegados, sobre todo de quien los comandaba: el duque Roberto Van Breukelen, cuya armadura dorada y plateada deslumbraba al sol de los primeros días del verano. Cuenta la crónica que, cuando el duque se apeó de su caballo y se quitó el yelmo para hacer la reverencia a Sus Majestades, una cascada de bucles rubios, más brillantes aún que el oro que punteaba su arnés, cayó sobre sus hombros, provocando un murmullo de admiración en toda la concurrencia: ¡Qué guapo, por Dios!

Hay quien dice que hasta se lo escuchó decir a la reina doña Catalina, pero esto es algo sobre lo que los historiadores no se ponen –todavía hoy- de acuerdo. De lo que sí podemos estar seguros, gracias a las anotaciones de Errazquin, es que uno de los que más prendados quedó fue el citado maestro Terín, que en aquel mismo momento quedó prendado y sojuzgado por la belleza de don Roberto. Esto, que hoy en día no asombra a nadie que tenga dos dedos de frente, pudo costarle la vida al renombrado escultor, pues tal y como afirmaba el proceso judicial hoy perdido, no era el artista persona que escondiese sus sentimientos, como demostró fehacientemente comenzando a tallar la figura del santo titular, copiando escrupulosamente cada uno de los rasgos del duque, lo cual provocó hondo rechazo en algunos miembros del Consejo Real, singularmente en el obispo don Martín de Ilurdoz, que amenazó con anatemas (y quien sabe si también con hoguera) a cualquiera que propagase entre sus fieles lo que el denominaba como “pecado nefando”.

Llegó el obispo en su mal propósito a invertir de su propio pecunio (cosa extremadamente rara en los de su condición, que siempre prefieren tirar con pólvora del Rey) en la contratación de dos nuevos agentes que él creía que contribuirían a terminar definitivamente con aquella sensación de pecado que se había extendido por Estella. El primero, el mejor caballero nacido entre las mugas del reino: Francés de Beaumont, que llevaba fama de no haber sido nunca derrotado en combate real ni menos aún en torneo, que se encargaría de apalizar al advenedizo borgoñón. Y el segundo, un imaginero traído a toda prisa desde las obras de la catedral de Santo Domingo de la Calzada, para que lo inmortalizase y lograra opacar con su arte a la blasfema imagen que estaba tallando el maestro Terín.

Llegó el día del torneo. No se puede decir, ni aún siquiera se podría imaginar, el garbo que ambos contendientes demostraban. Llevaba Jorge sus mejores galas bélicas: peto forrado de raso carmesí y pancera acanalada brillante y plateada. Roberto repetía la indumentaria del día de su llegada: arnés blanco con pancera y faldellín de oro y una capa escarlata sobre los hombros. Combatieron primero a caballo, y cuando quedó claro que ninguno podría descabalgar al otro, lucharon a pie, hasta que el ahogo por tanto esfuerzo les obligó a quitarse los yelmos.

Lo cierto es que, movidos por la inquina que terceras personas habían sembrado esos días entre ellos, no habían llegado a verse todavía las caras, así que cuando se desprendieron de sus respectivos cascos y camailles, no pudieron dejar de sentirse fascinados el uno por el otro, pues es de saber que nadie creía que pudiera haber otros dos caballeros más fuertes y hermosos en toda la Cristiandad. De suerte que cuando decidieron firmar tablas en su pelea, nadie se llevó las manos a la cabeza, excepto el señor obispo, que parecía a punto de echar espuma por la boca.

Esa misma noche, los dos caballeros –misteriosamente- desaparecieron, unos dicen que se refugiaron en la corte de Portugal (siempre más abierta y tolerante), otros que cruzaron de la mano el mar, rumbo a los nuevos territorios recién descubiertos. El obispo exigió a don Juan y doña Catalina que salieran sus tropas a darles caza, pero es fama –recogida en el acta desaparecida, y atestiguada ada por el docto Errazquin- que ambos contestaron al unísono que no eran ellos quiénes para cuestionar lo que los poetas más famosos de aquél momento sabían, pues:

“Es amor fuerza tan fuerte,
 que fuerza toda razón.
 Una fuerza de tal suerte,
 que todo ingenio convierte,
 por su fuerza y afición.”

Condenaron pues los reyes al obispo a permanecer callado, pero también a pagar al tallador contratado la estatua de San Jorge, de tal forma que incluso hoy en día, pueden ver quienes se acerquen a aquella iglesia en lo alto de Estella los retratos de Francés y de Roberto, camuflados como los santos guerreros por excelencia: uno en su capilla exenta y otro en el ábside. Y como es Estella ciudad en la que llueve bastante y pugna por salir el sol entre las nubes, algunas veces, como probablemente en el día de hoy, un arco iris une esas mismas manos que cruzaron el mar para dejar atrás mezquindades y prejuicios.

SAN JORGE DE ESTELLA

SAN MIGUEL DE ESTELLA, por el Maestro Terín



Y esta historia fue escrita el 28 de junio, Día Internacional del Orgullo LGBT, que esta vez coincide además con una tormenta mediática sobre la figura del San Jorge de Estella, que llevaba 500 años en la tranquilidad de su anonimato, y que a él volverá a pasar otros 500 más, si le dejamos entre todos –yo incluido- en paz. 





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

CELOS ENTRE ESCRITORES

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-Al final nos pillarán, ya lo veréis...

-¡Bah, si no se fija nadie en nosotros!

-Pues Zuza ya se dio cuenta aquella vez...

-¡Pero si venía de las tabernas de la rúa de San Nicolás y llevaba un tablón de campeonato! Debió parecerle que se lo había imaginado...

-¡La culpa fue tuya, Arbolancha, que te despistaste y en vez de volver a tu sitio te pusiste en el de Sada! ¡Y encima tú miras a la izquierda y te colocaste entre los que miran hacia la derecha!

-¿Culpa mía? ¡Pero si la idea de que nos moviéramos cada noche fue vuestra, príncipe!



-¿Y qué queríais, que nos mantuviéramos así de quietos otros 122 años más? Mira que le inspiré en sueños al pesado de Ansoleaga que cuando proyectase la fachada del Archivo nos colocase en parejas para poder mantener interesantes conversaciones, y no cuatro mirando a un lado y otros cuatro mirando al otro, pero nada, era un sieso. Tanto que a mí, que soy el más importante de todos vosotros, me colocó en el extremo, y a Azpilicueta y a Ximénez de Rada en el centro ¿Dónde se ha visto cosa igual?



-A ver si os pensáis que teneros tan cerca es plato de gusto, príncipe, siempre aguantando vuestra batallita sobre la Cuarta Parte de vuestra Crónica. Empiezo a pensar que no la escribísteis nunca...

-¿Y me lo decís vos, fray Diego, que sois el autor del tratado más aburrido que vieron los siglos? Porque somos de piedra y no tenemos que dormir, porque si no, bastaría con que cada noche nos leyéseis dos o tres líneas de vuestro libro para que nos pusiéramos a roncar...

-¡Seréis insolente y maleducado! ¡Pues vos sois un plagiario, que copiastéis (sin citarlo) más de la mitad de vuestra obra a Garci López de Roncesvalles! ¡Él es quien debiera estar representado en esta fachada, y no vos!

-¡Lo que pasa es que en el siglo XV no estaban regulados los derechos de autor! ¡Además: si nosotros somos los ocho mejores escritores de Navarra, vos sois quien no pinta nada aquí, fray Diego, porque aburrís a las piedras con vuestra latiniparla incomprensible!

-Ya, ya... Pues si tan príncipe fuísteis, ¿por qué no los regulásteis vos? ¡Escritor de boquilla es lo que sois vos, don Carlos!

-¡Y dale! Ya están el principe de Viana y fray Diego de Estella discutiendo otra vez... 122 años y no ha habido noche que no acabasen igual, menuda suerte tenemos, padre Moret, de estar al otro lado.



-Y tanto, señor de Jaso, y tanto. Pero...¡Chist, calláos de una vez, que vienen los forales!

-¡Uff, casi nos pillan esta vez!

-¿Esos, qué nos van a pillar? Otra cosica eran mis guardias del palacio de Olite, a ellos si que no se les escapaba ni un alborotador. Además, que estos forales, desde que les quitaron las txapelas, no han vuelto a ser los mismos. Con esas gorras parecen una mala imitación de los ayudantes del departamento del Sheriff del Condado de Maricopa (Arizona, Estados Unidos).

-¡Vaya con el "intelectual", que se pasa todas las mañanas oyendo los programas de crímenes de la Sexta que nos llegan desde el balcón abierto del restaurante San Ignacio! Sabréis vos mucho de gorros, que ese que os puso Ansoleaga sobre vuestra molondra parece talmente un cono de tráfico...

-¿De verdad queréis que os diga dónde podéis meteros este cono, fray Diego? ¡Al cabo que a vos os representó mejor nuestro pésimo arquitecto, que parece que llevais un queso de tetilla en vuestra oronda cabezota!



-¡Nada, que no se cansan estos dos pelmas! ¿No será que tenéis alguna tensión sexual no resuelta? ¡Iros al Yoldi los dos y dejadnos dormir a los demás, coñe!

-¿Pero qué estáis insinuando, Sada? Mirad que él se quita el gorro y yo no atiendo a la tonsura y la tenemos...

-¡Cuando sea rey lo primero que pienso ordenar es que raspen vuestros siete medallones y que retallen por encima a siete damas más bellas que Sigrid de Thule. El harén de la avenida de San Ignacio nos van a llamar, ya lo veréis...

-Buenoooo, ya se ha debido quitar el gorro y le ha vuelto a dar el sol en la cabeza... ¿Y así vamos a tener que estar 122 años más? Porque entonces igual pido el traslado a la Taconera, que me coloquen a los pies de Mariblanca y pueda así perderos de vista a todos, ¡socansos!

-¡Chist, Moret, calláos todos, que está amaneciendo! Hasta dentro de unas horas, y a ver si mañana nos despertamos los ocho un poco menos vinagres que de costumbre, por favor...

© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

LA SORPRENDENTE HISTORIA DEL CABALLERO DON JUAN DE PEDROSO

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Aprovechando que este fin de semana se celebran las fiestas de la Virgendel Patrocinio, vuelvo al pueblo y os dejo aquí unas notas sobre una de las pocas historias “literarias” 100% pedrosiñas de la que tengo constancia, porque me la contaba mi abuelo Fermín, uno de esos hombres buenos que tuvieron poco tiempo en su vida para otra cosa que no fuera trabajar, lo cual no les dejó nunca demasiado tiempo para libros o fantasías, aunque a él si le gustara leer, sobre todo el periódico, una sana costumbre que he debido heredar de él.

Pero cuando le pedía que me contase alguna cosa sobre su pueblo, incluso antes de que yo llegara a ir allí, siempre acababa acordándose de una historia que aseguraba que a él le habían contado sus padres: que su abuelo, siendo muy niño, había visto –escondido para que no le descubriesen- cómo el alcalde y el resto de miembros del Ayuntamiento habían levantado la losa que, al pie del altar mayor, cubría los restos del fundador de la iglesia de San Juan, maravillándose todos ellos de cómo estaba enterrado como si se tratase de la habitación que había disfrutado en vida, pues habría aparecido tumbado sobre una cama, y rodeado de muebles, como si fuera a despertarse de un largo sueño en cualquier momento. La sorpresa inicial no habría impedido a las autoridades, no obstante, despojar al muerto de las joyas que, a lo que se ve, llevaba puestas o había ordenado que colocasen cerca de él para toda la eternidad, porque el caso es que nadie más volvió a verlas nunca más en el pueblo…
 
Tan escuetamente como sus padres se la contaron a él, mi abuelo me la contaba a mí, sin más detalles que permitieran hacerse una idea mejor de lo sucedido aquella fantástica noche. Por eso mi imaginación iba llenando los huecos de la narración. Pensaba de esta forma que el muerto/dormido debía ir vestido como los conquistadores del Perú o de México, con un morrión en la cabeza tirando a puntiagudo sujeto a su calavera por un barbuquejo de seda, una lujosa coraza plateada cubriéndole el torso y un jubón acuchillado y unas calzas sobre sus huesudas piernas. Y por supuesto oro, mucho oro, en barras y sobre todo en monedas, esparcido por toda la tumba. Supongo que mi visión era esa porque habría visto en algún libro que hubiera por casa alguna ilustración con el retrato de Hernán Cortés, de Ponce de León o de Coronado, y por eso me había hecho una imagen de la momia del mecenas pedrosiño muy similar a la que ofrecía Orellana en una de las pelis de Indiana Jones:


Y por supuesto también con muchas y enormes telarañas, de esas que sólo unas arañas tan lustrosas y trabajadoras como las que había en Pedroso podían tejer. Un cuadro, para concluir, que provocaba bastante miedo en el niño que yo era entonces, que imagino que es el terrorífico efecto que mi abuelo pretendía conseguir al contarme la historia de su abuelo “arqueólogo” que, bien mirado, era también mi tatarabuelo.

No se me olvidó esa historia, mucho menos cuando por fin pude pasar muchos largos veranos en Pedroso, donde confirmé lo que ya mi abuelo me había contado también: que la iglesia de San Juan llevaba muchos años en ruinas, manteniendo solamente sus muros exteriores, y algún arco de bóveda haciendo equilibrios en el aire. Parece ser que el párroco de finales del siglo XIX o principios del XX dejó que una pequeña gotera en el tejado fuese aumentando de tamaño hasta que el estropicio ya no tuvo remedio alguno, pues la techumbre se vino abajo dando apenas tiempo para salvar alguno de los retablos y cuadros que todavía hoy en día se conservan en la iglesia del Salvador. Así me lo contó una vez mi inolvidable tía Mercedes, hermana de mi abuelo Fermín, mientras preparaba aquellas rosquillas con anís y limón tan sabrosas que sólo ella sabía hacer.

Por cierto, que ella también había escuchado a sus padres la historia del muerto enterrado como si aún viviera que una vez hubo en esa iglesia hundida. Así por lo menos pude confirmar que la historia no era un invento de mi abuelo, sino que sus padres se la contaron a todos sus hijos e hijas por igual. Comprendí entonces también que mi tatarabuelo, aquel niño que se atrevió a esconderse en el templo, quizás no lo haría solo, sino que algún otro mocete pudo colarse con él, porque en un pueblo tan pequeño sería imposible guardar el secreto de un hecho tan sorprendente como este, y que por tanto esta historia no sólo pertenecía a los Viniegra, sino muy probablemente también a muchas otras familias asentadas en el pueblo desde hace siglos, que habrían ido contándosela a sus hijos para entretenerlos o asustarlos durante generaciones, así que cada una de ellas habría ido añadiendo detalles por su cuenta, y al final el tatarabuelo de cada uno y de cada una sería quien verdaderamente estuvo allí aquella noche. Seguro que fue así, pero yo os la cuento exactamente como a mí me la contaron.

¿Y quién pudo ser aquel tatarabuelo mío? El método genealógico a emplear resulta muy sencillo: basta con preguntar al miembro más anciano de la familia a cuantos antepasados suyos recuerda o al menos de cuántos ha oído hablar en casa. Y mi abuelo recordaba, por supuesto, a sus padres: Saturnino Viniegra y María Larios, que le habían hablado de su abuelo, a quien él no llegó a conocer personalmente: Juan Viniegra, casado con Agustina Blasco hacia 1820. Este Juan debió ser, por tanto, el aventurero que aquella noche, oculto en la oscuridad pre-eléctrica, vio como desvalijaban al fundador de la imponente iglesia de San Juan de Letrán.

Sabiendo esto, quedaban por conocer más cosas sobre quién fue dicho fundador, y muchos años después, nada menos que en 2009, gracias al estupendo trabajo en la revista Berceo de Juan Carlos Hernández Núñez, https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/3138740.pdfpude conocer tanto al protagonista de nuestra historia –no sé si llamarla “de terror”- como al maravilloso tesoro que dejó para que mi tatarabuelo pudiera verlo siendo sólo un niño.

Así, acudiendo al Compendio Histórico de la Muy Ilustre Villa de Pedroso, escrito en 1786 por Juan Matías Herce, puede leerse: 

Tiene esta villa otra yglesia sacramental que fundó el señor donJuan de Pedroso, Caballero de la orden de Santiago, de los Consejos deGuerra y Hacienda de S. M. con tres capellanes y misa diaria que alternativamentecantan. Murió el año 1628 y su cuerpo está sepultado en su yglesia, cuyas armas están en la fachada de ella a un lado de la ymagen de SanJuan Baptista, que es el titular de la yglesia.”. Al parecer, el templo lo “hizo labrar en las casas de sus padres”.

El caso es que el caballero Juan de Pedroso y González, que debió nacer en la villa hacia 1581, dictó testamento el 1 de febrero de 1628 en Madrid, donde residía desde al menos 1613, como miembro del Consejo de Guerra primero y luego del Almirantazgo encargado de combatir a los rebeldes holandeses. En esos cargos, conoció y trató bastante con el Conde-Duque de Olivares, privado (primer ministro) del rey Felipe III. En su ya citado testamento, encomendó  a su sobrino Bernabé Martínez de Pedroso la construcción de su capilla funeraria en Pedroso, habiendo de erigirse “una yglesia o capilla” en el solar que ocupaban las casas de su padre, en la villa de Pedroso. La advocación sería de San Juan de Letrán, teniéndose que unir con la basílica de Roma, como se había hecho con la existente en Gibraltar. Si la unión no era posible, se dedicaría a los Santos Juanes y se conseguiría un privilegio para alguno de sus altares y un jubileo para el día de San Juan.

Para su edificación, así como para su ornato, dejaba 1.000 ducados, que si eran insuficientes se tomarían, mientras terminaban las obras, de las rentas de las tres capellanías que fundaba en el templo con un total de 600 ducados anuales. Concluidas éstas, el cuerpo de Juan de Pedroso sería trasladado a la capilla mayor, donde sería sepultado, prohibiéndose que ninguna otra persona fuera enterrada en la misma, a no ser su sobrino Bernabé Martínez de Pedroso, al que nombraba patrón de la iglesia. A su muerte, el patronato pasaría a un órgano colegiado, constituido por el abad del monasterio de Nuestra Señora de Valvanera, un vicario nombrado por el Obispo de Calahorra – La Calzaday, de la población de Pedroso, el párroco de la iglesia de El Salvador y su alcalde ordinario. La Iglesiade San Juan de Letrán se erigió en los años siguientes y se consagró finalmente el año 1654.

La iglesia tenía tres altares, el mayor y dos colaterales, haciéndose los retablos con las “pinturas que al presente ay en mi cassa” y que pasarían al templo para su adorno. Éstas eran “un Sant Antonio grande con su marcodorado; Un Sant Francisco tambien grande; El Christo amarrado a unacoluna; Otro cuadro grande de Christo en el supliçio quando le estauan lossayones azotando; Un Sancto Gerónimo grande; Un Sancto Pablo; SantJuan Baptista, cuadro grande que ha de ser para el altar mayor y el del advocación;El cuadro de Sant Juan Ebangelista; El de la Virgendel Populo; UnChristo cruçificado; El Christo después azotado; La ressurrection de Laçaro;El cuadro de Dauid con Abigayl (y) Dos ymagenes de nuestra señora”. Además, también entregaba las esculturas de “El niño Jessus de bulto; el niñoSant Juan de bulto; los dos Cristos de bulto”. 

La donación se completaba con objetos de platería y textiles, tales como “El brasero de plata mio, con su escalfador; el cofrecillo de plata para que sirua de arca al serenísimo sacramento para enzerrarlo los dias del juebes sancto; Ocho candelero de plata grandes, Quatro candeleros de bugías redondas; Una fuente y un jarro de plata; La colgadura de brocateles nueua que son por acabar con la cama, que todo se compró en una almoneda, con la mejor madera, o el catre de hebano si se pudiere acomodar creciéndole los pilares (y) las alfombras grandes con los tapetes nuevos” 22. Asimismo, donaba “las dos cruzes de reliquias y el relicario que sea a la cabecera de mi cama (…) Las reliquias que traygo conmigo, metidas en una cruz de oro, que son una espina de la corona de Christo, nuestro señor, y [roto] es de lignun cruzis (…) juntamente con otras que estan en un cofrezito blanco de marfil”.

Terminadas las cláusulas sobre la fundación de la iglesia y las capellanías, en el testamento se continúa con el reparto de sus bienes. En total, sin contabilizar los destinados a la iglesia y a las capellanías, se repartieron 17.200 ducados; 12 escritorios, uno de ellos de ébano y marfil y dos de plata; 4 escribanías, de las que dos eran de plata; 3 cuadros y 2 láminas; 5 cadenas de oro, una de ocho vueltas y otra de dos; 2 cintillos de diamantes; 3 veneras, dos de oro y una de diamantes; 2 palanganas de plata; 5 vestidos, aunque se especifica que tenía más, con bordados, de felpa y de colores; un juego de tapices con la historia de los Infantes de Lara; un pabellón de seda, posiblemente perteneciente a una cama; y dos piezas de brocatel. Además, contaba con cuatro esclavos, Tomé Rubio, al que se le concede la libertad, y tres mahometanos, Azán, Alí y Almanzor, que de convertirse al cristianismo se les concedería la libertad. De no ser así, el último, Almanzor, pasaría a ser custodiado por su sobrina Francisca de Pedroso para que “mire mucho por su combersión y que sea cristiano y quando lo fuere le dé la libertad”. A éste se le mantendría de la hacienda de Juan de Pedroso hasta su bautismo y se le tendría que enseñar un oficio...

Varias cosas importantes a destacar: el caballero Juan de Pedroso disponía, en efecto, de bienes considerables, incluidos cuatro esclavos, que al menos tuvo la buena idea de liberar tras su fallecimiento. Tantos bienes que pudo cumplir su deseo de que se levantara una iglesia del impresionante tamaño que todavía hoy puede asombrarnos. Pero además este fue un templo con una clara finalidad funeraria: sólo él podía ser enterrado allí (a lo sumo también únicamente su sobrino Bernabé), y el alcalde de Pedroso formaba parte del Patronato establecido para cuidar el edificio, así que tenía poder de decisión sobre el templo y sobre su contenido...

Otro asunto no menos importante, al menos para mí: a medida que iba adquiriendo conocimientos sobre la época, ya me imaginaba yo que Juan de Pedroso no pudo ir vestido como un conquistador español del siglo XVI. Así que me dio por pensar en que el atuendo con el que se encontrarían los atribulados concejales cuando fueron a sacarlo de su tumba, sería más o menos parecido al de Lord Bemburry, el malo de El Corsario de Hierro, con su peluca de bucles empolvados y su pie gotoso:


 Pero claro, eso acabó resultando también imposible, porque dadas las fechas (mediados del siglo XVII), lo más lógico es que el caballero fuera más bien vestido como su amigo (hasta le dejó un cuadro del gran pintor riojano Navarrete el Mudo en su testamento), el primer ministro de la monarquía hispánica: el conde-duque de Olivares.

Un aspecto un poco menos espectacular, reconozcámoslo, pero aún así imponente, sobre todo teniendo en cuenta que aquél fue varias veces retratado por Velázquez, el mejor pintor de todos los tiempos, a quien dado los elevados cargos que Juan de Pedroso desempeñó en la Corte, hasta podríamos suponer que  pudo conocer nuestro paisano. Un pedrosiño, con magnífico gusto para la pintura, tratándose de tú a tú con Velázquez, ahí queda eso…
  

¿Pero por qué despojarían, 150 años después, los concejales de su villa al cadáver de don Juan? Aunque como ya he dicho, juzgo imposible que fueran sólo los concejales, sino el pueblo entero quien se habría dado cita en San Juan aquella noche. Sobre todo teniendo en cuenta la razón por la que yo creo -con lo que me gusta a mí unir fantasía y realidad- que la leyenda mil veces repetida podría tener algún viso de autenticidad...

Pues sí, vaya que sí creo que puede tenerlo. Y la explicación nos la podrá dar, una vez más, mi tatarabuelo Juan de Viniegra, porque si sé con más o menos rigor en la fecha, que se casó hacia el año 1820, y suponiendo que lo hiciera a la edad de 20 años, tendría unos nueve cuando ocurrió algo trascendental en aquella parte de La Rioja

El 20 de diciembre de 1809, en plena Guerra que después sería llamada “de la Independencia”, los soldados franceses de Napoleón, acantonados en Nájera, subieron y saquearon a conciencia tanto el monasterio de San Millán como toda su comarca, sobre todo allí donde les habían contado que habría más riquezas que rapiñar. Se dice que, solamente de San Millán, se llevaron cerca de cuarenta arrobas de oro, plata y piedras preciosas, entre ellas el recubrimiento de la maravillosa arqueta de San Millán, encargado por el rey navarro Sancho IV el de Peñalén hacia 1070. De esa forma desaparecieron también las tablillas de marfil que faltan de esa preciosa obra de arte. Previamente, los soldados de Napoleón habrían amenazado a cada población con diezmar a los habitantes si no se les entregaba todo lo que de valor hubiera en cada pueblo.

Esa me parece la explicación más plausible para que la corporación se viese obligada a despojar la tumba de uno de sus hijos más ilustres que, de dar credibilidad a mi hipótesis,  habría realizado también así -después de muerto, como el Cid Campeador- su mayor hazaña militar: salvar la vida de muchos de sus paisanos y probablemente lograr la supervivencia del propio pueblo, pues los franceses acostumbraban a quemar todas las casas de las poblaciones donde no se atendían sus exigencias.



Nunca sabremos, por tanto, lo mucho que quizás le debemos todos si, como creo, sus alhajas acabaron de forma completamente involuntaria en los bolsillos de los soldados franceses, comprando de esta manera la paz a costa del mayor tesoro (no hay más que repasar la lista de sus posesiones en el testamento) que entonces poseía la villa de Pedroso. Y si así ocurrieron las cosas, me resulta imposible echar en cara al atribulado Ayuntamiento de entonces, desde mi cómodo sillón hoy en día, que actuaran de esa forma, porque aunque seguro que no les haría gracia que los franceses les robaran, negarse hubiera supuesto el fin definitivo de una historia que comenzó muchos siglos atrás, cuando el pionero Pedro se encontró al Oso

Quizás también porque existe la justicia histórica, los ayuntamientos actuales escogieron las armas de don Juan de Pedroso, aquellas que campean en la fachada de su iglesia, para que representasen a todo el pueblo, de manera que el escudo de la villa hoy en día es el del caballero que con sus bienes logró probablemente que la población sobreviviera a la furia napoleónica.



Con esa pérdida de las joyas de Juan de Pedroso, y con la posterior ruina, un siglo más tarde, de la propia iglesia de San Juan de Letrán, dicho tesoro entró en las nieblas de la Historia para siempre, aunque un verano, siendo yo muy crío, intentase buscarlo todavía, acompañado por mi amigo Miguel Angel, aprovechando que las maderas que tapaban siempre el vano de su puerta estaban removidas. Avanzamos por entre los paredones, con los vencejos como únicos testigos, y aunque estaba todo cubierto de una maleza espesísima, pudimos llegar hasta el fondo de la nave. Pero allí no había ya losa ni altar, sólo saúcos y ortigas más grandes que nosotros mismos, que de repente se abrieron y dejaron ver… una vaca negra y enorme que me dio un susto tremendo, porque hasta entonces la única vaca que había visto yo era la que salía dibujada en las cajas de leche. Miguel Angel ni se inmutó, porque él sí que estaba acostumbrado. Pero a mí me pareció entonces y me parece todavía hoy que aquello fue un mensaje del caballero exigiendo que lo dejásemos en paz de una vez, y que mi tatarabuelo Juan ya le había visto lo suficiente: allí, en su  cama, con sus objetos más preciados, como para venir dos siglos después a seguir dándole la lata. Y creo que don Juan de Pedroso tenía toda la razón.




Y esto es todo. Como Juan se lo contó a su hijo Saturnino, éste a su hijo Fermín, éste a su hija Elisa, y ellos dos a mí, os lo he contado yo ahora. Siempre he conocido la iglesia de San Juan en ruinas. Restaurarla, dado su mal estado y su tamaño creo que nunca llegaremos a conocerlo, así que espero que tarde en hundirse del todo y prefiero quedarme con que  las piedras viejas tienen siempre su encanto y belleza.

De todas formas, ahora, cada vez que paséis por delante de su maltrecha fachada, podréis acordaros e incluso rezar una oración por el caballero de la Orden de Santiago Juan de Pedroso. Y por qué no, también por vuestros tatarabuelos y tatarabuelas, que vislumbraron en la penumbra de una iglesia un ejercicio de pragmatismo político-económico, que quizás prolongó la vida del municipio de Pedroso hasta hoy mismo.

Y que sea por muchos años.
¿Y dices que el caballero estaba tumbado en su cama
como si estuviera dormido, abuelo?


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

DEL CRISTAL CON QUE SE MIRA

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Podéis creerlo o no, pero una vez, estando en Barcelona, paseando bastante distraídamente por los puestos del Mercat dels Encants, pensando en encontrar algún viejo tebeo de la editorial Bruguera o de Vértice, lo que hallé por pura casualidad fue un pequeño cuaderno, de tapas de hule negro, que desafortunadamente contenía ya muy pocas hojas de las que originalmente debió albergar, pues apenas una docena seguían sujetas al lomo. De ellas sólo siete tenían algo escrito. Leí sorprendido la etiqueta engomada en la portada:

Apuntes de Juan Iturralde y Suit, años 1891-1894

Por supuesto me llamó inmediatamente la atención aquel nombre, miembro de la Comisión de Monumentos de Navarra desde el año 1866, autor de varios libros narrativos e históricos y también dibujante de gran mérito. Sabía que no hace demasiados años algunos libros de su biblioteca -fácilmente reconocibles por su ex-libris- habían salido a la venta, así que no me sorprendió demasiado encontrarme este otro resto del naufragio. Tampoco me extrañó hallarlo en Barcelona, ciudad en la que Iturralde murió en 1909.

Intenté negociar el precio con el vendedor, pero no hubo forma de que bajase ni un céntimo la exagerada cifra que me pidió por aquellos maltrechos papeles. Sabía perfectamente que si seguía regateando con él, daría por cierto que estaba yo dispuesto a pagarle aquella barbaridad, lo cual me resultaba realmente imposible, así que opté por rogarle que me dejara fotografiar aquellas páginas, con la excusa de enviárselas a un amigo que es quien verdaderamente estaría interesado en comprarlas. Pero el taimado comerciante sólo me permitió sacar una foto. Tuve que elegir a toda prisa, casi sin poder leer la picuda y apretada letra del cuaderno, así que fotografié con el móvil la página numerada con el cinco.

Me marchaba al día siguiente, y quería ver todavía muchas cosas, así que no pude mirar detenidamente la foto hasta que llegué por la noche al hotel. Las notas parecían el fragmento de un acta oficial. Las transcribí cuidadosamente en el portátil. Venían a decir lo siguiente:

...Emprendiéronse las obras el dia 8 de Mayo de 1891, bajo la dirección del arquitecto vocal de la Comisión de Monumentos, Sr. Ansolega, en la forma siguiente: después de levantar algunas grandes losas del pavimento del coro, próximo al sepulcro de los reyes D. Carlos III el Noble y su esposa D.ª Leonor, penetróse en la pequeña bóveda que existe bajo dicho monumento, conocida ya y explorada en épocas anteriores; en ella se encontraron dos ataúdes de construcción moderna, conteniendo el de la derecha un cráneo bien conservado, restos de otro, varios huesos y harapos que debieron ser vestiduras (de las cuales sólo se distinguían trozos de dos mangas adornadas con filas de pequeños botones de tela) y un tubo de plomo que encerraba un documento de papel (probablemente un acta, colocada allí en alguna de las ocasiones en que se abrió aquella tumba) que fue imposible leer por estar completamente deshecho y borrado, a consecuencia, sin duda, de no haber sido soldado el tubo convenientemente. En el ataúd de la izquierda había cuatro cráneos grandes, fragmentos de otro de niño, muchos huesos y una masa informe compuesta de jirones o hilachas de ropa y telas. Supúsose que esas osamentas, que por su estado de conservación parecían de muy distintas épocas, eran las de D. Carlos III, el Noble, y su esposa D.ª Leonor, antes nombrados, y las de algunos reyes o príncipes enterrados en la Catedral románica que se derrumbó en el año 1390, los cuales pudieron ser depositados posteriormente en aquel sitio...

Rebusqué entonces en Internet hasta hallar un artículo digitalizado de la Comisión de Monumentos que recordaba haber leído en papel hacía unos cuantos años. Efectivamente: ambos textos coincidían  al cien por cien, así que el que yo había fotografiado debía ser el borrador manuscrito del publicado en Pamplona en 1915, referido a las excavaciones llevadas a cabo por la Comisión en la bóveda regia de la catedral de Pamplona.


Sin embargo, en la imagen de mi teléfono habían entrado dos párrafos más. Uno de ellos era lo que unos días después, en el Archivo General de Navarra pude comprobar que no era más que otro borrador de un acta de la Comisión de Monumentos, concretamente la nº 324, de 25 de abril de 1893. Decía así:

"...Reunidos los sres. Iturralde, el Marqués de Echandía, Ansoleaga, Robles, Polit, jefe de Fomento, y Campión a las cuatro de la tarde en la Santa Iglesia Catedral, bajaron a la cripta o enterramiento de los Reyes de Navarra, debajo del sepulcro de don Carlos III el Noble que se halla situado en el coro, contemplaron con el mayor respeto los restos mortales de personas reales que en dos ataúdes están depositados, y después que el sr. Polit y algún otro sacerdote hubieron rezado responsos por el eterno descanso de aquellas, se depositó el acta levantada al efecto, en el ataúd de don Carlos el Noble..."

Pero el otro párrafo de mi fotografía, por más que inquirí posteriormente en los registros de actas, no hubo forma de hallarlo, lo cual tampoco resulta demasiado raro, si tenemos en cuenta que indudablemente no fue escrito para que lo leyeran extraños, porque lo que decía era lo siguiente:

"10 de mayo de 1891: ... Al poco de entrar por primera vez en la cripta, y mientras Campión y los demás escuchaban (o fingían escuchar) las siempre aburridas explicaciones de Ansoleaga sobre la técnica constructiva de aquel macabro lugar, aproveché que ellos eran quienes portaban los quinqués de petróleo para acercarme en la oscuridad a la caja que contenía los restos de quien debía ser Carlos III el Noble y, sin que los demás repararan en ello, extraje de su dedo un pequeño sello o anillo de plata dorada con un lazo heráldico, como trazado a golpe de compás, tallado en él. Lo guardé en mi bolsillo y al llegar a casa lo deposité en..."

¡El texto se cortaba justo allí, en lo más interesante, para continuar en la siguiente página! Huelga decir que apenas dormí, con la idea fija de acercarme al mercat en cuanto amaneciese para hacerme con aquel cuaderno como fuera, a pesar de que mi tren salía a las 10'30 horas. Estaba en los Encants desde las seis y media, pero aunque en aquel dédalo no era fácil orientarse, y aunque recordaba perfectamente el rostro del vendedor, no hubo forma de encontrarlo.

Mientras regresaba a Pamplona en el bamboleante vagón, fui maldiciendo mi suerte y, de pura rabia, hasta borré aquella foto. Suerte que en el portátil conservaba las transcripciones que había hecho, y que me han permitido desde entonces y hasta hoy mismo elucubrar sobre dónde iría a parar aquel anillo decorado con el triple lazo, que quizás fuera el signeto original con el que Carlos III el Noble sellaba sus documentos más importantes.

Ni siquiera considero que Iturralde hiciera mal al llevarse el anillo, que muy probablemente habría acabado desapareciendo de todas formas, sobre todo teniendo en cuenta que, muy pocos años después, ocupó el obispado de Pamplona José López-Mendoza, uno de los mayores responsables de que no hayan llegado a nuestro tiempo joyas maravillosas del arte navarro, que él se encargó, muchas veces personalmente, de malvender a anticuarios sin escrúpulos.



Al contrario, sabiendo que Iturralde y Suit consiguió, a base de un trabajo ímprobo, que se conservase lo que hoy nos queda del palacio de Olite (porque muchos otros bárbaros estaban deseando arrasar incluso lo que a finales del XIX había llegado), casi lo veo como un trato entre él y el rey Carlos, que le habría agradecido así sus desvelos para mantener su memoria y recuerdo.

Una memoria y recuerdo que, muchos años después, cuando se llevó a cabo la restauración total de la catedral de Pamplona, en la década de los 90 del siglo XX, no pareció importar demasiado a los encargados de realizarla, porque, que se sepa, ni siquiera mostraron interés por volver a entrar a la cripta donde supuestamente descansan los restos de los reyes de Navarra. Al menos no queda ninguna prueba gráfica o testimonial de que los arqueólogos hubieran entrado en ella.

Cosas incomprensibles de la historia del arte navarro...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018


IGUAL QUE LA RAÍZ DEL ARBÓL EN LA TIERRA

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Palacio real de Trapani (Sicilia), asignado al rey Teobaldo II de Navarra,
de regreso de la Cruzada de Túnez, diciembre de 1270

-Está delirando, ya no se le entiende. Mirad que es desgracia que vaya a morir de la misma peste que su suegro el rey Luis de Francia.

-Sí que se le entiende: está recitando unos versos de su padre, el gran trovador Teobaldo I de Champaña. Lo que pasa es que no recuerda ya todas las estrofas...

-¿Pero qué decís, no tenéis ni idea de música: lo que masculla no lo escribió su padre, sino un trovador armenio que Teobaldo I trajo consigo desde Antioquia cuando volvió de Tierra Santa. Si nos ponemos muy cerca, podremos transcribir lo que está diciendo el rey:

Tenía yo sin ti
mi corazón dormido.
Pensaba que jamás
podría despertar.
Y al escuchar tu voz
corriendo desperté,
y ha vuelto a mí el amor,
más fuerte aún que ayer.

Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¡Está llamando a la reina!

-¡Qué desgracia, el barco en el que viaja desde Marsella no llegará a tiempo para que ella pueda verlo vivo todavía!

-Además cuando arribe a puerto no lo tendrá fácil para llegar hasta este palacio, porque las calles de esta condenada ciudad de Trapani no pueden ser más intrincadas: una reina podría perderse en ellas con mucha facilidad...

Igual que la raíz del arból
en la tierra,
tú estás dentro de mí
fundida con mi piel.
Tan dentro estás, amor,
que cuando tú te vas,
se queda en mi tu voz,
gritando más y más:

Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¿Ha dicho arból? ¿Será acaso el acento champañés? No sé... Casi no se le escucha ya:

Las horas junto a ti,
son rápidos segundos.
Un día sin tu amor
es una eternidad,
pues cuando tú no estás,
no queda nada en mí
y el alma se me va
detrás de ti.

Isabelle
ja ja
Isabelle
ja ja ja ja
Isabelle
No, oh!
Isabelle
Oh! Oh!
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¿Qué hacemos? ¿Avisamos al rey de Sicilia?

-¿A ese maldito perro que fue quien nos metió a todos en el infierno de las arenas de Túnez tan sólo por su propio interés político? ¡Ni pensarlo!

-Pues su corazón está a punto de dejar de latir, no sé cómo tiene fuerzas aún para hablar:

Tú vives en la luz
y yo en las tinieblas.
Tú mueres por vivir
y yo muero por ti.
Me basta con besar,
tu sombra nada más.
Me basta con saber,
que un día, me querrás.

Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle
Isabelle, mi amor.

-¡Ved cuánto quería a la reina, que ha muerto nombrándola!

-Desde luego la Cruzada de Túnez no puede saldarse con peores resultados: la muerte de Luis de Francia y de Teobaldo de Navarra. Con razón puede decirse que la Cristiandad ha bajado dos escalones...



-¿Y qué haremos ahora con el rey, lo enterramos aquí?

-¡Ni pensarlo! La reina Isabelle dio órdenes muy claras de que si sucedía lo peor, se hirviera su cuerpo para separar la carne de los huesos y que se introdujeran en barricas de miel para ser llevados a Champaña y a Navarra. Aquí sólo se quedarán sus vísceras, excepto el corazón, que será expuesto en Provins, una vez que ella también muera, pues mientras viva quiere tenerlo siempre a su lado...

Monumento donde se guardaba el corazón de Teobaldo II de Navarra,
en el convento de Les Cordeliers de Provins

ADDENDA:
Ayer murió Charles Aznavour, cuyas canciones tanto me gustan desde siempre. Y es curioso, pero la que menos me gustaba cuando era pequeño: "Isabelle", la que me parecía tan aburrida y que Charles no cantaba, sino que sólo recitaba; la que ponía mi hermana expresamente en el tocadiscos para que yo saliera de la habitación y la dejase tranquila, es ahora la que más me gusta, y la que hace que pronuncie yo todavía la palabra arból, con acento "champañés".

Merci beaucoup pour tout, Charles, mon ami.


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018





EL ESCUDO DESAPARECIDO DEL ARCEDIANATO DE LA CATEDRAL DE PAMPLONA

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Se cumplen unos cincuenta años de una de las mayores barbaridades urbanísticas cometidas contra el patrimonio histórico-artístico de Pamplona, tan sólo superada -a mi humilde entender- por el holocausto arqueológico de la Plaza del Castillo y, en un futuro muy cercano, porque en esta ciudad el gusto por el horror no se detiene nunca, por la construcción de las torres en el solar de Salesianos, que arruinarán el paisaje que durante siglos ha mantenido Iruña para siempre.

Me estoy refiriendo a las horribles "Casas de los Canónigos" de la calle Dormitalería, que a su intrínseca fealdad sumaron además la nefasta consecuencia de aislar y ocultar el maravilloso patio del Arcedianato para siempre. A tantos años vista, podríamos preguntarnos con mucha razón cómo pudo el Ayuntamiento dar permiso para una actuación tan desdichada, pero no os preocupéis, porque el Ayuntamiento no concedió licencia alguna, sino que el obispo de entonces secundado por los propios canónigos -el Dios de la belleza se lo tenga en cuenta el día del Juicio Final- hicieron lo que les salió de la mitra y de la casulla, y derribaron las viejas casas que daban un sabor único a ese lugar. Total, para levantar los desaboridos bloques de pisos que ahora podemos lamentar. Pamplona, en estado purísimo...

El caso es que el Arcedianato tenía una puerta gótica (tardogótica más bien) que, que sepamos al menos, esos auténticos homicidas artísticos no se molestaron tampoco en conservar, aunque tampoco les hubiera costado gran cosa mantenerla en su sitio, porque no era tan grande, pero vaya... En la clave de esa puerta, lucía un escudo donde campeaban orgullosas las armas de los Beaumont, una de las dos sagas familiares que contribuyeron a desangrar Navarra desde mediados del siglo XV.



Son muchos los autores locales que se han ocupado de este desastre arquitectónico: Urmeneta, Uranga, Arazuri y más recientemente Mendiburu, pero quien me permite ahora evocar cómo era ese escudo es Pedro García Merino, que desde mediados de los 60 publicó en la revista Pregón una estupenda serie de paseos por el barrio de la Navarrería, en los que trató sobre casi todos los escudos que lucían en las fachadas de las casas, algunos desgraciadamente ya desaparecidos, como este del que os voy a hablar, aunque no esté de acuerdo con la explicación que dio sobre su posible ordenante. Veamos lo que García Merino dijo en el número de Otoño de 1964:


"Sobre la puerta gótica de esta casa hay un escudo episcopal, que posiblemente perteneció a don Carlos de Beaumont, elegido obispo de Pamplona por el cabildo catedral, a propuesta del príncipe de Viana, el año 1457, en contradicción con el candidato agramontés, don Martín de Amatriain, al que apoyaba Juan II".

Ocurre que esa casa, que ocupaba los números 3 y 3bis, situada justo al lado del palacio donde hoy en día se halla la librería diocesana, era conocida desde muy antiguo como "Casa del Arcediano de la Tabla", uno de los cargos más importantes -y también el que más medios económicos tenía a su disposición- del cabildo.

Y efectivamente, el citado Carlos de Beaumont fue elegido como obispo, aunque su nombramiento no fue aceptado por el Papa, pero hasta ese momento, había ostentado el cargo de Arcediano de la Tabla, por lo que podría haber sido él  quien ordenase la construcción de ese portal. Sin embargo, tanto el diseño general del pórtico -al que mucho más tarde se le añadió una hornacina con la figura de san Francisco Javier- como el del propio escudo, me hacen pensar que el personaje a quien realmente podría adjudicarse esta fachada es a Juan de Beaumont, que siguió casi miméticamente la trayectoria eclesiástica de su antecesor y pariente, aunque medio siglo después.

Siguiendo al gran Goñi Gaztambide, en su tomo III de la Historia de los Obispos de Pamplona, Juan de Beaumont fue nombrado por la Santa Sede en 1510 (cuando todavía era menor de edad) arcediano de la Tabla de la catedral de Pamplona. De hecho tras los consabidos recursos y protestas, tuvo que ser su padre, el señor del palacio de Arazuri, llamado también Juan de Beaumont, quien tomara posesión del cargo en calidad de procurador de su hijo. El caso es que en 1520 murió el obispo de Pamplona, Amaneo de Labrit, y la mayoría del cabildo, reunido en sesión el 20 de diciembre, escogió como sucesor al agramontés Remiro de Goñi, pero una minoría escogió a Juan de Beaumont, repitiendo punto por punto la división que se daba en la sociedad navarra de la época.

Juzga Goñi Gaztambide:

"Juan de Beaumont no podía competir con él ni en ciencia ni en experiencia, aunque sí en ambición. Era arcediano de la Tabla desde 1510, pero no  hizo nada notable. Murió joven en 1528. Juan de Beriain, de 99 años de edad, declaró en 1579 que Juan de Beaumont "fue a la corte de Castilla, donde fue electo obispo de Huesca y, viniendo para Navarra, murió en el camino". Las fuentes contemporáneas ignoran tales circunstancias. Sin embargo, si sabemos que Francés de Beaumont, que estaba luchando en la guerra de los comuneros, pidió licencia para dirigirse a Alemania a fin de solicitar personalmente la mitra de Pamplona para su hermano Juan de Beaumont".

Este Francés de Beaumont no era un personaje cualquiera, pues fue uno de los principales comandantes hispano-beaumonteses en la batalla de Noain de 1521, en la que Navarra perdió definitivamente la independencia, y de hecho fue ante quien se rindió Asparrots, el jefe del ejército franco-agramontés. El caso es que el emperador -como de costumbre- hizo caso omiso a la decisión del Cabildo pamplonés y a la petición de su lacayo Francés de Beaumont, y se negó a aceptar los dos nombramientos.

El Cabildo corrió a justificarse ante Carlos V:

"Tristán de Beaumont, hermano de Juan de Beaumont, seguido de media docena de espadachines, acometió al arcediano de la Valdonsella, Miguel Cruzat, de sesenta años de edad, que, revestido de su capa coral y acompañado de un clérigo, se dirigía al coro, gritándole: "¡Arcediano, yo y mi hermano estamos muy mal contentos de vos, por cuanto no habéis querido dar vuestra voz en postular el dicho don Juan, mi hermano, y lo habéis hecho muy mal!" E luego, por su mandado, los suyos, el dicho Tristán seyendo presente, las espadas rancadas y palos en las mano, le maltrataron y, pensando matarle, le siguieron hasta dentro de la Catedral". O sea, el Cabildo alegó ante el emperador que los Beaumont les habían amenazado para que eligieran a Juan, el arcediano de la Tabla.

Finalmente Carlos V mantuvo la sede de Pamplona vacante, hasta que Roma decidió nombrar a un italiano, el cardenal Cesarini, que gobernó mediante procuradores, siendo realmente quien manejaba las rentas de la diócesis (lo único que importaba realmente a todos) el intrigante veneciano Juan de Rena, jefe de todos los espías castellanos en Navarra desde la conquista de 1512, que llegaría a ser obispo de Pamplona él mismo en 1538.

Es muy interesante destacar que no volvió a haber un obispo navarro ocupando la silla de San Fermín hasta más de dos siglos después, y que desde el año 1512, cuando Julio II limpió el culo de Fernando "el Católico" con sus bulas, hasta la actualidad, sólo ha habido cuatro (Añoa, Irigoyen, Uriz y Lasaga y Uriz y Labairu), cuando hasta la conquista la gran mayoría habían sido naturales de este reino, de lo que se deduce que Roma sí que paga a traidores, sobre todo si éstos van provistos de buena bolsa, como siempre iban los reyes de Castilla primero, y los de España después. Pero los de Navarra no podían competir en ese campo, por muy piadosos que fueran, así que con razón dicen que la Iglesia Católica tiene un sentido del tiempo muy especial. Tan especial, que el reloj de Roma parece haberse quedado parado, en relación con Navarra, en 1512, como si admitiera que no hay un navarro lo suficientemente apropiado para pastorear a sus paisanos. Pero doctores tiene la Iglesia...

Volviendo al aspecto heráldico, el desaparecido escudo de la desaparecida puerta del Arcedianato, por su jefe (la parte superior del escudo) de tres puntas, y por las 6 borlas del capelo que lo rodeaban (que tanto podían hacer referencia a la condición de obispo "in pectore" que Juan de Beaumont tuvo durante un breve momento de su vida, como al cargo de protonotario apostólico que también ostentó), me parece más propio del primer tercio del siglo XVI que de mediados del siglo XV, igual que el pórtico en sí, que como vemos en la foto no era precisamente un arco de triunfo en cuanto a mérito artístico, pero que sí hubiera merecido al menos el indulto de la destrucción general de las casas del Arcedianato por ser testimonio de una época tan movida en lo político y lo religioso como lo fue el fin del reino independiente de Navarra. Pero eso no conmovió un ápice a sus destructores, claro está.

Artículo de Pedro García Merino en la revista Pregón, de Otoño de 1964



Poco más sabemos de Juan de Beaumont. Sólo que tras el desastre de Noain, el conde de Lerín -jefe del vencedor bando Beaumontés- dirigió una carta de su puño y letra al emperador pidiendo una vez más la mitra de Pamplona para su primo, en la cual, como remacha Goñi Gaztambide, dice pocas cosas buenas de él. Apenas que"era criado de Vuestra Majestad y buen servidor y vasallo vuestro, que ha días que vive con mucha esperanza de una merced como ésta, que vuestra cesárea y católica Majestad le ha de hacer". Aunque como ya he dicho, Carlos V no hizo ni caso ni merced a las reiteradas peticiones. En este caso sí que Roma no pagaba a traidores...

Pero parece que Juan de Beaumont se consoló pronto, haciéndose con otro cargo -y sus abundantes rentas- en el cabildo de la catedral de Pamplona: el de enfermero, que le fue confirmado en enero de 1525. Murió el 10 de abril de 1528, muy joven todavía, siendo protonotario apostólico, familiar y comensal de un cardenal, canónigo enfermero y arcediano de la Tabla, que era la dignidad más rica del Cabildo. De su paso por la Diócesis de Pamplona, que estuvo a punto de regir, sólo nos habría quedado, pues, ese escudo que las malhadadas obras de 1965 se llevaron por delante. ¿Sólo?

Pues no, dejó otro testimonio físico que, milagrosamente, sí que se ha conservado: su lauda sepulcral, que se halla en alguna dependencia interior de la Catedral, sin que podamos decir ahora mismo exáctamente en cuál, aunque confiamos en que alguna vez se exponga públicamente como merece. Si comparamos ambos escudos, veremos que la lápida hasta tiene unas proto-borlas rodeando las armas de Juan de Beaumont, muy similares a las del escudo perdido del Arcedianato. Como he dicho, serían dos testimonios muy valiosos de aquella terrible época en la que Navarra quedó partida por dos banderías opuestas en todo, menos en el ansia de acaparar todo tipo de cargos bien remunerados.

Lauda sepulcral del arcediano de la Tabla,
Juan de Beaumont, fallecido en 1528
La foto es de T. Martínez Alava

Que no vuelvan nunca más esos tiempos a nuestra tierra ni a ninguna otra.



® MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018





9º ARTE

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Castillo de Monreal, 13 de noviembre de 1358



-Majestad, el enviado del Príncipe Negro de Inglaterra ha llegado. 

-Hacedlo entrar cuanto antes, ¿cómo habéis dicho que se llama?

-Stan Lee, mi señor. 

-¡Mirad que tienen nombres ridículos estos ingleses! Si no fuera porque los necesito para alcanzar el trono de Francia, no querría tratar con ellos ni en pintura. Pero silencio, que ya entra en el salón...

-¡Mesire Charles de Navarra, qué alegría me da conoceros al fin!

-¿Habéis oído hablar de mí, mister Lee? Espero que algo bueno...

-¡Por supuesto, Majestad! ¿Quién se atrevería a hablar mal del rey Carlos de Navarra, presunto heredero también de la corona de Francia?

-¿Presunto? Mal empezáis, mister Lee.

-Recordad que me debo a mi señor, el príncipe Eduardo de Inglaterra, también llamado Black Prince, también llamado Son of Storm, también llamado...

-¡Conozco bien sus apodos, que bien que paga a sus heraldos para que los repitan sin cesar por toda Aquitania, no hace falta que me los repitáis! ¿Qué es lo que quiere ahora mi primo Eduardo?

-Quiere ofreceros la ayuda de varios mercenarios que implementarán vuestras capacidades bélicas en la guerra contra el rey francés, mi señor.

-¿Implementar? Jamás había oído esa palabra... ¿Es acaso  alguna estrategia de mercado inglesa para que el resto de los mortales no entendamos nada?

-Nada de eso, Majestad. Tan solo os hablo de un Cluster de héroes que buscan sinergias para, combinando sus poderes, alcanzar un resultado óptimo. 

-Pues me quedo igual, no entiendo nada de lo que decís... ¿Me tomáis por tonto acaso? Porque tengo mucho sitio en mis mazmorras para los que lo hacen...

-Nada de eso, mi señor. Os lo explicaré mediante dibujos, para que no haya duda de qué o de quiénes os estoy hablando. Aquí tenéis el primero de la fantástica lista de colaboradores que os ofrece el príncipe de Inglaterra. Ved su preciosa armadura, confeccionada a su medida en Milán. Su nombre es: Doctor Muerte...

-Con ese nombre será buen soldado...

-Además es también rey, mi señor. De Latveria, un país en medio de los Balcanes que se complace bajo su tiranía. 

-Bueno, si es rey comprendo mejor su apelativo, que es muy fácil denigrar a quien gobierna. A mí mismo, sin ir más lejos, hay quien se empeña en llamarme "Malo". Pero qué curioso, en cuanto les corto sus lenguas, dejan de hacerlo...

-¡Oh, que prodigio de sensibilidad y gracia sois, mi señor don Carlos!

-Basta de hacerme coba y seguid con vuestra lista. ¿Quién es este bergante, por ejemplo?

-Este es Peter Parker, mi señor, un leal súbdito del rey Eduardo, hasta que un día le picó una araña recién salida de la pila de agua bendita de la catedral de Chester, e imbuida por tanto de poderes casi divinos, los cuales transmitió con su picadura al infeliz Parker, huérfano de padres que vivía con sus tíos Ben y May, y estaba prendado de la bella Mary Jane, que no le hacía ningún caso...

-¿Pero qué novela de caballería me estáis contando, don Stan? ¡Yo necesito guerreros de verdad, y no neuróticos arácnidos!

-¡Entonces este otro os vendrá de perlas, mi señor! Se trata de un semidiós venido de Asgard, que maneja un martillo mágico y puede hacer que llueva y truene donde le plazca! Se llama Thor...

-Hablaré con mi Servicio Meteorológico para que le den un empleo en las Bardenas, me comentan que empiezan a estar muy secas. Si ese Thor puede hacer llover donde quiera, allí será muy bienvenido, aunque tampoco le veo utilidad guerrera alguna. Me parece que me estáis haciendo perder mi valioso tiempo...

-No, simplemente había dejado al mejor para el final. Se trata de un prodigioso alquimista llamado Bruce Banner, que buscando la piedra filosofal se vio bañado por unos rayos que lo transforman, cuando se enfada, en una criatura de piel verde y fuerza descomunal que no puede ser controlado por nadie. 

-Pues si no puede ser controlado por nadie, ¿para que lo quiero yo? ¿No será que vuestro príncipe Eduardo quiere librarse de todos esos vagos y ha pensado: ¡vamos a colárselos al rey de Navarra, que tiene cara de gilí! ¡Guardias, a mí, poned preso a Stan Lee!

-¡Una orden que rima! ¿Puedo utilizarla en el guión de mi próxima historia, Majestad?

-Haced lo que os plazca con ella. Vais a tener mucho tiempo para escribir siendo mi huésped en la oscura espelunca de Monreal. ¡Y no se os ocurra llamar a ese bretón endiablado que sé que lucha también para vosotros. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí: el Capitán Armórica! Si veo aparecer su escudo por aquí, vos pagaréis las consecuencias, os lo juro. Otra cosa sería que llamaseis en vuestra ayuda a esa heroína tan hermosa llamada Tormenta, que en el cine fue interpretada por una súbdita nuestra llamada Halle Etxe-Berry...

-A quienes voy a llamar para que me liberen es a los Cuatro Fanáticos, unos dominicos que van quemando herejes por todo el Languedoc. Os vais a enterar, don Carlos.

-Pues entonces llamaré yo al Jabato y al Guerrero del Antifaz para que me defiendan. Y ya si me tocáis mucho los perendengues, también a mi amigo el Capitán Trueno, y entonces sí que os daremos una paliza que no olvidaréis jamás los malditos sajones, por querer quedarse con el mercado de los tebeos en exclusiva. Aunque si mandáis a la Bruja Escarlata a parlamentar conmigo, quizás os perdone...


Y ESTO FUE ESCRITO PARA RECORDAR AL MÍTICO EDITOR DE TEBEOS DE LA MARVEL, STAN LEE, QUE FALLECIÓ AYER A LOS 95 AÑOS, Y AHORA MISMO DEBE ESTAR DEBATIENDO CON GALACTUS CUÁL ES LA MEJOR MANERA DE CONQUISTAR LA TIERRA. THANKS FOR ALL, MR. LEE.



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

EL CAPITÁN VILLARREAL Y YO

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En los largos veranos de Pedroso, la misa de los domingos era una cita ineludible a la que ineludiblemente también solía llegar siempre tarde, apurando hasta el tercer toque de la cantarina campana en casa, y bajando acto seguido corriendo hasta entrar, intentando hacer el menor ruido posible -lo que resultaba complicado, dado el tamaño de las puertas del cancel de la iglesia, decoradas con dos sentencias que a mí me parecían que habrían sido dictadas por el Tribunal de la Inquisición: "En la casa del que jura, no faltará desventura", y "Esta es casa de oración, y no de conversación". En todo caso, nadie las hacía ya demasiado caso, y lo que es al final del templo, donde nos sentábamos los chavales, casi siempre en un banco en el que alguien -vete a saber cuándo- había grabado la palabra "Keleto", las conversaciones eran largas y provechosas, pues normalmente versaban sobre la rapidez a la que saldríamos en cuanto el cura dijese: "podéis ir en paz".

No obstante, otras veces, ya fuera por el calor ambiental, o porque la prédica desde el altar resultara más aburrida aún que de costumbre, una especie de sopor o modorra invencible caía sobre la parte masculina de los fieles -las mujeres se sentaban todas en los bancos de delante- y, si estabas atento, podías pasar un buen rato apostando a ver quién iba a ser el siguiente en dar una buena cabezada o incluso en roncar sin miedo al castigo divino. Se acababan también las ganas de hablar o de contar cuántos murciélagos podían salir de las capillas en plena misa. Todo era entonces silencio y sueño...

Debió ser en una de esas ocasiones casi a punto de cerrar los ojos arrullado por el sermón parroquial, cuando reparé por primera vez en un cuadro que colgaba, sin marco, junto a la puerta de entrada. Representaba a una especie de mosquetero (al menos iba vestido igual que los de las películas), con larga melena, bigote y perilla, y además llevaba una magnífica espada de la que se adivinaba una empuñadura de lujo sobre la que reposaba su mano izquierda. Con la derecha agarraba un elegante sombrero, junto a una mesa cubierta de seda roja, en la que se veían pluma, tintero, y una carta en la que resultaba imposible, desde donde yo  me encontraba, leer que ponía.


EL CAPITÁN JUAN DE VILLARREAL ALMARZA Y MORENO
NATURAL DE PEDROSO (LA RIOJA)
HACIA 1670
Para más señas, el lienzo estaba colocado justo encima de una especie de huchas excavadas en la pared que llevaban escrito en las puertas que las protegían algo así como "Pan de San Antonio" o "Pan de los Pobres", no recuerdo bien, pero que por la antigüedad que aparentaban yo imaginaba siempre llenas de doblones o escudos de oro. A veces echaba yo dentro alguna peseta, sólo por oírla caer sobre ellos, y poder corroborar así, por el tintineo, si era cierto que estarían repletas de monedas de aquellas que sólo aparecen ya en los cofres de los piratas.

No creo -ahora- que al abrirlas en alguna restauración aparecería doblón alguno, pero si salieron varias pesetas (puede que hasta algún duro incluso) de la época del Mundial 82, puedo asegurar sin temor a equivocarme que primero estuvieron  en la cartera de mi padre o de mi madre. Conste que, como he dicho, lo hacía como experimento científico-numismático.

Muchas veces, desde aquella primera, me fijé yo desde nuestro banco en el caballero, que resultó tener el grado de capitán y llamarse Juan de Villarreal Almarza y Moreno, según rezaba la inscripción que tenía a sus pies, y que sí que se podía leer desde abajo. Pero la carta sobre la mesa seguía sin poder leerla... Tuve que esperar a un toque de campana especial, que sólo se daba justo antes de fiestas, para que quien quisiera acudiese a limpiar la iglesia, para, encaramado a una endeble escalera de doble hoja, ponerme casi a la misma altura del capitán y leer al fin: "A Pedro Lázaro Ruiz, pintor, mi amigo, que Dios guarde, con dos mil pesos..."

Dos mil pesos... Sonaba a fortuna de las grandes, no en vano parecía ser que el capitán Villarreal, hijo de la villa de Pedroso, había llegado a ser Gobernador General de México allá por el año 1670, aunque nunca había forma de probar de dónde sacaban ese dato los contadísimos libros que hablaban del personaje, y que a lo largo de los años pude consultar. Tampoco era que me importase mucho entonces ni ahora qué es lo que llegó a ser realmente el paisano representado en aquel cuadro.

No, prefería y prefiero imaginármelo tomando agua de limón para refrescarse mientras descansa de su sesión de esgrima, durante la que ningún contrincante puede siquiera soñar con alcanzarle, pues es legendaria su rapidez y destreza, adquiridas ambas, sin duda alguna, cuando siendo niño la pelota escapaba rodando de la plaza, y había que lanzarse a por ella calle abajo, desbocado ante el miedo de que acabase en la Cueva, si no la alcanzabas antes. O puede que su técnica fuese también perfeccionada esquivando las piedras que lanzaba Mario con puntería certera, si veía a los chavales encaramarse al muro para coger sus avellanas. O quizás corriendo en la Rampla al otro lado de la pared del frontón, para poder ver dónde caía la pelota y no darla por perdida.

O me imagino también al capitán Villarreal en una de sus campañas en los desiertos mexicanos, añorando el agua helada de Fuentepiojosa, o lo veo capaz de subir los cerros más altos, tarea poco dificultosa para quien desde muy pequeño subía y bajaba del Serradero sin despeinarse, siendo capaz asimismo de deslizarse desde los muros altos de las fortificaciones virreinales hasta el suelo, empleando la técnica aprendida en los resbaladeros cubiertos de paja del Carrascal.

O echando de menos las noches en las que el cielo de agosto se llena en la Carrera o el Patrocinio de las estrellas que caen vertiginosas. O adivinando la hora que es sólo con mirar la peña del Reloj, allá enfrente, en Tobía. O mirando el monte San Lorenzo nevado desde el camino del Roble. O haciéndosele la boca agua con las sabrosas tortas que maese Sobrón elabora en Baños de Río Tobía, aunque sus médicos le digan que es mucho más sano comer sólo nueces, cosa en la que él está en el fondo totalmente de acuerdo, por eso repite siempre a quien quiera escucharle, que las mejores nueces de Europa y de América son las de Pedroso. Con el barco correo de Yucatán se hace traer todos los años un saco, aunque para cuando llegan a México están ya un poco secas, bien molidas curan cualquier enfermedad o melancolía...


Sí, así me imagino yo al Capitán don Juan de Villarreal, al que ahora le hacen hasta estupendas visitas guiadas y a quien sé que pusieron todavía más guapo en una reciente restauración, y que hasta lo llevaron a una Gran Exposición sobre el Barroco en La Rioja.

Aunque siguieron dejándole sin marco, probablemente porque así tiene mucho más fácil bajar a mezclarse con sus paisanos y paisanas, al menos alguna noche de Fiestas en el bar de Fidel. Creo que una de esas veces tuve que pagarle yo su vaso de ron, porque según me dijo no tenía más que doblones en su faltriquera, y esa ya no es moneda de curso legal más que en los sueños. Sobre todo en los que nacen en la infancia...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2018

¿CÓMO ERA LA CORONA DE LOS REYES DE NAVARRA?

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Aprovechando que justamente hoy se cumplen 525 años exactos de la última coronación de unos reyes de Navarra en donde ordenaba el Fuero: ante Santa María de Pamplona, voy a hacer un repaso a las distintas coronas que por los testimonios histórico-artísticos que se han conservado podemos suponer que pertenecieron a los reyes y reinas de Navarra.

Vaya por delante que no hay constancia documental alguna de que hubiera una sola corona o una sola espada que se transmitieran de monarca en monarca, o que se emplearan por decreto en cada ceremonia, como todavía ocurre por ejemplo con las de los reyes de Inglaterra, así que lo más probable es que cada soberano navarro se hiciera una a su medida, porque estrictamente hablando, recordemos que una corona no es más que un aro que se coloca sobre la cabeza, generalmente como adorno, en señal de premio o como símbolo de nobleza o dignidad, así que según el tamaño de la cabezota de algunos y algunas de los nativos, así variaría también el peso y el tamaño de los materiales preciosos empleados para confeccionar la corona del reino de Pamplona primero, y del de Navarra después.

Si no tenemos en cuenta los retratos de Sancho II Abarca que aparecen en el Códice Vigilano y en el Emilianense, realizados hacia el año 994, y en los que su cabeza más que coronada se muestra nimbada, como si fuera un santo, las primeras representaciones de algo parecido a una corona sobre las sienes de un rey de Pamplona serían las que aparecen en las primeras monedas acuñadas en nuestro territorio: las del rey de Aragón y pamplona Sancho V Ramírez. Un modelo numismático, por cierto, que fue repitiéndose con sus hijos Pedro I y Alfonso I, y que pasó sin cambios importantes a la nueva dinastía, representada por García V Ramírez, su hijo Sancho VI el Sabio, y su nieto Sancho VII el Fuerte.



Los seis reyes aparecían en sus monedas de perfil, llevando en la cabeza más que una corona una diadema o una cinta, herederas ambas características de las monedas romanas, en las que los emperadores aparecían también de manera lateral, coronados por ramas de laurel o de olivo.

Lo cierto es que sólo se conservan tres retratos fidedignos de los reyes de Navarra. A saber: las figuras yacentes de Sancho VII el Fuerte en Roncesvalles y de Carlos III el Noble en Pamplona, y la que que muestra a doña Blanca I en el claustro de Santa María de Olite. Esas tres representaciones son las que fundamentalmente nos permiten hoy en día extraer el tipo de coronas que llevaron los tres.

Sancho VII el Fuerte falleció en Tudela en 1234, y tras muchas vicisitudes y dos entierros, fue sepultado en la nave central de la colegiata de Roncesvalles, bajo un sepulcro del que sólo se conserva actualmente su estela funeraria, y donde es su imponente altura -que concuerda con los testimonios históricos y forenses- es lo que más ha llamado la atención de los estudiosos y visitantes. La corona que lleva es abierta, como todas las medievales, de ocho puntas, cuatro más altas, y decorada con abundante pedrería en forma de cruz.

Aunque podamos dudar de que en tan temprana fecha (primer tercio del siglo XIII) el escultor tallase un retrato riguroso del rostro de Sancho, sí que podemos suponer que reflejaría lo más exáctamente posible la corona del rey, porque es más que posible que la tuviese delante. Además, esa corona es bastante similar a las que -más esquematicamente- aparecen dibujadas por Ferrando Pérez de Funes en las dos Biblias que elaboró para dicho monarca hacia el año 1198.




El rey Carlos II, ya a mediados del siglo XIV, recuperó la efigie regia en las monedas navarras, perdida desde tiempos de los Teobaldos, y se hizo representar coronado y hasta casi sonriente (con el genio que él tenía) en este precioso gros de plata: 


 Ya veis que su corona era abierta y con puntas posiblemente flordelisadas, aludiendo a su ascendencia francesa. Y poco más tarde encontramos el espléndido sepulcro de Carlos III el Noble en la catedral de Pamplona, realizado por Jean Lome de Tournai hacia 1415, cuando el rey aún vivía, por lo que si sabemos que lo representó tal y cómo él era, no tenemos por qué tener duda de que la corona que situó sobre su cabeza y sobre la de su esposa Leonor eran las más lujosas que aquel rey poseía, las que él mismo escogió para que le acompañasen por los siglos de los siglos.


Vemos que es una corona abierta, decorada con abundante pedrería (toda ella desaparecida, aunque lo más probable es que sólo fuesen cristales de colores y no joyas verdaderas) y con las puntas en forma de hoja o tallo vegetal. Los estudios más recientes apuntan que el rey está representado con el mismo traje del día de su coronación, así que es muy posible también que su corona fuera también la empleada aquel día, el 29 de julio de 1390.

Curiosamente tenemos un testimonio precioso sobre aquel día y sobre aquella corona, pues el encargado de predicar el sermón del día de la coronación fue el cardenal aragonés Pedro de Luna, venido desde Aviñón para participar en la ceremonia y para conseguir que el rey de Navarra abandonase la obediencia del papa de Roma, cosa que logró haciendo un gran elogio público de la Realeza navarra, y jugando dialecticamente con los conceptos de Corona (el reino de Navarra) y de corona (la joya que adornaba la cabeza del rey de Navarra). Os copio un resumen muy escueto de su discurso, actualizando algunas palabras para que se entienda mejor: 

"Un conocido dicho afirma: 

Antigua observancia es que el rey en Pamplona,

por ornament de Gracia reciba corona".



"Y dicen las Sagradas Escrituras: Nuestro Sennor Dios dará a la vuesta cabeça acresçentamiento de Gracias, et corona muy noble la cubrirá".



"Podemos considerar por tanto en la corona del rey la materia, que es de oro, por el qual es significado el poder real, por quanto, segunt dizen los doctores es metal muy precioso, mas aun propiamente, por quanto no recibe en sí corrupción, et por esto significa fidelidad, en la qual es fundado el poder real en tres aspectos. Es a saber, en la fidelidad que el rey ha de tener a Dios, en la fidelidad que los súbditos han de tener al rey, et en la fidelidad quel rey ha de tener a los súbditos.


Podemos también considerar que la forma de la corona es redonda o circular, por lo qual dizen los doctores que es significada perpetuación del reino, mas aun propriament esta figura es apropiada a Dios, a la perfección del qual el rey debe intentar acercarse.



Dize el venerable doctor Alano que Dios es una esfera inteligible, de la qual el punto medio es en toda part, et la fin suya no es en ningún lugar. Mas aun en la forma de la corona hay puntas et todas en la parte de arriba por significar que la intençion del rey toda debe ser guardar a Dios et a la gloria celestial, no a ninguna cosa terrenal.


Et podemos considerar quel ornament de la corona es de piedras preciosas, por las quales son significadas virtudes las quales son de quatro naturas, es a saber: balaxes o rubíes, por los quales es significada sabiduría o prudencia; item zafiros, por los quales es significada justicia; item esmeraldas, por las quales es significada templanza; item diamantes, por los quales es significada fortaleza et constancia…"


De esta forma, y gracias a quien acabaría convirtiéndose en el papa Benedicto XIII (el único verdaderamente legítimo, y no los de Roma, aunque esa es otra historia), sabemos qué significaba espiritual y simbólicamente la Corona para un hombre del Medievo, y sabemos también más concretamente cómo era la corona del rey de Navarra, al menos la del rey Carlos III el Noble: de oro, adornada con rubíes, zafiros, esmeraldas y diamantes. 


Y queda la tercera representación de un rey navarro, en este caso de una reina: doña Blanca I, la hija de Carlos III, situada en la puerta del claustro de Santa María de Olite. Bueno, ahora hay una réplica, porque afortunadamente se llegó a tiempo de salvarla de la erosión, pero el caso es que tanto la figura original como la copia muestran a la gobernante con una corona abierta, adornada por joyas, y que parece más baja que la de su padre, aunque puede que la moda de las coronas femeninas fuera así en aquel momento, y puede también que las puntas y florones de la corona se hayan perdido con el tiempo, como interpretó el autor de la réplica.

Original

Copia

El caso es que de las coronas de Blanca I tenemos un par de testimonios más: las pintadas en la bóveda de la catedral de Pamplona alrededor de sus armas heráldicas, de ocho puntas terminadas en flores de lis (recordad: el símbolo de la realeza de Francia), con el triple lazo de la dinastía de Evreux decorando la cruz frontal:




Y esta moneda de plata acuñada por Blanca I y por su marido Juan II de Aragón. Es un gros, también conocido popularmente por el nombre de Corona, no hará falta explicar por qué: 


 En cualquier caso, mucha de la riqueza de la familia real de Navarra (la vajilla más rica que principe hubiera tenido jamás, dice la documentación de Comptos) la dilapidó el citado Juan II en sus guerras de Castilla, obligando muchas veces a su esposa -que era la reina propietaria- a empeñar sus joyas o a malvenderlas, así que muy probablemente ninguna de las coronas de la casa real de Navarra llegó jamás a manos del príncipe de Viana o de sus hermanas Blanca o Leonor, entre otras cosas porque a los dos primeros no les dejó reinar su padre, el ínclito don Juan, y a la tercera sólo 15 días, que fue el exiguo tiempo que ella pudo sobrevivir a su tiránico progenitor, fallecido -¡por fin! el año 1479.

A partir de esa fecha, los únicos testimonios que sobre coronas de los reyes de Navarra puedo aportar son los que aparecen en las monedas acuñadas por los últimos reyes de Navarra, esos cuya coronación conmemoramos hoy mismo: 12 de enero de 2019. A Catalina I de Foix -que pronto dará felizmente nombre a una avenida pamplonesa- y a Juan III de Labrit -que hace cien años ya que da nombre a una calle y a un famoso frontón- me estoy refiriendo, que cuando acuñaron escudos de oro, recuperaron la costumbre -perdida desde tiempos de Carlos II- de incluir en el anverso el retrato regio. Tosco, eso sí, pero retrato al fin y al cabo.



Podemos ver que las coronas de ambos son iguales, y bastante altas las dos, con sus puntas flordelisadas y sus joyas decorando el aro. Probablemente así serían las coronas de los últimos reyes alzados en la catedral de Pamplona, y probablemente se las llevaron con ellos al exilio, cuando Fernando de Aragón invadió el reino en 1512. Pienso que si se las hubieran dejado en Pamplona, el usurpador habría hecho ostentación de ellas al incautarlas. Como no ocurrió así, lo más lógico es que se las llevaran consigo al Bearne por dos razones fundamentales. 

La primera: porque eran las joyas más representativas, las que les hacían reyes ante cualquiera. La segunda: porque por esa misma razón, que eran joyas, y por lo tanto valiosas, podían emplearlas en caso de necesidad económica, y recordemos que levantaron un ejército en dos ocasiones (1512 y 1516) para intentar recuperar su reino, con lo cual creo con bastante fundamento que el fin de las coronas de los reyes de Navarra sería ser fundidas para pagar tropas con el dinero obtenido por ellas gracias a algún prestamista. 

Y si ese fue su fin: contribuir al intento de recuperación de la libertad perdida por su pueblo, me parece un final más que digno y hermoso para las coronas de unos reyes legítimos, como lo fueron Juan y Catalina. 

Dibujo de la coronación de Juan III y Catalina I hecho por Juan Luis Landa
para su libro 1512: In memoriam




® MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019





















BIEN HALLADO

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Mientras preparaba mi libro "Príncipe de Viana: el hombre que pudo reinar", fueron saliéndome al paso multitud de personajes que llevan 600 años durmiendo el sueño de los justos en los documentos de Comptos. A algunos los incorporé a mi narración, a otros, por su especial rareza o interés, los dejé para otra ocasión.

Uno de los que más llamó mi atención fue aquel de quien hoy voy a hablaros, porque su mera existencia supondría, en un sentido amplio, la confirmación de que Carlos de Viana, y sus hermanas, las princesas Blanca y Leonor tuvieron otro "hermanico" desconocido.

Sí, se sabe que la reina doña Blanca y su marido Juan II tuvieron 4 vástagos, porque la primera de sus hijas, la infanta Juana, murió con apenas tres años en Tudela, a principios del año 1425, cuando sus padres todavía no reinaban (lo harían a partir de septiembre de ese mismo año, cuando murió Carlos III el Noble en Olite). Curiosamente, la tumba de Juana es la única de los cuatro hermanos que conservamos, muy probablemente porque murió tan pequeña, que a su padre no le dio tiempo a martirizarla, que es a lo que se dedicó con gran esmero con sus otros tres hijos, que ni tiempo tuvieron en su asendereada vida para fijar su lugar de enterramiento.

Pero la infantica Juana fue sepultada en los Franciscanos de Tudela, templo derribado tras la desamortización, a mediados del siglo XIX, y del que la Comisión de Monumentos de Navarra pudo salvar el sepulcro del que hablamos, aunque desafortunadamente, no su lauda, de la que por un dibujo antiguo sabemos que mostraba la figura yacente de la princesica. Como decía, en la actualidad podemos contemplar la tumba en el Museo de Navarra.



Pero no me estaba refiriendo a Juana con lo del "hermanico" desconocido, sino a otra persona también sepultada, no entre piedras bien labradas, sino entre papeles muy bien escritos, el primero de los cuales lleva fecha de 6 de junio de 1440:


Ahí tenemos pues al misterioso Johanico Trobat, "criado de la reina", que paga sus gastos de manutención a una nodriza llamada María de Tineo. Pero un criado no es un hijo, ¿así que por qué digo que los principes de Navarra tuvieron un hermano que había pasado desapercibido hasta ahora?
Pues por lo que sorprendentemente afirma dos años más tarde el siguiente documento, fechado el 20 de febrero de 1442: 


"Johanico Trobado", es decir, en castellano moderno: "Juanito Encontrado", ¿y dónde lo encontraron? En la puerta de la iglesia de San Jorge de Tudela, que en aquel año de 1439 -fecha de tan feliz descubrimiento- todavía estaba situada en la actual Plaza del Mercadal de aquella ciudad.



Y que según el erudito Juan Antonio Fernández, era más o menos así. O sea: una fábrica gótica de una sola nave, con dos campanarios. A la puerta de esta iglesia, que no comparte con la actual más que la advocación de San Jorge, es donde la madre o el padre verdaderos dejarían a Johanico, sabiendo o bien que precisamente por aquel mismo lugar iba a pasar la reina doña Blanca, o bien que al menos estaba alojada en aquel momento en el palacio real de Tudela, y no dejaría por tanto sin protección a la criatura abandonada, pues era famosa por su bondad y por su exacerbada piedad, que demostró con creces al amparar al niño y al encomendár su crianza (de ahí la denominación de "Criado" del primer documento, que no quería decir, como podríamos entender actualmente, que fuera alguien al servicio de la reina, sino un niño cuya crianza estaba a cargo de la soberana de Navarra) a una nodriza llamada María de Tineo, mujer de un pescador tudelano llamado Johan de Aibar. Puede que incluso en la Tudela medieval, la puerta de la iglesia de San Jorge fuera el lugar acostumbrado para abandonar a las criaturas que no se podía o no se quería reconocer.

Observemos, sin embargo, que todos los recibos los firma el príncipe de Viana, porque su madre, doña Blanca, no hubiera podido hacerlo, ya que salió a principios del año 1440 de Navarra para acompañar a su hija del mismo nombre a su boda con el príncipe Enrique de Castilla, y ya no regresó de aquel reino (al menos con vida, aunque esa es otra historia), pues falleció en Santa María de Nieva -Segovia- el 1 de abril de 1441. Pero la Casa Real de Navarra siguió atendiendo el deseo de la monarca y pagando la manutención del tudelano Johanico, como atestigua el siguiente documento, fechado el 18 de enero de 1444:



 Aunque aquí el magnífico archivero Florencio Idoate tuvo un error de transcripción, porque ya hemos visto que Juanito fue encontrado en 1439, y no en 1429, concretamente en el mes de marzo. Por cierto que ya vemos que la nodriza se queja de no haber recibido nada en 1443, posiblemente por el inicio de las desavenencias entre el príncipe de Viana y su padre, que acabarían desembocando en la feroz guerra civil iniciada en 1451, aunque su auténtico origen estuviera en la muerte de la reina propietaria, diez años antes.


Pero a pesar de todo el príncipe siguió ocupándose de su "hermanastro" Johanico, esta vez proporcionándole tela para que María de Tineo le tejiera un traje. Y la última aparición documental de tan singular personaje está fechada el 16 de mayo de 1446, cuando María de Tineo recibe un salario de 18 libras, por cuidar al ya mozuelo -7 años- Johanico, como le encomendó la difunta reina doña Blanca. 


Es una verdadera lástima que no volvamos a saber más de Johanico, porque... ¿qué partido habría tomado cuando estallase la futura guerra entre su "hermano adoptivo" y su "padre adoptivo"? Sabiendo, como ahora sabemos, el trato que dispensó Juan II a sus hijos legítimos, no cabe demasiada duda de cómo hubiera tratado al adoptivo -por llamarle de algún modo-, así que quiero pensar que Johanico se habría puesto de parte de su hermano Carlos, aunque teniendo en cuenta que en 1451 sólo tendría 12 años, no estaría para entrar en combate alguno. En cualquier caso, al menos como escritor tampoco me parece mal no saber nada más sobre Johanico, porque eso me permite imaginar muchas de sus posibles andanzas, y no digo que en un futuro no vaya yo a novelarlas, porque me parece que tienen muchas posibilidades...

Aunque, bien pensado, quizás lo más lógico sería apostar por que el mocete murió en algún momento a partir de la primavera de 1446, quizás porque quienes debían mantenerlo ya estaban a otras cosas más graves y dejaron de hacerlo, quizás simplemente porque en aquella época la mortandad infantil era terrible, y no bastaría con el pescado del Ebro para mantener la precaria salud del chico. Si hubiera vivido más años doña Blanca, quizás la vida de su protegido hubiera sido distinta, o quizás no, quién sabe. 

Lo único cierto es que el tudelano Johanico Trobado podría presumir, al menos durante unos años, de haber sido salvado por una reina, igual que seis siglos después, unos olitenses de buen corazón lanzaron una campaña para salvar a la propia doña Blanca, al menos a la única representación fidedigna que de ella nos queda, que estaba a punto de perderse por el abandono y por el cierzo que sopla por aquel bendito lugar. Y consiguieron su objetivo, cosa que aplaudo y les agradezco sobremanera...





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019







EN SUS TRECE

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Si os situáis bajo el crucero de la catedral de Pamplona, justo al lado del imponente sepulcro del rey Carlos III el Noble, y eleváis la vista al frente, hacia las vidrieras que en la parte más alta coronan el presbiterio (la zona del altar), podéis observar que las dos frontales están decoradas por una serie de ocho escudos heráldicos cada una, el más curioso de los cuales se halla en la de la izquierda, empezando por abajo. Es este que ahora os muestro:


Su descripción sería: cortado de gules y de plata, un creciente de plata ranversado, timbrado de tiara papal y sostenido por las llaves del Cielo, cruzadas y atadas por un cordón. Son por tanto las armas heráldicas de un Papa, y no de uno cualquiera, porque corresponden nada menos que a Benedicto XIII, Sumo Pontífice en la obediencia de Aviñón entre los años 1394 y 1429, y considerado por tanto -todavía hoy- antipapa y hereje por la Iglesia Romana. ¿Qué pinta por tanto su escudo en una catedral católica?


Y eso que, como se observa fácilmente, no se trata de una vidriera medieval, qué va, porque fue realizada hacia 1970 para ir rellenando los huecos que la explosión del molino de la pólvora del año 1733 había dejado entre las vidrieras originales (de principios del siglo XVI), de las que sólo se conservan en su lugar original -la nave central- cuatro de ellas. Aunque había unas pocas más, que fueron vendidas al sacamantecas y millonario yanki W. Randolph Hearts (en quien se inspiró Orson Welles para su Ciudadano Kane) por el cabildo pamplonés de los años 30, lo que demuestra que hay obispos y canónigos mucho más peligrosos para el patrimonio artístico que la pólvora, vaya que sí. El caso es que tres de esas vidrieras que "no valían para la catedral de Pamplona", decoran hoy en día la de Omaha, en Estados Unidos. Un crímen artístico de primera magnitud, y una demostración de ignorancia y de avaricia supinas.


Pero volviendo al Papa Luna, del que os hablé hace poco al glosar el sermón que dio en este mismo espacio catedralicio de Pamplona -siendo todavía sólo cardenal- con motivo de la declaración de obediencia del rey de Navarra al papa de Avignon Clemente VII, el 6 de febrero de 1390 (¿recordáis?: "Et la Corona del rey es redonda o circular por ser esta figura apropiada a la perfección de Dios, a la que el rey debe intentar acercarse todo lo que pueda, ya que Dios es también como una esfera, en la cual el punto medio está en todas partes, y su fin en ninguna..."), la explicación de la presencia de su escudo en la catedral de Pamplona no tiene nada de extraño, si tenemos en cuenta que era a Aviñón a quien reconocía el reino de Navarra cuando dicho templo (aunque en su anterior versión, románica) se vino abajo el 1 de junio de ese mismo y cargado de acontecimientos año de 1390. Y su amigo Carlos III el Noble seguía siendo fiel a esa obediencia cuando emprendió la reconstrucción, ya en estilo gótico, colocándose su primera piedra el 27 de mayo de 1394. Es decir: tan solo cuatro meses antes de que el cardenal Pedro de Luna fuese elevado al trono pontificio, el 28 de septiembre de ese mismo año.

Por lo tanto, quien en 1970 encargó esas vidrieras heráldicas, quiso honrar al Papa que gobernaba la parte de la Cristiandad en la que se situaba Navarra, que no fue otro que el aragonés Benedicto XIII, un papa que como os he dicho, incluso hoy en día -más de seis siglos después- sigue sin aparecer en el Anuario Pontificio, publicación anual que recoge, junto al listado histórico y oficial de todos los papas que ha gobernado la Iglesia Católica desde San Pedro, el registro de los cardenales, obispos, diócesis, departamentos de la Curia romana, misiones diplomáticas de la Santa Sede en el extranjero, congregaciones religiosas, universidades católicas y demás instituciones eclesiales que conforman la Iglesia en la actualidad. 

Es decir: que Roma sigue sin reconocer la legitimidad de los papas de Aviñón. De ahí la rareza extrema que supone que en una fecha tan tardía como 1970 alguien recordara que el escudo del testarudo aragonés merecía aparecer en las vidrieras de una catedral edificada bajo su proscrito pontificado. Y digo proscrito, porque hay autores, incluso existe una magnifica novela titulada "El anillo del pescador", escrita por J. Raspail, que sostienen que la linea pontificia legítima, la que defendía el concepto del primado de Pedro sobre la Iglesia era realmente  la de los papas de Aviñón, y que por tanto la Iglesia de Roma sería la impostora, y que incluso se habría mantenido una línea sucesoria de papas llamados todos ellos Benedicto, ocultos en Francia desde la muerte de Pedro de Luna, que mantendrían la verdadera legitimidad papal aviñonesa hasta la actualidad. ¿Quién sabe? Soñar cuesta tan poco...

¿Pero quién creo yo que pudo ser el responsable de ese vidriado recuerdo del Papa Luna en Pamplona? Pues si tuviera que apostar, lo haría por el eterno archivero de la catedral, el canónigo José Goñi Gaztambide, uno de los hombres más sabios, eruditos y de mayor capacidad de trabajo intelectual e historiográfico que habrá habido en Navarra. Y también el último canónigo que vivió en las dependencias de la propia catedral, como sus antecesores medievales. Tuve la inmensa fortuna de que una vez nos sirviera de guía personal en una visita a la catedral de Pamplona, que conocía palmo a palmo, y no sólo en el estado en el que se encontraba en ese momento, sino también en el que había llegado a tener alguna vez. Fue un auténtico privilegio poder escucharle. 

De todas maneras, y después de lo que he afirmado en el párrafo anterior sobre la posible existencia de una línea de Papas diferente a la romana, ¿quiere eso decir que piense yo que don José Goñi Gaztambide era un aviñonista oculto? Por supuesto que no, aunque ciertamente sería un arranque más que sugerente para un cuentico de los míos, ya veremos... No, simplemente quería decir que lo lógico al encargar las vidrieras sería asesorarse por quién más sabía sobre los benefactores de la catedral a lo largo de los siglos, y ese alguien sólo podía ser el archivero Goñi. Así que desde aquí le agradezco ese pequeño pero inusual rasgo de "herética" libertad en la siempre más que conservadora Iglesia navarra.

 D. José Goñi Gaztambide

Pero todo esto no resta atracción ninguna a la inmensa figura histórica del Papa Luna, otro verdadero prodigio intelectual de su época, capaz de hablar durante más de siete horas en latín (y tenía ya más de ochenta años) para defender sus justos derechos, como hizo en 1415 en Perpiñán ante el emperador Segismundo y ante el rey de Aragón Fernando I de Trastámara, que le debía su corona, conseguida por el apoyo de la Iglesia aragonesa en el Compromiso de Caspe. Por eso cuando ambos le retiraron la obediencia y le obligaron a refugiarse en Peñíscola, Benedicto XIII, citando los Salmos -pues no en vano era el mayor teólogo de su tiempo-  le dijo:"me qui te feci missisti in desertum" (A mí, que te hice rey, me envías al desierto...). 

Y es que ninguna autoridad política o eclesiástica (que para librarse de los tres papas simultáneos que llegó a haber en lo que se conoce como el Cisma de Occidente, terminaron por defender la primacía de los cardenales sobre el Papa en el gobierno de la Iglesia)  fue capaz nunca de rebatir su fundadísimo e impecable argumento: Decís que sólo los Cardenales pueden elegir Papa; pues bien: todos los cardenales actuales son posteriores a 1378 (año del inicio del Cisma) menos yo, que soy por tanto el único cardenal indiscutible, ya que no fui nombrado por ningún papa cuya legitimidad pueda ahora discutirse, sino por el último que la tuvo sin duda alguna; y, como único cardenal legítimo que queda, sólo yo puedo elegir Papa; por tanto, me elijo a mí mismo, y así no podréis poner más en cuestión que soy el único verdadero”. 

Pero no le hicieron caso, y en poco tiempo todas las naciones cristianas le fueron retirando la obediencia a partir de ese año del Señor de 1415. También Navarra, regida todavía por su amigo Carlos III el Noble, que quizás en esta ocasión no hizo demasiado honor a su sobrenombre, pues él también debía mucho a uno de los mejores y más dignos portadores del anillo del pescador. El último Papa de Aviñón, que no renunció jamás, como todos le exigían. Que se mantuvo siempre en sus "trece".

Alguien cuyo poder de elocuencia y dominio de la dialéctica le hacía prácticamente invencible en el campo de la Teología, hasta que tropezó con un tudelano. Aunque esa sea una historia que os contaré otro día...

Busto-relicario de San Valero, supuesto retrato fidedigno de 
Benedicto XIII, ofrecido por él mismo a la Seo de Zaragoza

 

 ® MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019

NO HAY QUIEN PUEDA

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En mi última crónica os hablaba de Benedicto XIII, conocido como el Papa Luna, Sumo Pontífice en la obediencia de Aviñón, considerado todavía hoy como hereje y cismático por la Iglesia de Roma.
Os contaba también sus muchos méritos y cómo se negó siempre a renunciar a su cargo, defendiéndose él mismo ante cardenales, reyes y emperadores, ayudado por un asombroso poder de elocuencia, que le permitía encontrar argumentos irrebatibles con los que apoyar su causa, que sostuvo contra viento y marea hasta su muerte en el castillo de Peñíscola, a los 95 años de edad.

Pero os decía también que este prodigio de la retórica y de la teología, vino a encontrar la horma de su zapato en Navarra, cuando un tudelano supo vencerle en su propio terreno: el del conocimiento y la interpretación de las Sagradas Escrituras.

En 1379, el reino de Navarra atravesaba una pésima época, con Carlos II vencido y completamente a merced de Castilla, corona a la que tuvo que devolver las importantes ciudades de Logroño y Vitoria, ocupadas desde varios años atrás, aprovechando la guerra civil castellana. Pero cuando Enrique II de Trastámara consiguió eliminar a su medio hermano Pedro I el Cruel, no se conformó con la devolución de esas dos villas, sino que por el Tratado de Briones consiguió también un auténtico protectorado sobre Navarra, imponiendo que los veinte principales castillos del reino estuvieran en manos de tenentes castellanos.

En esas circunstancias de casi absoluta sumisión, imaginemos cuál sería el estado de ánimo del siempre belicoso rey Carlos. Seguro que no estaría -jamás lo estuvo- predispuesto a que le tocaran la moral con temas distintos a la propia supervivencia del reino. Bueno, pues justo en ese momento tan inoportuno, tuvo que aparecer el cardenal Pedro de Luna (no sería nombrado Papa de Aviñón hasta el año 1394) en Pamplona para solicitarle algo que a nuestro sentir actual no podría parecernos más descabellado: que convocase en su palacio (en el de Navarrería) una disputa que le permitiese discutir con un representante de los judíos navarros sobre cuál de las dos religiones, la cristiana o la hebrea, era la verdadera. Este tipo de eventos, que eran bastante corrientes en aquella época, siempre se organizaban con vistas a una conversión masiva de los judíos, claro está, porque evidentemente los cristianos tenían siempre todas las de ganar, y además el cardenal no pensaba poder ser derrotado en absoluto.



Supongo que la primera reacción del cercado Carlos II sería mandar a esparragar al -esta vez- bastante  desatinado don Pedro, más aún teniendo en cuenta que el reino de Navarra llevaba ya un año sin decidirse a reconocer al Papa de Aviñón, que en ese año era Clemente VII. Aunque curiosamente tampoco había reconocido al Papa de Roma, que en ese momento era Urbano II. Digamos que Carlos II se mantuvo en una prudente neutralidad, esperando a ver qué hacían el resto de naciones. Aún así, su hijo Carlos, el futuro Carlos III el Noble, que permanecía preso en París, asistió a la solemne declaración del rey de Francia en favor de Aviñon. Como siempre, Navarra se veía obligada a jugar a dos barajas para mantener su precaria independencia, cosa que hay que reconocer que ambos monarcas supieron lograr.

Lo cierto es que sus archienemigos franceses y castellanos habían reconocido inmediatamente al papa de Aviñón, así que el rey de Navarra no se mostraría demasiado partidario de seguir sus pasos. Además, sus aliados ingleses seguían fieles a Roma, así que no convenía tampoco a Navarra desairarlos, porque retenían la ciudad de Cherburgo, que Carlos II confiaba en que le devolvieran cuanto antes, y pensaba muy juiciosamente que si se pasaba a Aviñón, Inglaterra no soltaría Cherburgo en represalia contra Navarra. En definitiva, un complicadísimo juego de diplomacia, para alguien más acostumbrado -prácticamente sin recursos económicos- a combatir contra enemigos siempre mucho más poderosos que él.

Por tanto, no sólo no despachó con cajas destempladas al cardenal Pedro de Luna, sino que acogió su proyecto, y puede que hasta escogiese él mismo al judío navarro que debería enfrentársele. Debió pensar más o menos de esta forma: "¿Así que vienes aquí con tus pejigueras teológicas, que me importan entre poco y nada, porque lo único que buscas es que me declare a favor del Papa de Aviñón, verdad? Pues te vas a enterar..."

Lo que ocurrió después sólo lo conocemos por el testimonio personal del hebreo encargado de parar los pies (dialécticamente hablando, nunca mejor dicho) al mejor místico de su tiempo, uno tan bueno que llegaría a ser Papa, aunque el Vaticano siga sin reconocerle sus méritos hoy en día. Me estoy refiriendo al rabino, médico, filósofo y polemista tudelano Shem Tob Ibn Shaprut, autor de un libro trascendental dentro la literatura hebrea medieval: el Eben bohan - La piedra de toque, en el que en su capítulo IV del libro II, dedicado a la Ley de Moisés don Shem Tob afirma:



"Puesto que la fe cristiana se basa en la venida de su Mesías para redimir la culpa del primer hombre, me pareció bien introducir aquí la discusión que tuve con un gran sabio, el magnífico señor D. Pedro de Luna, cardenal de Aragón, en Pamplona, ante los obispos y muchos sabios, en su palacio.

-Preguntó el cardenal: ¿Cómo podéis, vosotros, los judíos, negar nuestra fe? Nosotros decimos que no se redime la culpa del hombre hasta la llegada de nuestro Mesías. ¿Acaso no está escrito: "el día que comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, morirás sin remedio"? Si significa la muerte corporal, ¿por qué Adán y Eva comieron y no murieron al instante? Forzosamente hay que pensar que esa muerte se refiere sólo a la del alma, pues el mismo día en que comieron, fueron separados de la Gracia de Dios, y expulsados del jardín. Y en verdad, esa es la muerte principal a la que se enfrenta el hombre...

-Contesté yo, Shem Tob Ibn Shaprut: Si fuese como tú dices, y Dios decretó aquel día la muerte del alma de Adán y Eva, ¿cómo es que no decretó también aquel mismo día la muerte de sus cuerpos?  [...] Sabemos que Dios (bendito sea) es lento a la cólera y rico en misericordia, y se compadece del malvado. Y que cuando ha decretado una desgracia, no envía dos. Por lo tanto, si no decretó contra el hombre más que la muerte espiritual, ¿por qué le declara otras maldiciones como "vivirás del sudor de tu frente" o "parirás con dolor"? 

-Dijo el cardenal: todas esas maldiciones son como consecuencia de la sustracción de Adán y Eva de la Gracia de Dios, que es lo mismo que la muerte del alma.

-Respondí yo:Entonces, ¿qué necesidad tenía Dios de especificar todas esas maldiciones, si son cosas que se siguen naturalmente después de la muerte del alma? ¿Por qué omite lo principal -la muerte del alma- y enumera lo accesorio?  

-Replicó el cardenal: Pero  tú, ¿qué respuesta tienes a que no se mencione la muerte entre esas maldiciones?

-Dije yo: Las maldiciones son a modo de imágenes de penalidades, para amonestarles a que se comportasen mejor, se convirtieran al Señor y éste se apiadase de ellos, pues dice en Ezequiel: "Yo no me complazco en la muerte de nadie". Y dice también el Señor: "buscadme y viviréis". Así pues, les sometió a estos sufrimientos para que purgasen su culpa, de manera que sus almas se redimiesen y lograran contemplar la bondad de Dios y frecuentar su templo. [...] Dijiste que todas las maldiciones especificadas son en realidad castigos derivados de la maldición del alma. Entonces, cuando según tu opinión, esa maldición del alma desapareció al entregar vuestro Mesías su vida, hubieran debido desaparecer también el resto de maldiciones, que según tú proceden de la ausencia de la Gracia de Dios en el hombre por culpa de la maldición del alma, porque al desaparecer la causa, necesariamente desaparece también el efecto.

-Reconoció el cardenal: Sabía que me atraparías en las respuestas, y no me queda ninguna solución que pueda imponerse a tus palabras. Pero mi fe es la auténtica, según la tradición que conservamos, así que si los hebreos no creéis en ella, nuestra fe tampoco resulta perjudicada por ello...



Y esos, muy resumidamente (porque por más que a veces me interese puntualmente, la teología medieval es un asunto que, de puro bizantino, sólo la entendían a ciencia cierta quienes la desarrollaron en su tiempo) fueron los argumentos de la Disputa de Pamplona entre el cardenal Pedro de Luna y el rabino Shem Tob Ibn Shaprut, en la que, como hemos podido ver, el tudelano tuvo la inteligencia tan despierta como para saber envolver con su propia tela de araña a alguien tan versado en las Escrituras como era el futuro Papa de la obediencia de Aviñón. Y hay que ponderar también el valor mostrado por Shem Tob, para meterse en la boca del lobo -sin amilanarse lo más mínimo- que para un judío de aquellos tiempos suponía defender su fe ante una audiencia formada exclusivamente por eclesiásticos de alto rango. Y también delante del rey Carlos II, al que imagino disfrutando con el antológico "zasca" que su súbdito hebreo propinó al inoportuno cardenal.

Claro que podemos pensar que como quien cuenta lo sucedido es el propio Shem Tob, quizás no se impuso tan claramente a su adversario, y lo que hace es presumir de supuesta superioridad. Pero precisamente creo que el que no haya registros de este hecho por parte "cristiana" refuerza la veracidad de lo que cuenta nuestro compatriota Shem,  porque al cardenal no le gustaría dejar testimonio de que había sido vencido por un hebreo. Incluso la reflexión final de Pedro de Luna recuerda demasiado a la moraleja de la fábula de la zorra y las uvas como para no ser cierta.

¿Y por qué creo yo que fue el propio Carlos II quien pudo escoger personalmente al contrincante del cardenal? Pues porque Shem Tob, además de todas esas facetas, provenía de una familia de prestamistas muy reconocidos en Tudela, y teniendo en cuenta que el rey de Navarra estaba siempre a la cuarta pregunta, no me cabe la menor duda de que tuvo que hacer uso de sus servicios en busca de efectivo. En esos menesteres -y no desde luego en la sinagoga tudelana- conocería probablemente las capacidades retóricas de Shem, y pudo por tanto quizás solicitar a los habitantes de la aljama mejanera que fuera él su representante en la contienda. De todas maneras, viendo como se desenvolvió en la pelea, no cabe duda de que todos estarían de acuerdo en que él era el mejor campeón al que podían encomendarse.

El caso es que no se sabe mucho más de la biografía de Shem Tob, sólo que poco antes o poco después de su enfrentamiento con Pedro de Luna abandonó Tudela y se asentó en la cercana Tarazona, donde a pesar de practicar en teoría la medicina, fue en realidad el representante de otro prestamista tudelano: don Bitas Francés, que acabó denunciándole ante sus correligionarios aragoneses por su mal hacer, asunto que terminó en riña multitudinaria, porque al parecer, nuestro Shem Tob no sabía manejar sólo la oratoria, sino también los puños. Una nueva bronca con un representante de la sinagoga de Tarazona -lo de "polemista" ya vemos que se le quedaba muy corto- supuso que regresara a Tudela, donde al menos alguien llamado Shem Tob Shaprut (¿quizás un hijo suyo?) ejercía como arrendador de impuestos para la Corona hacia el año 1404.

Fuera este o no nuestro protagonista,  un documento fechado en 1410 menciona a un tal Gento Saprut, judío de Tudela, que "fue ajusticiado e muerto por condena de nuestra Cort por los grandes excesos que él en su vida cometió e fizo" (Comptos, Caj. 102, nº 34, II) Y verdaderamente me parece que pudo ser un epitafio perfecto para la asendereada vida de un hombre ciertamente tan excesivo, que derrotó a un Papa que se creía invencible.

Por cierto: Carlos II murió el 1 de enero de 1387, sin reconocer al Papa de Aviñón, cosa que haría inmediatamente su sucesor, Carlos III, al poco de acceder al trono.


Bibliografía: La disputa religiosa de D. Pedro de Luna con el judío de Tudela D. Shem Tob Ibn Shaprut en Pamplona (1379) / J. V. Niclós Albarracín. 
Revue des études juives, vol 160, 2001, pp. 409-433





® MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019


CINCO MONEDAS

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Palacio de Olite, 8 de febrero de 1940

-¡Aquí hay algo, don José! ¡Parece un atadijo de papel!

-¡Sobre todo tened cuidado ahí abajo, no parece que ese muro esté tan fuerte como para que remover un par de sillares no vaya a afectarle catastróficamente!

-¡Sí, la verdad es que el relleno entre los paredones no está muy estable, pero no se preocupe, que casi lo he alcanzado ya! Un poco más… ¡Lo tengo!

-¿Qué es?

-Lo que decía: un pequeño paquete envuelto en papel que parece muy antiguo…

-¡Salid de ahí cuanto antes, que no las tengo todas conmigo! Lo cierto es que este castillo ya tiene demasiadas trampas después de 150 años de abandono como para fiarse de que toda esta zona de la torre de los Cuatro Vientos, que es la que mayor peligro de ruina inminente ofrece, no vaya a venirse abajo en cualquier momento. ¡Y ahora que me acuerdo! A ver… Lo que pensaba, ¡ya están otra vez esas vecinas tomando el sol justo ahí abajo, y mira que les he advertido veces que no se pongan ahí! ¡Oigan! ¡Oigan! ¡Sí, ustedes! ¡Quítense inmediatamente de ahí! ¿No ven que la torre puede venirse abajo en cualquier momento? ¡No me hagan llamar al alguacil!

-Serénese don José, que ya se marchan. ¡Mire, mire lo que hemos encontrado!

Zona del hallazgo

-Pues sí que es un envoltorio, y no demasiado grande. A ver… el cordel que lo cerraba se deshace, afortunadamente no es de papel, sino de pergamino, y como parece haber estado a salvo de la humedad, se conserva bastante bien. Parece que suena algo en su interior…

-¡Son monedas! Una, dos, tres, cuatro, cinco… ¡Cinco monedas, y parecen muy antiguas, don José! 

¡Y en el papel pone algo, aunque no se entiende lo que dice! ¿Usted lo entiende?

-Pues de momento, no. Parece estar escrito en letra de su época, y además la tinta está muy gastada. Quizás con la lupa de diez aumentos que tengo en mi despacho… Lo que si puedo deciros es que las monedas son antiguas, sí, pero no demasiado valiosas, dos son de plata, y de los últimos reyes de Navarra, otras dos son de cobre y parecen ser castellanas, de los reyes católicos. La última es también castellana, de Felipe II, que en Navarra era Felipe IV.

Monedas halladas

-¡La de cosas que sabe usted, don José!

-Bueno, soy numismático aficionado nada más. Incluso tengo una pequeña colección personal, nada del otro jueves. En fin, voy a hacer un informe de vuestro descubrimiento, y pedir en él expresamente una gratificación para vosotros. De momento, la jornada ha terminado. Aquí tenéis cinco duros para que lo celebréis. Aunque antes de iros a casa, por favor, colocad unas vallas bajo la torre para que nadie pueda ponerse allí a tomar el sol. No se dan cuenta del peligro que corren.
-¡Muchas gracias, don José! Y descuide, que pondremos las vallas, aunque no servirá de nada, que las y los de Olite somos muy orgullosos, y nos parece a todos que el castillo es nuestro y podemos ponernos en donde nos venga bien…

-Me parece estupendo, pero si luego ocurre alguna desgracia, id a pedirle responsabilidades a Carlos III el Noble, que es quien construyó este palacio. Aunque, ahora que lo pienso, si estas monedas estaban ocultas en el muro, y la de Felipe II es de finales del siglo XVI, quizás signifique que las obras continuaron mucho más tiempo del que pensábamos, o al menos que esta zona concreta es mucho más moderna que la original. Voy a apuntar esta idea ahora mismo en el despacho, que se me ha de olvidar. ¡Con Dios, señores!

-¡Con Dios, don José!


Ya en su pequeño despacho de obra, José Yárnoz, arquitecto encargado de la restauración del maltrecho palacio de Olite, ceba la estufa con unas astillas y espera a que prendan para colocar un leño que ayude a caldear el gélido ambiente. Enciende la lámpara y despliega sobre la mesa el recién encontrado pergamino. Quiere confirmar si lo que le ha parecido leer al abrirlo es lo que realmente pone en la complicada caligrafía del siglo XVI. Porque sí, ha mentido a los obreros asegurándoles que no había entendido esas pocas líneas. Lo ha hecho, y lo que ha leído ha provocado que un escalofrío recorriese su espalda. Así que coloca el texto bajo la lupa y entre asombrado y escéptico lee:

“…Vendrá el día en que otro maestro de obras encontrará este tributo, y hará bien en continuar la cadena de monedas, porque entre los constructores es fama que, si no lo hace, todo este castillo se vendrá abajo en una noche y ni el Diablo podrá volver jamás a levantarlo. No he podido dejar más ofrenda que estas pobres piezas de cobre y plata, porque los operarios somos siempre pobres, pero confío en que llegue una época en la que el sueldo de quienes levantan edificios sea tan elevado que permita a quien esto lea dejar en el mismo muro donde lo encontró, una moneda verdaderamente digna de esta regia morada. ¡Oh, tú! No eches al olvido esta advertencia, si no quieres atraer la maldición de aquél que echó debajo de un soplo aquella imponente torre de Babel de la que habla la Biblia…”

Don José Yárnoz Orcoyen
Estupefacto, José Yárnoz repasa una y otra vez el sorprendente párrafo. Nunca ha sido supersticioso, pero esta vez siente que le conviene hacer caso de aquella advertencia venida de tantos siglos atrás. Sí: mañana mismo dará las instrucciones oportunas para cambiar el plan de obra y centrar todos los esfuerzos en la zona de la torre de los Cuatro Vientos, que las monedas fechan, evidentemente, mucho más tarde de lo que se podía imaginar. Al menos toda la parte de los arcos que la sostiene, y que al decir de algunos autores estaban emparentados con los que sostienen el palacio de los papas en Aviñón, cosa que ahora podemos poner en duda.


8 de febrero de 1941

Ha pasado un año, y la torre de los Cuatro Vientos luce tan nueva que parece que en cualquier momento va a asomarse la reina doña Blanca a ver el tempero que hace en Ujué. José Yárnoz ha pagado por propia iniciativa el almuerzo con el que los obreros celebran el final de la campaña en el terrado del castillo. Pero él no se queda mucho en el festejo. Al contrario, se aparta poco a poco del barullo y cuando está seguro de que nadie le ve, se introduce en el estrecho hueco entre paredones que ha ordenado que se deje sin cubrir hasta mañana. Con cuidado, porque ya no es un mocete, baja todo lo que puede y palpa la piedra en busca de la pequeña hornacina en la que hace un año se hallaron las monedas. Entonces saca del bolsillo una muy especial, la joya de su colección numismática: aquella que ordenó acuñar el príncipe de Viana, que fue quien vivió más años en este palacio sin haber llegado nunca a reinar. Pasa la yema de sus dedos por el anverso y siente la K de Karlos coronada, y a un lado y a otro los dos triples lazos que le identificaban como auténtico señor de Navarra. La envuelve con un pergamino nuevo, y la deposita allí como tributo continuado a todos los maestros de obras que el palacio de Olite ha tenido desde tiempo de los antiguos romanos. Lo que ha escrito en ese pergamino, sólo lo podrá saber el próximo arquitecto que, dentro de muchos siglos, encuentre su ofrenda. Trepa con la misma prudencia y sale a la superficie. No puede resistirse a asomarse a las almenas recién reconstruidas. Sonríe: allí abajo vuelven a estar las mismas mujeres de siempre tomando el sol. No hay problema: el palacio ya no está en ruina ni amenaza desplomarse bajo el soplido de quien derrumbó aquella famosa torre de Babel de la que habla la Biblia…




© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019

MARELLE

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En 1786, muy poco antes por tanto de la revolución que entronizaría a la Diosa Razón y se llevaría por delante muchas quimeras hasta entonces tenidas por ciertas, el autor francés Mathieu Chiniac de La Bastide publicó una traducción de los Comentarios de Julio César a la que añadió un prólogo titulado: "Disertaciones sobre los vascos", que es el que verdaderamente le ha dado fama (tampoco mucha, pero menos es nada) en la historiografía y la filología de nuestro país.

En ese prólogo, aunque coincidía en lo sustancial con otros autores como el zuberotarra Jean-Philippe Bela o el obispo revolucionario (sí, aunque parezca mentira esas dos categorías coexistieron una vez) Jean-Baptiste Sanadon, que compuso en 1785 su "Ensayo sobre la nobleza de los Vascos... por un amigo de la Nación", La Bastide se mostró mucho más imaginativo todavía que los otros dos eruditos, que habían llegado a la conclusión de que el misterio de los vascos y de su extraña lengua sólo podía explicarse en función de su relación con los antiguos fenicios, de los que evidentemente habrían sido una colonia. Para justificar esta idea tan particular, incluso tan peregrina, aunque ellos creían en su certeza de forma absoluta, nuestro amigo La Bastide aportó pruebas tan incontestables como las etimologías "no forzadas" de ciudades fenicias como Gaza -tristemente famosa hoy en día- que en vasco significa "lugar de sal o salina".  Y como muchos lugares en el País Vasco y Navarra llevaban y llevan ese mismo nombre, he ahí la prueba de que el euskera debía ser un dialecto de la lengua fenicia.

Pero esa, con ser grande, no fue la mejor de sus aportaciones "científicas", pues inmediatamente se lanzó a explicar el escudo de Navarra como heredero de esa misma tradición que -según él- nos habrían legado los fenicios. Así pues, nuestras armerías vendrían a representar una especie de juego geográfico con el que los niños fenicios aprendían desde pequeños la situación de las distintas colonias que la ciudad de Tiro tenía por todo el orbe conocido. Este juego es el mismo que en Francia, todavía en el siglo XVIII, se conocía como "Marelle" y que hoy, en el siglo XXI, se conoce más bien como "Moulin", porque "Marelle" actualmente es lo que todos los que amamos a Julio Cortázar conocemos como "Rayuela", mientras que el "Moulin" (en castellano antiguo se le llama también "Alquerque"), vendría a ser una especie de tres en raya de mayor o menor dificultad, según el tablero que empleemos para jugar.

El caso es que La Bastide afirma todo convencido que nuestro escudo no proviene ni de las Navas de Tolosa, ni de Teobaldo de Champaña, ni de nada ni nadie que tenga una existencia comprobable, sino que como he dicho representa un mapa fenicio en el que la metrópoli (la ciudad de Tiro) está situada en pleno centro, figurada como "un brillante carbunclo", cuyos rayos de luz se extienden en todas direcciones, y en los que las colonias principales son representadas por unos "glóbulos o medallones" (36 concretamente. En el lenguaje heráldico actual diríamos que es un "pomelado"), dispuestos simétricamente alrededor del punto central. ¡Y se quedó tan ancho!

Confieso que envidio vivamente su imaginación, y que desde el momento en que pude leer su obra, le tengo entre mis autores favoritos de ciencia-ficción. Pero como en estas cosas de la Historia la realidad siempre supera a la invención, resulta que en este caso concreto la Revolución francesa no acabó, sino que dio alas a estas teorías filolohistoriográficas tan abracadabrantes.

Efectivamente, porque en 1792 Danton nombró ministro de Justicia al labortano Dominique-Joseph Garat Hiriart, lo cual hizo que fuera precisamente Garat quien tuviera que anunciar a Luis XVI su sentencia de muerte. Disconforme con esta decisión de la Asamblea trató de dimitir de su cargo, y aunque no llegó a hacerlo en ese momento, sólo su amistad personal con Robespierre le salvó de seguir el camino de la guillotina. Pasado el terror jacobino, y con la paz militar impuesta por el cónsul Bonaparte, es cuando Garat concibió y propuso la unidad de las siete provincias vascas bajo la hegemonía francesa, naturalmente.

Y ahora viene lo bueno: ¿que organización política propuso para dicha unión? Pues nada menos que la formación de un Estado que llevaría por nombre "Nueva Fenicia", dividido en dos departamentos denominados "Nueva Tiro" y "Nueva Sidón". Y atención: su bandera sería la de Navarra, ya que "debido a circunstancias extraordinarias, se tienen fuertes razones para creer que el escudo de Fenicia ha sido conservado en el escudo de armas de Navarra".

Esta idea, influida evidentemente por la obra de La Bastide, se la hizo llegar en 1811 al duque de Bassano, ministro de Exteriores de Napoleón Bonaparte, por medio de un libro que el propio Garat había escrito con sus argumentaciones titulado "Recherches sur le peuple primitif de l'Espagne, sur les revolutions de cette peninsule et sur les basques espagnoles et français". De lo que no tenemos noticia es de si el emperador llegó a interesarse alguna vez verdaderamente por este asunto, nacido -al menos si hacemos caso a todos estos soñadores- hace 3000 años en las orillas libanesas del Mediterráneo. Además, a partir de Waterloo, Bonaparte tuvo otros problemas más serios de los que ocuparse, el pobre.

Bela, Tiro, Sanadon, Fenicia, La Bastide, Garat, Marelle... ¿Serán reales o me los habré inventado yo como parte de ese juego literario que tanto me gusta practicar, y que no consiste en engañar al lector, sino en dejar volar su imaginación? Averiguarlo es ya trabajo vuestro, aunque por si acaso y para haceros dudar aún más, aquí os dejo el diseño original (¿o lo habré dibujado yo también?) que del escudo de Navarra hizo mi admirado Mathieu Chiniac de La Bastide...

"DISSERTATIONS SUR LES BASQUES"
1786

Reimpresión en "CHATEAUX AND OLD CASTLES OF
 OLD NAVARRE AND THE PROVINCES BASQUES" de Francis Miltoun
1907

Tableros de Marelle o Moulin grabados en 
templos medievales

Dos caballeros jugando en un libro de Alfonso X
Debajo: tablero contemporáneo para jugar al Moulin



Alquerque de nueve en el pórtico de San Esteban de Eusa
Siglo  XIII (Si hacemos caso a La Bastide, ¿sería ésta una de 
las representaciones conservadas más antiguas de las Armas de Navarra?)



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019






UTRIMQUE RODITUR

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En la fabulosamente dieciochesca Biblioteca de la catedral de Pamplona, se conservan una serie de Atlas tan hermosos como sólo pueden serlo esos coloridos planisferios de los siglos XVI y XVII, cuando todavía quedaban territorios por descubrir y por describir. En una de mis visitas tuve la suerte de poder ojear uno de ellos titulado: "Parte del Atlas Mayor o Geographía Blaviana, que contiene las cartas y descripciones de las Españas", fechado en el año 1672. 



Es una obra soberbia, de un tamaño que hoy podríamos identificar con las aparatosas ediciones de Taschen, como corresponde al que podríamos considerar como verdadero rey de los Atlas, cuyo nombre de pila tan evocador: "Geographia Blaviana", le viene por el de su autor: el holandés Willem Janzoon Blaeu.

Además de los mapas, que son un prodigio de detalle, los editores se preocuparon de incluir noticias históricas de cada reino, que, como de costumbre, no me hubieran llamado demasiado la atención si alguna de ellas no permitiese echar a volar mi muy blaviana imaginación. ¿Cómo definir si no esta más que sorprendente etimología del nombre de Navarra?:


Porque por supuesto que he conocido y conozco muchos paisanos nuestros que hacen de la barra un modo de vida, pero jamás pude pensar hasta consultar al señor Blaeu que lo que realmente hacían todos ellos cuando empinaban el codo con tanta frecuencia era una muestra constante de patriotismo navarro (o labarro, a elegir). 


Esta insólita información proporcionada por el cartógrafo holandés abre también una nueva era en el campo de nuestra Etnografía, pues basta con imaginarse cómo se llamarían hoy día algunas instituciones de haber hecho caso al erudito neerlandés, para comprender la importancia de su descubrimiento. Así, glosar por ejemplo las históricas hazañas de los gloriosos Reyes de La barra, poder votar en las elecciones para escoger al Gobierno de La barra, cantar a voz en grito el pasodoble: "¡No te vayas de La barraaaa!", o grabar en las matrículas automovilísticas LA en vez del histórico NA, como si la eurovisiva Massiel hubiera sido elevada sobre el pavés, no me cabe la menor duda de que  hubiesen mejorado mucho nuestro siempre crispado ambiente político. 

Bien asentadas todas estas acrisoladas certezas, diré también que no he encontrado en la Crónica del obispo García de Eugui la cita en la que Blaeu asegura basar su afirmación. Pero como también nombra al cronista Tristán de Silva, y este fue un castellano muy alejado de la realidad navarra, que además dedicó sus esfuerzos historiográficos exclusivamente a hacerle la pelota al emperador Carlos V, y que precisamente por eso mismo logró ser alcalde de -¡Caramba, qué sorpresa!- Madrid, podríamos adjudicarle a él -sin temor a equivocarnos demasiado- esta invención del "UTRIMQUE RODITUR" - "POR TODAS PARTES ME ROEN"-, el supuesto lema (que nunca lo fue) del príncipe de Viana, y que según el imaginativo cronista ni siquiera vendría de Carlos de Viana, sino de Sancho el Fuerte, que habría dejado así fijado el principal problema del reino de Navarra a lo largo de su trayectoria como país independiente: la continua apetencia de sus vecinos (Castilla, Aragón y Francia) por repartírselo y acabar con sus libertades políticas. La plasmación gráfica de esas constantes invasiones serían los dos lebreles que a los pies de la reina Leonor se pelean por un hueso (que representaría a Navarra) en la tumba del rey Carlos III el Noble en la catedral de Pamplona. 


Sin embargo, huelga decir que ni ese sepulcro (construido en 1425), ni la invención del castellano Tristán de Silva, luego recogida por el holandés Blaeu (que justo es reconocer que no le da validez alguna, como puede verse en el texto), tienen base histórica alguna, y que por tanto ni Navarra fue nunca La barra (aunque alguna vez podamos ponerlo seriamente en duda), ni el lema "Utrimque roditur" es otra cosa que una curiosa adjudicación que, eso sí, ha gozado de tanto éxito que incluso hoy en día puede seguir utilizándose perfectamente para explicar la alevosa actitud de supuestos líderes políticos que todo lo que saben de Navarra parecen haberlo aprendido en la barra -ellos sí- de un bar. madrileño

Mapa del Reino de Navarra en la Geographia Blaviana (1672)


©MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019


LA TÍA ELISA

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Desde que tengo memoria, la tía Elisa fue una presencia habitual en nuestras casas. La abuela Pilar, su hermana, tenía colgado su retrato en la suya, y cuando se vino a vivir con nosotros lo trajo con ella y mi madre lo colocó en la nuestra.

Elisa Blasco Torrea (1902-1918)
Es una fotografía que calculo que tiene unos 105 años, sobre todo teniendo en cuenta que la tía Elisa murió en 1918, cuando sólo tenía 16 años, afectada por la temible epidemia que aún se conoce injustamente como Gripe Española, aunque en realidad todo indica que la enfermedad nació en EEUU, pero que la férrea censura de prensa establecida en los medios de comunicación de las naciones enzarzadas en la 1ª Guerra Mundial adjudicó al único país occidental que no participó en ella, y cuyos periódicos por tanto sí que se ocupaban de ese vertiginoso contagio que se llevaba por delante sobre todo a los y las más jóvenes, como la pobre tía Elisa. Se calcula que en todo el mundo murieron entre 40 y 100 millones de personas, y se la considera como la peor pandemia padecida por la humanidad, muy por encima de la Peste Negra que diezmó Europa en el siglo XIV.

La tía Elisa fue la hija más pequeña del matrimonio formado por Isidro Blasco Novoa y Juliana Torrea Pérez, que vivían en Pedroso. Tuvieron cuatro hijas más: Segunda (nacida en 1892), Julia (nacida en 1896), Pilar (nuestra abuela materna, nacida en 1900) y Sabina, que murió cuando sólo tenía dos años, y de la que desconocemos exactamente su año de nacimiento, que quizás pudo ser 1898. En realidad tampoco sabemos en que año nació Elisa, aunque podemos especular con que sería en 1901 o 1902, y que por tanto tendría unos 16 años al fallecer en el año de la gripe.

Los bisabuelos Isidro Blasco Novoa y Juliana Torrea Pérez
De izquierda a derecha sus hijas: Segunda, Julia y Pilar, hacía 1900
Reverso de la misma fotografía. Esta no hay duda de
 quién y dónde la hizo: Alberto Muro, en Logroño
El retrato del que os hablaba la muestra como lo que era: una niña, cuya edad oscilaría en el momento de posar para el fotógrafo entre los 13 y los 14 años. Comparando ese rostro enmarcado con las otras dos pequeñas fotografías que de ella conservamos, podemos comprobar que en realidad se trata de la misma imagen en los tres casos, sólo que retocada y de diferentes tamaños, y que esa imagen tiene su origen en otra fotografía convertida en postal que muestra a las tres hermanas que hacía 1915-1916 seguían residiendo en el pueblo con sus padres: Julia, Pilar y Elisa.

Esta debió ser la única foto que hicieron a Elisa en su vida, y fue obtenida pensando en enviársela a su hermana Segunda, que el año 1910 había emigrado a la Argentina, en cuya capital, Buenos Aires, permaneció hasta el año 1929, que fue cuando regresó a Pedroso para volver a vivir ya siempre con sus dos hermanas Julia y Pilar.

Julia, Elisa y Pilar Blasco Torrea, hacía 1915
La fotografía no tiene sello de autor, así que es imposible saber quién la hizo. Viendo el fondo escogido, que no parece de estudio, quizás podríamos adjudicársela a algún fotógrafo aficionado o incluso itinerante, que iría por los pueblos ofreciendo inmortalizar a quien le pagase unas pocas pesetas. O quizás no, y puede que bajaran a Logroño para que saliese perfecta. Como os digo, aunque fue revelada como postal, no fue enviada por correo, pero sí que en su reverso consta la inscripción: "Para Segunda Blasco". Por eso mismo sabemos que la imagen fue concebida para que la querida hermana que vivía entonces tan lejos pudiera tener un recuerdo de las hermanas que se habían quedado en Pedroso. Que ahora podamos admirar esta imagen significa que la tía Segunda la recibió en mano, entregada probablemente por otro emigrante del pueblo, y sobre todo que luego la trajo con ella y la conservó siempre tras su retorno.

Julia, a la izquierda, Pilar, a la derecha, y Elisa, en el centro, llevan sus mejores galas, con ese detalle de las dos mayores con su reloj prendido al pecho o colgando del cuello y un abanico en las manos, que también lleva Elisa. Nuestra abuela lleva falda de cuadros, y Elisa lleva un precioso vestido blanco bordado con muchos encajes. Mira a la cámara con gesto un poco menos hosco que sus hermanas, quizás porque todavía era una niña, y podemos fijarnos también en que le sobresale un mechón en la frente, detalle que la abuela Pilar explicaba porque la tía Elisa debía ser muy trasto, y ella misma se había cortado el pelo con unas tijeras, sin sospechar que esa sería la imagen que quedaría siempre de ella.

Y es que no sabemos mucho más de la tía Elisa, lo cual no resulta demasiado extraño a un siglo ya de su muerte. Sólo ese detalle del cabello cortado que rompe coquetamente la simetría de su peinado, y otra historia que contaba la abuela Pilar sobre ella, que demuestra otra vez que podía ser una niña, sí, pero que tenía su carácter. Al parecer se aburría en la Escuela, que entonces no estaba en la Plaza sino en el Cerradillo. O sea: a un paso de su/nuestra casa. El caso es que alguna vez se escapaba de clase, y al pasar por delante de la puerta donde estarían su madre o sus hermanas mayores, se tapaba los ojos pensando que así los demás no la veían. Cosas de cría...

Nos queda también un pequeño objeto personal suyo, quién sabe si elaborado en la propia fábrica de muebles que hubo en el pueblo, y que la familia conserva a pesar de los distintos traslados y migraciones que en todo un siglo se dieron. Es un banquito de apenas 25x14 cm, sobre el que podemos imaginarnos que la tía Elisa se subiría para mirarse en el espejo mientras se cortaba su mechón rebelde. Quién sabe...

Su muerte debió afectar mucho a su familia, sobre todo a la abuela Pilar, quizás porque era la hermana que menos años se llevaba con ella. Tanto que, cuando se casó con mi abuelo Fermín Viniegra allá por el año 1921, el nombre que escogió para su primera hija fue precisamente el de Elisa. Y hay que recordar que lo más habitual era ponerle el nombre de una de las abuelas, que en este caso eran María Larios Sáez y la ya citada Juliana Torrea Pérez. Pero no: eligió el de su querida hermana desaparecida hacía ya más de tres años. Y esa hija es nuestra madre: Elisa Viniegra Blasco, que nunca ha olvidado que lleva el nombre de la tía que murió el año de la gripe.

 Su retrato, como dije al principio, siempre ha estado en casa. Uno de tamaño folio y otros dos más muy pequeños. El grande era el de la abuela Pilar, los otros dos -muy probablemente- de sus otras dos hermanas: uno de la tía Julia y otro de la tía Segunda. Ambas permanecieron solteras y se dedicaron a cuidar, primero a las hijas e hijos de su hermana Pilar, y luego, ya en Pamplona, también a los de su sobrina Elisa, o sea: a mis hermanos y a mí. Julia murió cuando yo era muy pequeño y apenas la recuerdo, pero a la tía Segunda le debo muchas cosas, sobre todo sus maravillosas historias sobre lo que había vivido en aquellos casi veinte años en Buenos Aires (asistencia a conciertos del famosísimo tenor Enrico Caruso incluida), y un cariño y una paciencia infinitas. Ahora puedo hacerme a la idea del tremendo shock que tuvo que suponer para ella, después de haber vivido tanto tiempo en la capital del mundo en aquella época, regresar a un pueblo de apenas 500 habitantes. Pero los relatos se entrecortan, y no hay forma ya de saber qué le movió a hacerlo. Tengo entendido que fue porque pensó que si no volvía en aquel momento, ya nunca más regresaría, pero el sacrificio personal debió ser aún así muy alto, por más que mis hermanos y yo agradezcamos cada minuto que nos dedicó, y fueron muchísimos...

Segunda Blasco Torrea en Buenos Aires, hacía 1920
¿Pero cómo habría sido la tía Elisa de haber superado aquella terrible gripe? ¿Seria y un poco adusta como sus hermanas Julia y Pilar, o alegre y sociable como Segunda? Pues observando el gesto que mantiene en su retrato, y recordando lo que la abuela contaba de ella, creo que hubiera sido más parecida a su hermana más mayor. Lo que sí es cierto es que, bien mirado, mostrar su retrato en Internet supone ahora darle la oportunidad de volver a vivir un poco, aunque sea de forma virtual

De todas maneras puedo asegurar que algunas veces, sentado en la madera junto a la puerta de nuestra casa en Pedroso, me parece verla doblar la esquina del Cerradillo, y al darse cuenta de que la estoy mirando, se tapa los ojos con su mano como para que no la vea y, conteniéndose la risa, sigue andando y baja por la ribera hasta Vado, donde sus tres hermanas la están esperando ya junto a la fuente. Les digo que miren a la cámara, como hace 105 años. Ahora ya están las cuatro juntas otra vez.

PD: Imposible haber trazado este recuerdo sin los apuntes genealógicos de nuestro padre, Fermín Zuza, que tuvo la curiosidad de preguntar a los abuelos y a las tías por sus raíces familiares, y sin cuyo trabajo, muy probablemente se habrían perdido para siempre. Muchas gracias, papá.





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019









LA TÍA ELISA 2ª PARTE

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Al escribir el otro día la historia de nuestra tía Elisa dije que no nos quedaban muchos recuerdos de ella, lo que no resultaba extraño teniendo en cuenta que murió hace un siglo, el año de la gripe. Tan sólo un banquito de madera y un par de rasgos de su carácter: que al parecer no le gustaba la escuela, y que ella misma se cortó el mechón que le cubría la frente, el día que le hicieron la única fotografía que nos permite evocar su imagen.

Lo que yo no sabía el jueves es que sí que mi familia guardaba otro objeto relacionado con la tía Elisa. Uno que viene a cerrar el círculo de su propia historia, además, pues refleja mejor que miles de palabras que yo pueda hilar la unión existente entre las hermanas Blasco, incluso con la que estaba a miles de kilometros, en Argentina: la tía Segunda. Puse su foto, fechada en los años 20 en Buenos Aires, ¿os acordáis?

Segunda Blasco en Buenos Aires, hacia 1920

Pues en esa fotografía, y en realidad en todas las que de ella conservamos, la tía Segunda lleva un precioso dije de oro colgado del cuello, siempre el mismo. El mismo que llevó consigo toda su vida, pues incluso yo, siendo muy pequeño, recuerdo habérselo visto puesto. Lo que yo no sabía hasta que mi hermana  me lo dijo al día siguiente de leer mi crónica sobre la tía Elisa, es que ese colgante encerraba dentro de sí la clave de la historia que acababa de escribir, y que la tía Segunda, la hermana que vivía tan lejos de las otras tres, recibió en Buenos Aires no sólo la postal con la fotografía de Julia, Pilar y Elisa (la única imagen que nos queda de Elisa, y de la que se hicieron las demás que conservamos), sino también el  otro recuerdo que de la hermana fallecida en 1918 guardaron/guardamos:


Efectivamente: el mechón de pelo que Elisa se cortó el día que le hicieron su única fotografía no era simplemente por tanto una muestra de su carácter rebelde, sino también la prueba del cariño que tenía por su hermana Segunda, que quería que se acordase de ella de esa manera. Cosa que consiguió, pues ella lo llevó toda su vida sobre el corazón en un dije guardapelo, un tipo de joya muy común a finales del siglo XIX y principios del XX, que es lo que realmente era ese colgante tan hermoso.

Podemos imaginar el dolor que sentiría al enterarse, quizás meses después, de la noticia de la muerte de su hermana Elisa, a la que no había visto desde que salió de Pedroso en 1909 para emigrar a la Argentina. Es decir, cuando Elisa sólo tenía 8-9 años y Segunda 17. Es decir, podemos pensar que, igual que hizo luego tantas veces en su vida, ella sería la encargada -como hermana mayor- de cuidar a la más pequeña, y que ese lazo entre ellas jamás se rompió, aunque después no conservemos más cartas entre ellas (lo que no quiere decir que no las hubiera) que la postal que sus tres hermanas le enviaron... junto con el mechón de pelo de Elisa, siempre tan traviesa.


La tía Segunda contaba que ella misma había acudido a una buena joyería de Buenos Aires y que entre todos los broches y colgantes que le mostraron, el que escogió fue el que más le gustó. Tanto que, aunque a las pocas semanas le advirtieron de la misma tienda que tenían un modelo muy parecido, adornado con rubíes, prefirió quedarse con el suyo, en cuyo reverso hizo grabar sus iniciales. En esa misma joya tan preciada es en la que hacia 1915 guardó el mechón y la foto de Elisa.

Y ahora, al desvelar el secreto de ese dije en 2019, es como si Elisa y Segunda volvieran a abrazarse después de muchos años separadas por un océano de agua salada y de tiempo...





© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019



DANTZA!

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Versalles, 7 de mayo de 1663

Majestad Cristianísima: en cuanto a la respuesta que esperáis a la cuestión que me propuso vuestro canciller sobre la imposibiliad de documentar ni una sola vez que los reyes de Navarra hubiesen bailado en público, tras arduos esfuerzos por mi parte he de confesaros que, tras revisar todos los Archivos que del Royaume de Navarre se conservan a este lado de los Pirineos, sólo he sido capaz de hallar un ejemplo que creo que podréis utilizar para vuestro propósito, que según tengo entendido no es otro que el de sorprender a toda vuestra Corte con un baile orquestado por el maestro Lully.

Al contrario que en el caso de los Reyes de Francia, que ya desde vuestro augusto antepasado Carlomagno es notorio que gustaban de danzar ante sus familiares y amigos, los de Navarra siempre se mostraron reacios a hacerlo, puede que influidos por una idea mal entendida de la realeza como muestra de inamovible seriedad. Por eso me ha costado tanto hallar la prueba escrita que creo sin duda que desactivará los reparos de vuestro ya mentado -y si me lo permitís, también adusto- canciller, a que mostréis vuestra gracia y donaire sobre un escenario.



Sí, porque puesto que él argumentaba precisamente que por vuestra doble condición de rey de Francia y de Navarra, no sería adecuado que olvidárais que éstos no bailaron jamás, por mucho que aquellos sí lo hicieran tan frecuentemente. Pues bien: según una crónica fechada en el año 1194, el rey Sancho, apodado el Fuerte por su tremenda estatura, bailó un buen rato ante las murallas de Loches, ciudad gascona que estaba sitiando. Sorprendéos de tal actitud conmigo, Majestad, e imaginad qué efecto haríais vos mismo si escogiéseis como salón de baile el sitio de Arrás, por ejemplo. Mas si queréis hacer gala de honrar a vuestro antepasados, podríais replicar, como voy a contaros, la extraordinaria hazaña del citado don Sancho. séptimo de su nombre.

Asegura la crónica que la ciudad resistía los embates de los sitiadores desde hacía al menos tres semanas, y que por tanto el tedio y la abulia más acusadas empezaban a adueñarse del campamento de don Sancho, quien, por la penuria de entretenimientos de aquellos tiempos, no hacía más que comer y beber en la abundancia que se espera de un gigante. En una de aquellas interminables cenas, uno de sus aliados ingleses, vasallo por tanto de su cuñado Ricardo Corazón de León, cometió la imprudencia de alardear del valor que su rey había demostrado una vez, cuando sitiando el castillo de Troisfontaines, había descendido de su caballo y había dado no uno ni dos, sino hasta tres pasos de baile bajo las almenas donde sus enemigos se encontraban. "¿Habría alguien más valiente que Ricardo en todo el mundo?" -exclamó el inglés-, y con ello demostró no conocer en absoluto el carácter de los navarros, que entendieron su impertinente pregunta de la siguiente manera, muy extendida en aquel reino: "¿A qué no hay dídimos de atreverse a bailar ante las murallas de Loches?".
Indudablemente el rey don Sancho así lo entendió, así que esa misma noche se plantó ante las murallas donde los súbditos del conde de Tolosa se hallaban encerrados y, despojándose de la cota de malla que lo cubría de pies a cabeza, se colocó la corona más grande que tenía sobre las sienes, y quedando cubierto por un simple brial donde relucían las armas de Navarra (de ahí que más adelante a la ropa interior masculina se la denominase "Abanderado"), se puso a ejecutar no uno, ni dos, ni tres, sino toda una panoplia de pasos de baile durante más de media hora, lo cual provocó -naturalmente- la rabiosa furia de los cercados.

Entended que don Sancho no se movía con la facilidad que lo hacéis vos, Sire, porque como os dije, medía lo que miden dos hombres puestos uno sobre los hombros del otro, así que eran sus movimientos talmente los de un haya cuando cae al ser talada desde la base: se inclinaba mucho hacia delante, después hacía atrás, pero sin arquear la espalda ni despegar los brazos del cuerpo ni una pulgada, y cuando se cansaba de repetir la misma melopea, daba vueltas y más vueltas sobre sí mismo, como la rueda de un gigantesco molino. Autores hay que defienden que las danzas de Gigantes a las que tan aficionados son todavía en aquel reino en cuantas fiestas se celebran, vienen precisamente de este asombroso acontecimiento protagonizado por don Sancho, aunque dejo a los que son más eruditos que yo demostrar si esto puede ser o no ser cierto.

A todo esto, sus enemigos no cesaban de lanzarle mientras tanto todo tipo de saetas, virotes y cuadrillos, y la crónica asegura (y no hay por qué dudar de ella en este punto- que no le acertaron ni una sola vez. Cuando creyó que ya era bastante, volvió a subirse a su caballo y se alejó en busca del inglés que tanto había ponderado el valor de su cuñado. Así le habló cuando lo tuvo delante: "¡Ved que vuestro rey bailó tres pasos, y yo he danzado al menos mil trescientos!".

Así pues, Majestad, con esta prueba de valor de vuestro antepasado don Sancho, no debéis albergar ya ninguna duda sobre vuestra facultad para epatar a toda la Corte de Francia con vuestra habilidad para la danza  mañana mismo si así os place. Y si alguna vez giráis visita a vuestro otro reino, allá en Navarra, no dudéis que vuestros súbditos, celosos de su independencia y conocedores de su propia Historia, han de contar vuestros pasos para ver si dais más de mil trescientos, porque si sois Luis XIV para los franceses, sois tambien Luis III para los navarros.

Vuestro humilde servidor: Arnaud de Oihenart, Historiador y Poeta.









© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019

ANGÉLICA PARTITURA

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El pintor más importante de la Edad Media en Navarra, y uno de los representantes más cualificados del denominado estilo gótico lineal, es, sin duda alguna, Joan Oliver, el seguro autor del mural del refectorio de la catedral de Pamplona (aparece su nombre en la inscripción), y muy probablemente de los conjuntos conservados -si bien fragmentariamente- en Ororbia y Olloki. 


Que fuera escogido para decorar el testero de un edificio tan simbólicamente importante para el reino (allí dentro era donde se celebraban, por ejemplo, los festejos por las coronaciones reales), ya nos habla de la categoría artística que sus contemporáneos le concedían. La misma categoría que, en la actualidad, le sigue haciendo figurar en los catálogos internacionales de obras maestras de todos los tiempos, acompañado únicamente, en lo que se refiere a Navarra, por la Arqueta de Leyre y el sepulcro de Carlos III el Noble. 

Quienes han estudiado a Joan Oliver, sobre todo la profesora Carmen Lacarra y más recientemente Carlos Martínez Alava (El Arte Gótico en Navarra, pp. 366-367), se lamentan de la escasez de noticias documentales que de él podemos rastrear en los archivos, pero las pocas con las que contamos permiten situar el inicio de su carrera en los palacios papales de Aviñón, en la segunda década del siglo XIV, donde habría tenido como maestro a Fray Pierre del Puig, un pintor muy famoso entonces, tanto que pudo llegar a codearse con Giotto cuando éste trabajó en la misma corte. 

En 1328 murió fray Pierre, y ahí se pierde la pista de su discípulo Joan Oliver hasta que en 1332 alguien del mismo nombre -probablemente fuera él- aparece documentado como "pintor de Pamplona" que pinta unas estatuillas de cera por orden de los nuevos reyes de Navarra, precisamente unos que habían comenzado a reinar en 1328: Juana II de Navarra y Felipe III de Evreux. Otro documento muestra que, en 1366, alguien llamado Joan Oliver (¿quizás un hijo del anterior?) paga sus impuestos en el burgo de San Cernin, y hay noticias de nuevos encargos pictóricos por parte de los reyes de Navarra a alguien llamado Joan Oliver en 1379, 1387 y 1390. Esto podría suponer quizás la confirmación de un taller abierto en Pamplona durante bastantes décadas, que se transmite de padre a hijo.

El caso es que la nueva dinastía regia conllevaría también un aumento de la presencia de pintores, escultores y arquitectos en Pamplona, donde, aunque las obras del claustro gótico de la catedral de Pamplona (arruinado tras la Guerra de la Navarrería de 1276) llevaban varias décadas en marcha, se impulsaron todavía con más fuerza, buscando sin duda el efecto propagandístico de las nuevas realizaciones. 

Esto es: los Evreux tenían que darse a conocer en su reino, a través de nuevas construcciones y decoraciones que representaran por ejemplo las nuevas armas heráldicas: las que unían el carbunclo pomelado de Navarra y las flores de lis con banda componada de gules y plata de los Evreux. Y en tal sentido, el refectorio de la catedral de Pamplona es el edificio más emblemático de todos. Con dichas armas bien visibles en las bóvedas más cercanas a la cabecera, y también en el citado mural pintado por Oliver, que quizás repetiría también dicho efecto en Olloki, donde las armas reales aparecen igualmente bien a la vista. 

Pinturas de Olloki

No obstante, el obispo de Pamplona, como dueño del complejo catedralicio, fue lógicamente el principal polo de atracción de artistas del otro lado de los Pirineos, y por eso se piensa que debió ser él quien propició la llegada de artífices como el pintor Joan Oliver o el escultor Jacques Perut. Entre otras muchas cosas, porque el mismo obispo nació al otro lado de los Pirineos. 

Me estoy refiriendo a Arnalt de Barbazán, natural de la villa del mismo nombre, en Bigorra, hoy Departamento Francés de Altos Pirineos. Estuvo al frente de la Diócesis de San Fermín nada menos que 37 años, de 1318 a 1355, por lo tanto durante todo el reinado de los mencionados reyes y los cinco primeros años en el trono de Carlos II. El hecho es que Juana y Felipe apenas visitaron en Navarra, donde les representaba un gobernador, pero el obispo Barbazán sí que residió siempre entre sus mugas. Por eso le tocó lidiar con muchos acontecimientos políticos, porque de hecho él era el cargo institucional más importante del reino, en ausencia de los reyes, más incluso que los propios gobernadores. 

Por ejemplo, le tocó hacer frente a varios proyectos de invasión castellana por la frontera guipuzcoana en 1331 y 1334. Y su primera reacción demuestra que nunca rompió los lazos con su tierra natal, pues a quienes primero pidió ayuda fue a sus paisanos de Bigorra, entre ellos a su hermano Teobaldo de Barbazán, a Laspesio de Bearn y a Fortaner de Lescun, comunicándoles que estuviesen preparados con caballos y armas y vinieran a Navarra al primer aviso (J. Goñi Gaztambide. Los obispos de Pamplona, Tomo II, pp. 114-115). 

Uno de los centros de devoción más importantes de Bigorra era el monasterio benedictino de Saint-Savin, del que hoy en día se conserva su imponente fábrica románica. En cuanto al mobiliario litúrgico medieval que sin duda debió poseer en abundancia, sólo nos queda una preciosa torre eucarística o tabernáculo, tallada en madera y sobredorada, que hacía las veces de sagrario. Es una obra magnífica, de la primera mitad del siglo XIV, cuyas hechuras recuerdan poderosamente a muchos de los doseles arquitectónicos que adornan las esculturas y tumbas de aquellos siglos. 






Pero lo que más llama la atención de dicha torre son sus bóvedas pintadas con figuras de ángeles músicos que rodean al Cordero Místico. Porque precisamente alguna de ellas hace recordar las realizaciones navarras de Joan Oliver. Y si los estudiosos creen que debió ser el obispo Barbazán quien promovió la llegada del pintor a Pamplona, puede pensarse que, quizás, ello facilitaría también un desplazamiento del taller en sentido opuesto, hacia el otro lado del Pirineo. Porque el señorío de Barbazán-Dessus estaba (y está) a apenas 40 kilómetros en linea recta del monasterio de Saint-Savin.          






El tabernáculo, y por tanto sus pinturas parecen ser de factura más moderna que la que marca la fecha del mural del refectorio: 1335. ¿Podrían ser una obra quizás de ese “segundo” Joan Oliver? Porque hay que tener en cuenta además que los ángeles de Saint-Savin están pintados sobre tabla, y no sobre el muro, como los conjuntos de la cuenca de Pamplona, y si comparamos los rostros, aunque esas características y rotundas narices son bastante parecidas, igual que las bocas o incluso los cabellos, los ojos de los personajes del mural del refectorio o de la iglesia de Ororbia parecen distintos, más almendrados y cerrados que los de los ángeles de Saint-Savin.

Angel vihuelista de Saint Savin
Angel organista de Saint Savin

Verdugo de Cristo en Ororbia
Angel en el sepulcro de Ororbia
Matanza de los inocentes en Ororbia

Personajes al pie de la Cruz en el mural del refectorio de la catedral de Pamplona
Por cierto, que la manera de dibujar los pies de los personajes también es similar: 

Pies de un ángel en Saint Savin


Pies de Cristo en Ororbia

Pero es en el aspecto musical cuando los ángeles de Saint-Savin recuerdan más a los representados por Joan Oliver en el mural del refectorio, por ejemplo el ángel y la maravillosa juglaresa que tocan la vihuela de arco, aunque es evidente que la postura o el tratamiento de los pliegues en la túnica del ángel resultan mucho más dinámicos:


A la izquierda el ángel del tabernáculo de Saint-Savin, 
y a la derecha la juglaresa del mural del refectorio

Y atentos al detalle de la posición de los dedos al coger el arco: 





Otro de los músicos pintados por Joan Oliver en el refectorio pamplonés lleva un instrumento que también toca uno de los ángeles de Saint-Savin. Se trata de una madora, un laúd corto, en función de la escasa longitud de su mástil, y con un clavijero característico en forma de hoz, rematado por una cabeza humana o animal. Podemos ver que ambos son pulsados por sus intérpretes con un plectro (también conocido como púaplumillapajuelavitelauña o uñeta. Es una pieza pequeña, delgada y firme, modernamente en forma de triángulo, hecha de diferentes posibles materiales que se usa para tocar la guitarra y otros instrumentos de cuerda, como un reemplazo o ayuda de los dedos).

En el medio, madorista del mural del refectorio de la catedral de Pamplona.
A los lados, ángel madorista de Saint Savin y detalle

Lo que más llama la atención es el clavijero, con esa misma cabeza de dragón que los hace tan similares. Carmen Lacarra (La Pintura Mural Gótica en Navarra, p. 179) describe el representado en el refectorio así: Es un ejemplar magnífico de laúd del Trecento, acabado en mango de cabeza de dragón, que posiblemente hubiese sido su modelo un ejemplar francés, pues los juglares navarros marchaban a surtirse de material fuera del reino, tal como nos lo indica este documento: “En Tudela, a 11 de octubre de 1396: “A Fassion et Cosin, nuestros juglares, por fazer sus expensas a yr a Tholosa et por comprar allí ciertos esturments que han menester para su officio a nos servir, treinta florines”. Firma: Carlos III el Noble”.

Dado que una de las mejores cosas del periodo medieval es que no existía la fabricación en serie, ¿se habría inspirado el autor o autores de ambas pinturas en el mismo instrumento? Imposible saberlo, pero no puede negarse que son casi idénticos.

Como prácticamente idénticos son el resto de instrumentos representados en Saint-Savin a los que aparecen en la obra musical más representativa que se conserva en la Catedral de Pamplona: la arquivolta de los ángeles músicos que enmarca la Epifanía tallada en el claustro por Jacques Perut hacia 1346, en pleno episcopado de Arnalt de Barbazán. Así puede verse en el caso del órgano portátil, del arpa y sobre todo del salterio, con la rosa central que perfora la caja en forma de estrella de David:


Arquivolta de la Epifanía de Jacqques Perut
 en el claustro de la catedral de Pamplona

Detalle de tres ángeles de la arquivolta

Detalle de tres ángeles de Saint Savin

No es fácil saber si hay o no relación directa entre ambos conjuntos, aunque el evidente parentesco, aquí queda reflejado. Quizás mi amigo y gran músico Enrique Galdeano, que lo sabe todo sobre instrumentos medievales, podrá darnos su autorizada opinión. Desde mi desconocimiento musical, lo único que puedo hacer es dar gracias infinitamente a Felipe III de Evreux, a Juana II de Navarra y sobre todo a Arnalt de Barbazán, por haber promovido la presencia en nuestra tierra de artistas tan magníficos como Joan Oliver o Jacques Perut.


Sepulcro de Arnalt de Barbazan en su capilla de la catedral de Pamplona

Porque las glorias regias o episcopales pasan, pero la música y el arte –muy poco, desafortunadamente, para todas las maravillas que realmente debió haber- son lo único que verdaderamente permanece.


ARMAS REALES DE NAVARRA EN EL MURAL DEL REFECTORIO 

Y bueno, que además ahora hay un motivo más para visitar Saint-Savin, y conocer la tierra natal del bueno de don Arnalt…



*Para ver más imágenes de la torre eucarística de Saint Savin:

ÁNGELES DE SAINT-SAVIN

*Para saber más sobre los ángeles músicos de la catedral de Pamplona:

ÁNGELES MÚSICOS CATEDRAL DE PAMPLONA

*Además recomiendo:

-Fernández-Ladreda, Clara. “Iconografía musical de la Catedral de Pamplona”, en Música en la Catedral de Pamplona, nº 4 (Pamplona: Capilla de Música de la Catedral de Pamplona, 1985), pp. 5-34 (2ª ed.: ibidem, 2004).

Galdeano Aguirre, Enrique: LA ICONOGRAFÍA MUSICAL DEL GÓTICO EN NAVARRA (TESIS DOCTORAL INÉDITA)


© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2019

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